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MI ABUELO Y UN BESO

El estaba sentado en la cama de nuestra habitación, con la cabeza sujeta entre las manos y con la mirada perdida en las cuadrículas del suelo. Entré y le vi. Me llamó la atención, pero no dije nada y me coloqué en la silla pequeña que tenía dispuesta, junto con la mesa de campo verde en la que había distribuido algunos libros de estudio y un flexo.

Le volví a mirar y no pareció moverse, seguía ensimismado y perdido en sus pensamientos. Estuve apunto de interrumpir su relajado estado, pero tome el lápiz y empecé a pasar algunas hojas del libro, para localizar el tema de estudio.

De vez en cuando se me desviaba la mirada y volvía a observarle. ¿Le pasaría algo?. Tan quieto, tan silencioso.

No parecía que se hubiese dado cuenta de mi presencia. Le miré de nuevo. Los pies, con las zapatillas de casa de fieltro y cuadros, le colgaban, no llegaban a tocar el suelo.

En un momento determinado, en otra de mis miradas, él levanto la suya y nos encontramos. El me observó un instante y ante mi cara de curiosidad y preocupación, finalmente me dijo:

- Que mala es la vejez.

No supe que contestar y solo se me ocurrió generar una leve sonrisa. Como si comprendiera su comentario, como si lo compartiese. Sin embargo, en aquel momento, la vejez me parecía algo tan lejano. Medité un instante, mientras volvía nuevamente la mirada a mi libro iluminado, ¿porqué nunca me había hecho esa pregunta?. ¿Cómo sería la vejez?, ¿cuántos años tendrían que pasar para considerar que la vejez había llegado?, ¿porqué razón se preguntaría a estas alturas mi abuelo esa cuestión?.

Yo siempre le había visto como mi abuelo, por lo tanto viejo, pero no en el sentido de imposibilitado, débil o algo parecido. Tenía conciencia de que a esa edad, no se podía correr o saltar como yo. Pero…al mismo tiempo, me transmitía mucha experiencia. Mi abuelo siempre me había parecido un hombre sabio y ¿porqué no?, feliz.

Se levantó lentamente de la cama y de un modo algo cansino se sentó en el sillón que estaba junto a su mesa, repleta de cuadernos y bolígrafos.

Me pareció que suspiraba mientras tomaba entre sus dedos una goma y empezaba a borrar sobre una de las hojas.

- Enciende la radio, anda.- Me dijo.

Yo me levante y le di al interruptor de una radio de madera que teníamos en la librería y empezó a escucharse la retrasmisión de un partido de fútbol, al tiempo que el círculo de las emisoras adquiría una tonalidad amarillenta.

Unos minutos antes, mi abuelo había estado hablando por teléfono y no sabía que conversación había tenido. Intenté recordar los retazos que había podido escuchar, pero no había estado atento.

La vejez, me dije para mis adentros. ¿Qué se sentiría al ser viejo?. Me imaginé con su edad y no me sentí bien y en un instante me di cuenta de que cuando yo fuese viejo, él no existiría, ni mis padres y un escalofrío recorrió el cuerpo.

¿Qué pensaría mi abuelo?, ¿qué sentiría?. Habría vivido la desaparición de sus padres y de la abuela, a la que yo no había llegado a conocer y la de tantos amigos. ¿Qué habría sido de sus compañeros de colegio y de universidad?.

Me pareció que la vejez tenía que producir soledad, ausencia. Sin embargo, al mismo tiempo, era algo natural, lógico y realmente, era afortunado, él seguía conmigo.

¿Cuántos años tenía mi abuelo?, no lo sabía exactamente, pero muchos, muchos, era longevo. Hacía unos días se había recibido en casa una carta felicitándole por ser el suscriptor de una revista de derecho administrativo de mayor edad y él había presumido de ello.

¿Cuánto tiempo seguiría conmigo?, me pregunté de nuevo y entonces…me di cuenta de cual podía ser la mayor carga de la vejez.

Mi abuelo no me vería viejo, ni tan siquiera maduro, solo como era en ese momento y poco tiempo más y eso tenía que dar miedo.

Claro, lo comprendí, mi abuelo estaba asustado y otra duda surgió en mi pensamiento. ¿Yo podría hacer algo?. Si en unos años él no estaba, ¿de que serviría una ayuda?, ¿para que serviría?.

Recordé que mi abuelo me había dicho más de una vez que los recuerdos son el prólogo de la vejez y que cualquier buen momento era en cualquier caso útil, para uno mismo y para los que lo pudieran compartir.

Pensé que la mayor ayuda para él era esa, “compartir” y que eso le ayudaría a él a tener menos miedos y a mí, para saber vivir el mismo prólogo.

Me levanté y me acerqué a la mesa de mi abuelo. Le di un beso, un beso que recuerdo dulce y picado por su barba, en ese momento escasa y blanca y su mirada clara y sorpresiva, que se enmarcó con una sonrisa.

No dijo nada y siguió trabajando en su mesa, redonda, ocupada por esos cuadernos de cuadrículas que elaboraba con esmero para hacer quinielas. Una de sus aficiones. Sentí que entre ambos, en ese instante, hubo comprensión compartida y en silencio.

Los años posteriores, mi abuelo se mantuvo bastantes bien y en más de una ocasión, volvía a mi pensamiento ese comentario, “que mala es la vejez” y según ha transcurrido el tiempo he comprendido que esos acontecimientos son los que tienen sentido y la vida, en su contradicción aparente, te enseña sobretodo a “aceptar”.

Otro día, cuando mi abuelo ya tenía que trasladarse con silla de ruedas y se mantenía observador junto a un banco de nuestra calle, en el que permanecíamos descansando en los paseos de la tarde, mientras se escuchaban las llamadas de los vencejos del verano, me comentó que “ para andar el camino de la vida, a veces, había que retroceder algo, para volver a caminar seguro” y en una conversación en la que recordábamos los días de estudio en nuestra habitación también compartida, me dijo:

- Gracias por ese beso.

Lo recuerdo bien y esa mirada, esa sonrisa, ese inesperado beso hoy me satisface, posiblemente incluso más que las propias sensaciones que él tuvo al recibirlo. Fue un capítulo de mi prólogo.
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