Busqueda Avanzada
Buscar en:
Título
Autor
Cuento
Ordenar por:
Mas reciente
Menos reciente
Título
Categoría:
Cuento
Categoría: Infantiles

Las aventuras de Meliki

(1) El bosque Prohibido

Había una vez un pequeño gato llamado Meliki que vivía a orillas de un gran lago en el sur del mundo. Tenía la piel rayada como la de los tigres, color marrón claro salvo por sus patitas y mechones de su barbilla, que eran blancos como leche nevada. Alrededor de su cuello, llevaba una medalla redonda con su nombre, regalo de su joven amo Hans, un niño de cabellos rubios como un campo de trigo y ojos azules como la profundidad de un lago.
La casa en que vivían había sido construida sobre pilares de roble, estaba cubierta por tejuelas de alerce, y sobre el techo había pequeñas ventanas con tejados. Desde el balcón del segundo piso, una hermosa vista del lago y del imponente volcán, cubierto de nieve, que se alzaba en la orilla opuesta. La vegetación era abundante, con grandes extensiones de bosques nativos cruzados por ríos de aguas turquesas provenientes de las montañas.
El padre de Hans había construido junto a la casa un molino de agua, a cuyos pies Hans y Meliki solían jugar tardes enteras. Eran buenos amigos y Hans no sólo alimentaba y quería mucho a su gato, sino que también cuidaba muy bien de él.
—Es importante que seas obediente Meliki. El bosque es peligroso para un gatito chico como tú; Pumas, zorros y sobre todo lobos hambrientos podrían comerte de un solo mordisco. No debes entrar allí —le decía Hans con tono solemne.
—Sí mi amo— respondía sonriente el gato, atento a los consejos del niño.
Hans recordaba cuando vio a Meliki por primera vez. Fue el mismo día en que él y sus padres llegaron buscando refugio desde las convulsionadas tierras Prusianas, en el otro lado del mundo. Aquella mañana, luego de meses de travesía en barco, una carroza de madera tirada por dos caballos blancos, los llevaba hasta una cabaña a orillas del lago, la que convertirían luego en su nuevo hogar. Hans iba asomado por la ventana, triste por haber tenido que abandonar a sus amigos en Prusia para llegar a un extraño y lejano lugar, donde no conocía a nadie. No era fácil ser hijo único, menos aún, si no se tenía ningún amigo.
Pasando por los acantilados de la costa, Hans escuchó maullidos.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Hay un gatito!— exclamó entusiasmado.
Bajó intrépidamente de la carroza y corrió a buscarlo. Su madre lo regañó para que regresara inmediatamente, pero Hans estaba decidido a encontrarlo. Guiado por los maullidos, fue apartando de su paso algunos líquenes y arbustos. Allí, oculto entre las hierbas, abandonado y tiritando de frío, estaba Meliki maullando con sus ojitos bien cerrados. El niño lo cogió en sus brazos y caminó con él, de regreso a la carroza, donde sus padres lo esperaban impacientes. Preguntó a mamá si podía quedárselo y llevarlo a casa. Los padres vacilaron, pero al ver al gatito, sintieron lástima por él y finalmente accedieron.
Así fue como el niño y el gato se criaron juntos, en el nuevo hogar de los Schöneheide, que era el nombre de la familia de Hans.

Pronto llegó la primavera. Las praderas florecieron con vívidos colores, los cisnes de cuello negro regresaron al lago, bandadas de loros bajaron de las montañas surcando el cielo con ruidosos graznido. El canto de zorzales, loicas y otras aves inundaron el bosque.
Una tarde, mientras Hans dormía una siesta a la sombra del guindo, Meliki oyó un extraño ruido; una seguidilla de golpes secos sobre la corteza de un árbol. Como los gatos tienen estupendos oídos, los percibía a la distancia. Para averiguar quién producía tan misterioso sonido, decidió explorar el bosque. Recordó las palabras de advertencia de su amo, pero su curiosidad de gato finalmente pudo más.
—Espero que no se despierte —pensó Meliki.
Con paso sigiloso se internó por primera vez en el bosque. Era un lugar mágico, de coloridas flores. Avanzaba lentamente entre araucarias, coihues y ñirres; los ‘gigantes del bosque’ como solía llamarlos. Con cada paso, los golpes en la corteza se hacían más fuertes. Alzó la vista, y descubrió que eran producidos por un pájaro carpintero, que buscaba los sabrosos gusanos e insectos del interior del tronco. Su cabeza, coronada por un prominente copete, era de un intenso rojo, mientras que su plumaje, negro azulado. Con sus picotazos tenía el árbol bien taladrado, lleno de agujeros.
Meliki lo contempló con atención. Se acercó sigilosamente al árbol e intentó subirlo, aferrándose fuertemente con sus garritas. El ave, al percatarse de su amenazadora presencia, emprendió rápidamente el vuelo.
Resignado, el gato saltó del árbol, cayendo suavemente sobre sus cuatro patitas.
—Cuando sea grande, seré un gran cazador —pensó, a modo de consuelo.
En ese instante una mariposa se posó en su cabeza. Sorprendido, el gato se quedó quieto, sin mover un pelo. Con los ojos casi bizcos, pudo ver sus largas antenas y sus alitas naranja con pintas blancas. De un zarpazo, intentó capturarla, pero no lo consiguió porque la mariposa alzó el vuelo justo antes de ser capturada. Como se fue volando bajo, Meliki salió tras ella para jugar al ‘gato cazador’.
—¡Pero qué lugar más entretenido! —exclamó contento.
Cada vez que la mariposa se posaba sobre una flor, Meliki, agazapado, intentaba acercarse con cautela para luego brincar sobre ella.
Así, jugando, llegó hasta un pequeño arroyo. Las aguas cristalinas atravesaban el bosque y le cortaban el paso. No podía seguir a la mariposa, que se perdía en la otra orilla. Tenía que cruzar si quería seguirla. Había algunas piedras sobre las cuales brincar, pero prefirió seguir el ruidoso cauce en busca de aguas menos profundas.
A poco andar, un grueso tronco de coihue caído formaba un puente perfecto. Meliki saltó al tronco y cruzó, sin perder de vista su presa.
Fue entonces cuando otra criatura del bosque captó su atención; una gatita intentando pescar en la orilla del arroyo.
—¡Hola! —maulló amablemente el gato.
La gata, al verlo, corrió a esconderse tras unos helechos, desde donde lo miró por entre las ramas.
—¡No tengas miedo! Me llamo Meliki —añadió cortésmente, enseñando orgulloso la medallita que llevaba al cuello en donde se podía leer su nombre.
La gatita asomó tímidamente. Era un gatita blanca de preciosos ojos verde esmeralda.
—Me llamo Daimine. Vivo aquí en el bosque. ¿De dónde vienes Meliki? — respondió luego de mirarlo durante algunos instantes.
El gato parecía hipnotizado. Estaba desconcertado. No sabía qué responder. Se puso muy nervioso.
—Eh..yo..eh..este... vivo en la orilla del Lago, en la casa de mi... ¡Oh!...
En ese instante, recordó que estaba en el bosque sin permiso. La hora había pasado muy rápidamente y ya era tiempo de regresar a casa, antes de que despertase su amo. Sin completar la frase, dio media vuelta y salió disparado a cruzar el tronco por donde había venido.
—¡Espera! ¡No te vayas!—le pidió la gata.
—¡Lo siento! ¡Tengo que irme! —alcanzó a maullar desde la otra orilla.
—¡Nos veremos mañana! ¡Te lo prometo! —lo oyó maullar la gata mientras desaparecía en el bosque.

Cuando Meliki regresó a casa, encontró a Hans durmiendo recostado sobre la hierba a la sombra del guindo, tal como lo había dejado. Se le acercó ronroneando y se frotó contra su hombro.
—¡Ahhh!...¡qué sueño tengo! —dijo Hans bostezando.
Acarició al gato y notó que tenía algunos pétalos en su pelaje. Además, estaba agitado y tenía algo de polen en la nariz. El gato tenía que hacer algo si no quería ser descubierto.
—¿Tienes hambre Hans? —preguntó Meliki, dando una rápida media vuelta con su rabo bien en alto.
—Sí, ya es hora de comer. Vamos a ver qué está cocinando Mamá —respondió el niño.
—¡Perfecto! —asintió el gato, a quién de tanto correr, realmente se le había abierto el apetito.
Mientras entraban a la casa, Meliki celebraba no haber sido descubierto, se rascaba los pastos de su pelaje y limpiaba el polen de su nariz.
Al atardecer, después de haber tomado su leche, se echó sobre su camita y se quedó dormido pensando en su furtivo viaje al bosque, y muy especialmente, en la gata Daimine y sus hermosos ojos verdes.

El primer canto del gallo despertó a Meliki. Los Schöneheide eran colonos muy madrugadores. La vida en el sur del mundo no era nada fácil; ordeñar las vacas, moler el trigo, arar la tierra o terminar las cercas, eran algunas de las tareas que los esforzados colonos realizaban con el primer rayo de sol. Hans, por ser el niño de la casa, tenía permitido dormir hasta más tarde. El gato, impaciente, aprovechó esta circunstancia para levantarse y salir disparado, sin ser visto, en busca de la gata Daimine.
Cruzó el arroyo por el mismo tronco caído. Luego, comenzó a llamarla.
—¡Daimine!¿Dónde estás? ¡Soy yo, Meliki! —maullaba fuerte.
Pero Daimine no aparecía.
Continuó aguas arriba, hasta que llegó a una cuevita, en un recodo del arroyo. La cavidad era producto del espacio dejado por las raíces de un gran árbol, desarraigado por el viento y la lluvia. Era una estupenda guarida.
En su interior, durmiendo acurrucadita, estaba la gata Daimine. Meliki cortó con sus dientes una florcita blanca, de las que crecían junto al arroyo. Se acercó lentamente, y frotó su mejilla dulcemente en la de ella.
—¿Qué haces aquí tan temprano? ¿Cómo llegaste a mi guarida? —le preguntó la gata somnolienta y un poco molesta ante la imprudente irrupción. Ni siquiera había podido lamer sus patitas para asear su cabecita y arreglar su melena, como solía hacer cada mañana. Ciertamente no era el mejor momento para recibir visitas, menos para una gatita vanidosa como Daimine.
—Lo siento mucho. Tenía ganas de verte para pasear juntos por el bosque —se disculpó Meliki ruborizado. Dejó la flor en suelo y retrocedió con la colita entre las piernas.
La gata aceptó la flor, se la puso detrás de la orejita y ordenó a Meliki que esperara junto al río. El bosque escondía algunos peligros, pero Daimine aceptó la invitación.
Caminaron lentamente, pasando por entre los árboles, siguiendo un sendero salpicado e inundado por la luz del sol. Los musgos y helechos, al igual que la hierba tierna, estaban todavía cubiertos por la aurora. Las flores del copihue colgaban decorando los ramajes como rojas campanitas.
Llegaron a un extraño lugar, en la cima de una colina. Allí, alineadas según los puntos cardinales, había cuatro esculturas con forma humana talladas en madera. Eran altas y delgadas. Sobre las enormes cabezas tenían un triángulo invertido simulando ser cabello. Los ojos y la boca eran pequeños y horizontales, mientras que la nariz, ancha y prominente. Las manos se cruzaban a la altura de la cadera, en señal de duelo.
— Son hombres de madera, representan los espíritus de la Gente de la Tierra —maulló Daimine con suave voz a Meliki, quien comenzaba a sentirse un poco incómodo con la mirada impávida de las figuras.
—¿Quiénes son la Gente de la Tierra? — preguntó Meliki mientras observaba los extraños tatuajes que tenían dibujados en el vientre.
—Son el pueblo de hombres originarios de estas tierras. Vivían en aldeas esparcidas por toda la región. Cuando uno de sus jefes o pitonisas moría, eran traídos a este lugar y construían estos seres de madera, que representaban sus espíritus.
Meliki dio un paso atrás con ojos redondos, y tragó un poco de saliva.
—¿Es decir que estamos en un... cementerio?—exclamó asustado.
Daimine se rió y lo tranquilizó, explicándole que no había nada que temer. Los espíritus de los antiguos sabios eran buenos, la gata lo sabía bien.
—¿Cómo es que sabes tanto de ellos? — preguntó Meliki, más calmado, ahora que rodeaban la colina y habían perdido de vista las figuras.
—Es una larga historia... —respondió Daimine suspirando.
A Meliki le encantaban las historias. Cuando todavía era una cría, Hans solía contarle cuentos todas las noches, antes de dormir. Cuentos de palacios, princesas y un astuto gato con botas que conseguía fortuna y felicidad para su amo. Meliki se quedaba dormido junto a la chimenea, soñando con convertirse algún día en un gato tan extraordinario como el gato con botas para servir a su amo Hans y convertirlo en el príncipe de uno de esos mágicos reinos de los que hablaban los cuentos.
—Por favor cuéntame —suplicó el gato con ojos brillantes.
—Está bien —respondió Daimine —. Hace muchos años, mi mamá gata fue traída aquí desde las lejanas tierras lordognas, más allá del océano, por su amo; un hombre ambicioso y soñador llamado Orlie. Este hombre se internó en el bosque indómito trayendo consigo promesas a la Gente de la Tierra. Les habló de inexistentes ejércitos y prometió bienestar a todo aquél que le siguiera en sus sueños de conquista y grandeza. La Gente de la Tierra le creyó, pues la profecía decía que el apogeo del pueblo se alcanzaría con la llegada de un hombre blanco. De este modo, el amo se hizo coronar rey de todo el sur del mundo y soberano de la Gente de la Tierra. Fue durante este tiempo cuando llegué al mundo. Me crié con ellos, aprendimos su lengua y sus costumbres.
—Vivíamos felices en la aldea —continuó la gatita—, hasta que el amo Orlie, decidió que el pueblo debía ir a la guerra contra el invasor del norte que amenazaba su soberanía. Una noche, la aldea fue atacada sorpresivamente por hombres a caballo. El rey del sur del mundo fue hecho prisionero y enviado, junto con su gata, de vuelta a las tierras de Lordogne. Las pocas Gentes de la Tierra que lograron escapar, me llevaron consigo. Fueron perseguidos y obligados a huir a las montañas, desde donde no volvieron a bajar. Antes de abandonar el bosque, me pusieron en una canastita y me soltaron en el río. No podían continuar llevándome, sabían que no resistiría el viaje. Nunca más supe de ellos, del amo Orlie o de mamá. Logré sobrevivir y llegué a este bosque, donde crecí sin más compañía que la de los espíritus que aquí habitan.
Mientras paseaban siguiendo el sendero del bosque, Daimine continuó contándole de su solitaria vida. Le relató como aprendió a pescar las truchas de río y a cazar pitíos, jilguerillos y otras avecillas. Prestando oídos sólo a la dulce voz de la gata, Meliki no se percató de una extraña presencia. Unos amenazantes ojos amarillos, ocultos en los matorrales de la quebrada, seguían desde lo alto cada movimiento de los gatitos.

Hans despertó tarde esa mañana. Luego de asearse y vestirse, se sentó a la mesa para tomar la leche de vaca ordeñada temprano por mamá. Llenó su jarrita, y a continuación, vacío otra porción igual de generosa en el platito de Meliki. Como cada mañana, comenzó a llamarlo para compartir el desayuno.
El gato no vino.
Imaginó que estaría afuera, jugando en el jardín de hortensias de mamá o quizás viendo como papá faenaba el trigo en el molino. Terminó tranquilo su leche, se pasó la manga de la camisa por la boca, para limpiar el bigote de leche que le quedó sobre el labio, y salió a buscar su inseparable minino.
Lo llamó por los alrededores mas no pudo encontrarlo. Preguntó por él a sus padres, pero nadie lo había visto. Se dirigió entonces al pie del molino, el lugar preferido de ambos. Junto a la vertiente vio las huellas frescas del gato. Se dirigían hasta el boque y se perdían más allá de las cercas. No cabía duda; Meliki había desobedecido y se había internado sin permiso en el bosque.
Durante la última noche de luna llena se habían oído los aullidos del lobo solitario. Hans le tenía mucho miedo, pues sabía que atacaba a los animales pequeños, al ganado e incluso al hombre. Era muy salvaje y despiadado. Si Meliki estaba perdido en el bosque, y se encontrase con él, estaría en graves aprietos.
Le contó a papá lo que ocurría.
—No te preocupes hijo. Meliki ha de estar bien. Pronto regresará, ya verás —le respondió papá confiado, acariciando los cabellos del niño.
Pero Meliki no llegaba.
Las horas pasaron y la angustia del niño creció. Esto terminó por convencer finalmente al colono para ir por la mascota de su hijo.
—Está bien Hans, vamos a buscar a Meliki —dijo papá recogiendo su sombrero verde con plumas y cargando la escopeta.
Aunque mamá no estuvo de acuerdo, Hans acompañaría a su padre. Le puso su sombrerito verde con plumas, le arregló los suspensores bordados del pantalón que estaban desordenados y le dio un besito de despedida en la frente.
—Tenga cuidado hijo. No se aleje de su Papá. El bosque es peligroso —añadió mamá desde la puerta.

El tiempo parecía no transcurrir entre los dos gatitos, disfrutaban mucho su nueva amistad. Sin embargo, se había hecho tarde y debían volver.
—Tengo un poco de sed. Tomemos agüita antes de regresar —sugirió el gato indicando un riachuelo a poca distancia.
Meliki y Daimine se acercaron para tomar agua fresca. Contemplaron sus reflejos en la superficie del agua; dos gatitos sonrientes rodeados por el denso bosque. De pronto, un tercer reflejo los asustó; un lobo negro con ojos amarillos y temibles colmillos apareció justo detrás.
—¡Perfecto! Dos sabrosos gatitos. Me encanta comer gatos tiernos —fanfarroneó el Lobo, soltando una gran carcajada.
Los gatitos tenían al lobo frente a ellos, sus pelitos se pusieron de punta, erizados por el susto. El lobo reía.
Daimine, que era una gata del bosque, pensó inmediatamente en escapar. Los árboles eran demasiado grandes para treparlos y se encontraban lejos de su guarida, en dónde estarían a salvo. Se acercó lentamente a la oreja del gato.
—¡Sígueme Meliki! Debemos correr aguas abajo, hacía el Lago —le susurró, jalándole hacia un costado y huyeron a toda carrera.
El lobo los persiguió por el sendero, dando mordiscos que por poco los alcanzaban. Los gatitos corrían con todas sus fuerzas para salvar sus vidas.
La persecución los llevó hasta una gran cascada. No había escapatoria, estaban acorralados, atrapados entre la bestia y el precipicio.
El lobo bajó su cabeza y se acercó lentamente, moviendo su cola de un lado a otro. El gruñido del animal les produjo un gran temor. Mientras gruñía, dejaba entrever sus afilados colmillos y gotas de saliva caían de su hocico. El lobo miró fijamente al gato. Se percató de la medalla redonda que llevaba al cuello, en la que se podía leer su nombre grabado.
—¿Con que te llamas Meliki eh? Conozco ese nombre de alguna parte... ¡Sí, ya lo recuerdo! Fueron las últimas palabras de tu mamá gata —confesó el lobo con despreció, clavando sus ojos en el gato.
Meliki siempre había creído que era un gato abandonado al nacer, pero no era así...
El lobo relató como, algunos meses atrás, había atacado a la madre de Meliki, justo cuando ésta daba a luz su camada de cuatro crías. El lobo feroz atrapó a las tres primeras, a pesar de los intentos de mamá gata por salvarlos. Meliki había sido el cuarto y último en nacer, fue la única cría que quedó. Desesperada, lo tomó mordiéndolo por el cuello y huyó. Por desgracia, pronto se vio al borde del despeñadero, contra el cual reventaba el fuerte oleaje. De espaldas al mar, defendió su cría con fiereza, pero las heridas hechas por los colmillos del lobo fueron demasiado profundas. Finalmente resbaló y cayó.
—¡Meliki!, ¡Meliki! Fue lo último que alcancé a oírla maullar—continuó relatando el Lobo—. Me acerqué a la orilla para ver como tu mamá gata se perdía para siempre. Entonces, me volví para atraparte. Estabas recién nacido, oía tus maullidos en la hierba. Abrí las fauces para atacarte, pero un estrepitoso ruido me detuvo. Era el chasquido del látigo sobre dos caballos blancos que tiraban una carroza. Se acercaban rápidamente. Sentí miedo, sabía que los hombres tenían escopetas con las que había cazado a toda mi especie. Huí a ocultarme en el bosque, a esperar el paso de la carroza.
Se detuvo frente a mí.
Un niño había bajado y te tomaba en sus brazos llevándote consigo. Con un nuevo golpe de látigo continuaron la marcha, llevándose con ellos mi postre. El lobo soltó una risita grotesca.
—¡Eres un lobo malvado!—maulló Meliki llorando, luego de oír como habían acabado con toda su familia. Daimine lo abrazaba y ambos temblaban a merced del lobo. La cascada a sus espaldas era demasiado alta, no sobrevivirían a la caída.
—Esta vez no escaparás Meliki. Te comeré a ti y a tu amiguita sin que nadie pueda salvarlos —amenazó el Lobo sintiéndose triunfante. Luego, dio un paso atrás, mostrándoles sus afilados dientes, y saltó sobre ellos.
Los gatitos cerraron los ojos esperando lo peor.
Se oyó un gran estruendo, seguido de un golpe seco y un aullido. Meliki abrió tímidamente un ojo. Vio al Lobo caer abatido, dar tumbos hacía el borde y caer directamente en la cascada para desaparecer entre las turbulentas aguas del fondo.
—¡Meliki! —gritó de lejos una voz muy familiar. Era Hans que se acercaba corriendo. Lo seguía de cerca su padre, quién acababa de asestar al lobo la certera descarga de escopeta que los había salvado de un terrible final.
—¡Qué bueno que estás bien mi gatito! —exclamó el niño feliz de abrazar a su querida mascota—. ¿Por qué me has desobedecido Meliki? El bosque es un lugar peligroso, te lo he dicho muchas veces.
—Lo siento mucho amo —respondió Meliki avergonzado.
—¿Y esta gatita tan bonita quién es? ¿Es tu nueva amiga Meliki? — preguntó Hans sonriendo amablemente a Daimine.
La gatita se acercó ronroneando y se frotó contra los pies del niño.
—Muy bien hijo, ahora que has encontrado tu mascota desobediente, es hora de volver. Mamá nos espera con un rico pastel. Cazar lobos me ha abierto el apetito. De seguro Meliki y su nueva amiga han de estar hambrientos también. —dijo el papá de Hans emprendiendo la marcha con la escopeta al hombro.
Esa tarde, Meliki aprendió una importante lección; que no debía desobedecer a su amo. Entendió que Hans lo hacía por cuidar de él, porqué lo quería mucho. Por algo era su mejor amigo y estaría allí para ayudarlo. Nunca más volvió a salir sin permiso de casa.
A la hora de la cena, todos comieron un rico pastel de arándano que preparó Mamá. Los gatitos lo saborearon hasta la última miguita. Los padres aceptaron a Daimine y a partir de ese día se quedó con ellos para siempre. Mamá le regalo una cintita bordada con un corazoncito rojo.
Al anochecer, sentado en el balcón de la casa, Meliki contempló el brillo de la luna reflejado en la superficie del lago. Pensaba en la historia que había contado el lobo; sintió pena por el trágico destino de su madre y hermanos, a los que nunca pudo conocer. Con su patita derecha secó una lágrima que rodó por su mejilla. Si no hubiera sido por Hans, él mismo habría corrido esa trágica suerte. Era un gran chico, le debía al menos dos de las siete vidas que se dice tienen los gatos. Nunca olvidaría lo que el niño había hecho por él.
Daimine se acercó al balcón y lo abrazó.
La noche transcurrió tranquila y desde entonces, nunca más se volvieron a oír aullidos de lobo en los bosques del sur del mundo.
Datos del Cuento
  • Categoría: Infantiles
  • Media: 6.31
  • Votos: 64
  • Envios: 7
  • Lecturas: 5964
  • Valoración:
  •  
Comentarios


Al añadir datos, entiendes y Aceptas las Condiciones de uso del Web y la Política de Privacidad para el uso del Web. Tu Ip es : 3.145.130.31

0 comentarios. Página 1 de 0
Tu cuenta
Boletin
Estadísticas
»Total Cuentos: 21.633
»Autores Activos: 155
»Total Comentarios: 11.741
»Total Votos: 908.508
»Total Envios 41.629
»Total Lecturas 53.552.815