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Las princesas delicadas

En un reino muy antiguo, vivió alguna vez un rey y su señora reina. El matrimonio real tenía tres hijas hermosas y lozanas que gustaban de jugar y bailar alegremente sin parar. Los reyes agradecían cada día la salud de sus tres hijas, y deseaban que nada malo les pasara nunca.



Sin embargo, al cabo de los años, la mayor de las princesas salió un día al jardín y al rozar levemente su cabeza con un pétalo de rosa, se desplomó en el suelo, desmayada y con un terrible chichón. Los reyes acudieron entonces a brujos, doctores y curas para reponer a su pequeña, pero esta quedó para siempre delicada, frágil y enfermiza.



Días después, la segunda de las princesas, amaneció en su alcoba con una herida horrible en la espalda. Al consultar con doctores, curas y brujos, pudieron darse cuenta que los pliegues de la sábana habían causado tal horror en la pequeña. Y aunque hicieron todo lo posible, la princesita quedó para siempre delicada, frágil y enfermiza.



Entonces, temiendo lo peor, los reyes ordenaron construir una habitación de vidrio para la más pequeña de sus hijas. Los sirvientes diseñaron las paredes y el techo del cristal más fino, y depositaron dentro a la princesa para protegerla de todo mal.



Sin embargo, cierto día entró una mosca diminuta, que al batir sus alas causó un fuerte resfriado a la princesa. Con profunda tristeza, los reyes volvieron a acudir a curas, brujos y doctores para reponer a su pequeña, pero esta quedó para siempre delicada, frágil y enfermiza.



Y así fue como quedaron las tres princesitas delicadas en un abrir y cerrar de ojos, para desgracia de sus padres.



Versión 2: Cuento de las 3 princesas delicadas



En un lejano reino, vivió una vez un rey y su esposa la reina. Los dos monarcas eran en verdad muy felices, pues tenían tres hijas hermosas y alegres que se la pasaban todo el día jugando en los alrededores del palacio. La mayor de las princesas se llamaba Leticia, la mediana se llamaba Esther y la más pequeñita de las tres respondía al nombre de Ana.



¡Eran tan divertidas las hijas del rey! Su padre siempre las contemplaba feliz mientras ellas saltaban y jugaban entre risas y carcajadas. Cierto es que las pequeñas nunca se enfermaban, y desde que nacieron, habían crecido muy sanas y fuertes.



Sin embargo, un buen día, sucedió algo muy terrible, pues las tres princesas se habían vuelto irremediablemente delicadas.



Leticia, la mayor de las princesas, había salido al jardín como acostumbraba a hacer todas las mañanas, y no anduvo ni dos pasos cuando de las ramas del rosal se desprendió un pétalo pequeño que se posó en su cabeza. Al instante, la princesa Leticia quedó desmayada en el suelo, y en su cabeza había un chichón tan grande que los médicos tardaron en curarla toda una semana.



Al día siguiente, Esther, la princesa mediana, despertó en su cama entre gritos y sollozos cuando descubrió una herida inmensa en su espalda. Cuando intentaron curarla, los médicos no podían creer que un pequeño pliegue de las sábanas había sido la causa de aquella herida tan grande.



Finalmente, y al ver la salud tan delicada de sus dos hijas, el rey y la reina decidieron hacer algo por Ana, la más pequeña de las princesas. Durante dos días y dos noches, los arquitectos del palacio se la pasaron construyendo una urna de cristal enorme para proteger a Ana de todo peligro. Dentro de la urna, ubicaron entonces la cama de la princesa, una mesa, dos sillones y un gato.



A través de las paredes de cristal, los reyes contemplaban a su pequeña hija jugando a todas horas y durmiendo en las noches, y por primera vez pudieron sentirse tranquilos de que a su pequeña no le pasaría nada. Sin embargo, una noche entró a la urna de cristal un pequeño mosquito que con el batir de sus alas provocó un terrible resfriado en la princesa Ana.



Desde entonces, las tres princesas han quedado débiles para siempre, y cuenta la leyenda que el rey y la reina aún permanecen en alerta, velando porque nada les pase a sus hijas tan delicadas.


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