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Las orejas del conejo

Hace miles de años los conejos no eran como ahora, pues tenían las orejas  pequeñitas, muy parecidas a las de los gatos. Todos estaban conformes con su aspecto menos un conejito que solía estar muy triste. Cada vez que veía su reflejo en las cristalinas aguas del lago, se sentía un ser insignificante.



– ¡Qué pequeño soy! – se lamentaba.



De vez en cuando se quedaba mirando a los leones, grandes y fieros, o a los elefantes, tan fuertes como inteligentes, y pensaba que no era justo que él fuera un ser chiquitito y peludo.



– ¡Cuánto me gustaría tener un cuerpo enorme para pasearme orgulloso ante todos los animales! – comentaba a menudo el conejo a su amiga la lechuza.



El ave, sin duda una de las más listas del reino animal, ya estaba un poco harta de escuchar sus quejas, así que decidió poner fin al asunto.



– Amigo conejo, no puedes seguir tan obsesionado. Eres estupendo tal y como eres, pero si vas a seguir sufriendo, te aconsejo que subas a la montaña que hay junto al río. Allí vive un dios que a lo mejor podrá ayudarte.



– Buena idea, amiga – dijo el conejo con ilusión – ¡Ahora mismo voy hacia allí!



El conejo cogió un saquito con algunos alimentos y salió corriendo hacia la montaña. Cuando llegó a la cima, se encontró al dios dormitando sobre una enorme silla de 



madera.



– ¡Buenas tardes, señor! Disculpe que le moleste, pero necesito su ayuda urgentemente.



– ¡Espero que sea algo importante porque mi descanso también lo es! – gruñó el dios mientras observaba al pequeño animal que le miraba ansioso con sus ojos redonditos.



– Verá… He tenido la mala fortuna de nacer pequeño y mi sueño sería ser un animal grande y majestuoso como el león o el elefante.



– Bueno… Lo que me pides es algo que puedo concederte, pero a cambio, tendrás que traerme las pieles de tres animales: la piel de un mono, la piel de una serpiente y la piel de un cocodrilo, antes de mañana al anochecer.



– ¡Trato hecho! Cumpliré mi cometido y en unas horas estaré de vuelta.



El conejo, feliz, bajó la montaña a tanta velocidad que desde lejos parecía una bola de nieve rodando ladera abajo. Casualmente, al llegar a un claro del bosque, se encontró a 



sus amigos el mono, la serpiente y el cocodrilo tomando  el sol y hablando de sus cosas.



– ¡Chicos, chicos, necesito vuestra ayuda! El dios de la montaña me ha prometido que si le llevo vuestras pieles me convertirá en un animal enorme y al fin podré cumplir mi deseo ¿Os importaría prestármelas durante unas horas? Hoy hace mucho calor, así que no tenéis que preocuparos por coger un resfriado – explicó el conejo, tratando de sonar convincente.



Sus amigos, que querían mucho al conejito, se desnudaron y metieron sus pieles en la bolsa. Al poco rato, el conejo ya estaba camino de vuelta a la montaña, si bien esta vez iba a paso lento porque la carga pesaba demasiado.



De nuevo, se encontró al dios roncando con tanta fuerza que sus resoplidos parecían truenos en una noche de tormenta. Sin amedrentarse, el conejo se plantó frente a él y le llamó.



– ¡Señor, señor, despierte! Aquí me tiene con lo que me encargó.



El dios, desperezándose, miró curioso al diligente animal.



– Cierto, aquí está la piel del cocodrilo, la piel de la serpiente y la piel del mono… Acabas de demostrarme que eres un conejo audaz, intrépido y que cumple los acuerdos. Voy a recompensarte, pero no exactamente con lo que hablamos.



– ¿Cómo? ¿Qué no me va a ayudar como prometió? – se ofendió el conejo poniendo cara de agobio.



– Verás, conejito… – razonó el dios – Eres un ser muy listo y todos te quieren ¡Hasta tus amigos te prestan su piel! Ya quisieran muchos animales grandes a los que tanto admiras, ser tan buenos como tú.



El conejo no comprendía nada…



– He pensado – continuó hablando el dios con sabiduría – que no necesitas aumentar tu tamaño, sino algo que será mucho más útil para ti.



El dios se agachó y tocó las pequeñas orejas del conejo, que automáticamente se alargaron y se quedaron derechitas mirando hacia el cielo.



–  Estas orejas te servirán para oírlo todo y mantenerte alerta de los peligros del bosque. Escucharás si se acerca un enemigo con mucha más claridad. Este don que te concedo, junto con tu agilidad y tu audacia, te permitirán vivir mucho más tranquilo y a salvo de los depredadores.



El conejo pensó que era una idea buenísima y se quedó encantado con sus nuevas orejas. Desde entonces, todos los conejos del mundo nacen con orejas muy largas aunque su cuerpo siga siendo chiquitito.


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