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Las aventuras de Meliki (2)

(2)La Araucaria Madre

El estanque era un lugar muy tranquilo, crecían allí nenúfares y helechos con grandes hojas, muy comunes en esa región del sur del mundo. Como quedaba cerca de la casa, Hans iba por las tardes para jugar con los sapitos, que saltan de hoja en hoja. Los gatos lo acompañaban y jugueteaban sobre la hierba, distraídos sólo por el ocasional salto de alguna trucha.
Una tarde, arrojando piedrecitas al estanque, una lágrima rodó repentinamente por la mejilla del niño. Los gatos se frotaron cariñosamente contra él.
—¿Porqué estás triste amo Hans?—preguntó la gata Daimine.
—Echo de menos mi país y mis amigos. Aquí estoy solo, no tengo hermanos ni otros niños con quienes jugar —respondió el niño sollozando.
—¡Pero nos tienes a nosotros!—lo animó el gato Meliki—. Te queremos mucho y nos gusta jugar contigo —Agregó, mirándolo sonriente.
—Sí mis gatos, ya lo sé. Ustedes son muy regalones y cariñosos —les dijo acariciando suavemente sus cabecitas—. Es solo que a veces me gustaría que hubiese más niños como yo. Mis padres no pueden tener más hijos, por lo que nunca podré tener hermanos—les explicó el niño con tristeza.
De pronto, escucharon el sonido de un tambor proveniente del bosque. Una pequeña anciana, con una flor amarilla en la frente, apareció. Tenía una nariz ancha y recta, ojos pequeños y obscuros, boca grande y labios carnosos, una apariencia muy distinta de la de los colonos, los únicos humanos que hasta entonces conocía Meliki.
La mujer se dirigía a la casa, entonaba un canto rápido y monótono, acompañado por golpes de su kultrún. Llevaba un cintillo de eslabones de plata con monedas colgantes, y en el pecho, un largo y singular adorno decorado con figuras de aves. Daimine fue la única en reconocerla. Era una machi de la Gente de la Tierra, mujeres de gran sabiduría que poseen la extraordinaria facultad de comunicarse con los espíritus ancestrales del bosque.
Corrieron hasta la casa, donde papá se preparaba para el invierno cortando leña de algunas araucarias y mamá regaba las hortensias violeta del jardín. Fue papá quién salió al encuentro de la misteriosa anciana, mientras el niño y los gatos se quedaron mirándola desde la puerta.
La machi se detuvo frente a la casa. Papá le preguntó qué era lo que quería. Entonces, ésta le miró fijamente, y alzando la voz para que todos la oyeran, pronunció las siguientes palabras:
—¡Rumel Kuñiwtuniegeay ta pewen! ¡Pewen taiñ ñizol aliwen gey!
El hombre no pudo comprender aquella extraña lengua. El idioma de la Gente de la Tierra resultaba totalmente incomprensible. La machi continuó con severidad, siempre en su propio lenguaje.
—¡No debéis dañar a la araucaria! Es nuestro árbol sagrado, el espíritu protector de nuestro pueblo, fuente de sabiduría y prosperidad. Si dañáis a los hijos de la Araucaria Madre, es como si dañarais a vuestros propios hijos, y entre el dolor de la tierra ellos no podrán vivir.
En un extraño ritual, la machi agitó las ramas de canelo mojado que traía consigo. Era el anuncio de un conjuro de la Araucaria Madre, un viejo espíritu del bosque. Un castigo impuesto ésta, a todos aquellos que talan o destruyen a sus hijos. “Si dañas a los hijos de la Araucaria Madre, ella castigará a su vez a los tuyos” rezaba un viejo adagio de la Gente de la Tierra y el padre de Hans, sin saberlo, había desencadenado esta terrible maldición al talar el árbol más sagrado de todos.
Luego, la extraña anciana dio media vuelta, y se retiró por donde había venido.
Meliki recordó que Daimine había vivido alguna vez en un rehue, o comunidad aborigen, y podía comprender la lengua de la Gente de la Tierra.
—¿Entendiste lo que dijo, Daimine?—preguntó el gato susurrando.
—Sí Meliki, lo he comprendido todo –respondió la gata—. Me temo que nuestro amo Hans corre una grave peligro.

Ese día Hans no comió. Había perdido el apetito y repentinamente cayó en cama. Tuvo pesadillas en las que veía grandes extensiones de bosques arrasadas por el fuego. La flora y fauna era reducida a cenizas por incendios causados intencionalmente. Centenares de bosques milenarios consumidos por las llamas. Sintió dolores en cada uno de sus huesos; el dolor del daño que, en sus sueños, provocaba el hombre a la naturaleza. Despertó agitado, llorando. Su mamá puso paños húmedos en su frente. Meliki y Daimine estaban muy tristes de ver sufrir a su amo.
—¿Sabes dónde está la Araucaria Madre?—preguntó Meliki.
—Una vez oí decir a los aborígenes que más allá del gran volcán, en las tierras altas, entre los fértiles valles de la sierra nevada, se extiende un gran bosque, en donde crecen miles de araucarias —respondió la gata—. Allí, en el centro, se encontraría la araucaria más grande y vieja de todas; la Araucaria Madre.
—Debo encontrarla Daimine, para pedirle que levante este castigo. Es la única forma de salvar a nuestro amo —maulló Meliki.
—¡Pero Meliki, es muy lejos y peligroso! ¡Por favor no vayas!—rogó la gata, visiblemente afligida. Ella había vivido sola en el bosque y conocía muy bien sus peligros. Meliki en cambio, había vivido siempre en la comodidad del hogar de los colonos.
—Tengo que hacerlo Daimine, debo salvarlo —maulló el gato, señalando a su amo, que sollozaba en brazos de mamá.
—Entonces te acompañaré, me necesitarás —pidió Daimine.
—Debes quedarte para cuidar al amo —fue la respuesta de Meliki—.Él te necesita aquí. Debo ir solo. Además, puede ser que no regrese y él estaría muy triste si nos perdiera a ambos. Se quedaría completamente solo.
La gata se puso triste.
—¡Cuídate mucho! —maulló Daimine, bajando sus orejitas y dando un cariñoso abrazo al gato.

Meliki volteó para mirar su querida casita y corrió hacia el bosque. Lo invadió una extraña sensación, mezcla de miedo y angustia. Junto al sendero habían murtas y otras frutas. Avanzó rodeando el gran lago, hasta que cayó la noche. En un tronco de roble ahuecado, encontró donde dormir. En la oscuridad del bosque, solo podía oírse el canto nocturno de grillos y tucúqueres, que son cómo búhos, pero más pequeños.
El gato ya estaba quedándose dormido, cuando vio dos brillantes ojos. Pensó que podía ser alguna fiera y se inquietó. Luego vinieron más y más, hasta que el bosque se llenó de cientos de ojos, que se movían lenta y caprichosamente en todas direcciones. Uno se acercó al tronco, donde él estaba. Meliki se adentró temeroso. Agazapado y sin entender lo que ocurría, vio como la lucecita se acercó hasta posarse dulcemente sobre su nariz; con luz propia, eran las inofensivas luciérnagas las que hacían brillar el bosque. Meliki se alegró. Nunca había visto nada igual. Salió para ver de cerca aquel hermoso y luminoso espectáculo. Jugó y bailó con ellas hasta caer dormido. A decir verdad, Meliki nunca supo si fue real o lo soñó, pero jamás pudo olvidar la magia de esos pequeños y maravillosos insectos.

Con sendos graznidos una familia de tiuques despertó de sobresalto a Meliki temprano por la mañana. Salió del tronco y estiró sus patitas junto al lago, bebió un poco de agua, antes de emprender la búsqueda del bosque de Araucarias. El volcán estaba cada vez más cerca, pero aún faltaba mucho camino por recorrer. A su paso, las lagartijas huían a ocultase haciendo crujir las hojas secas. Habría sido estupendo perseguirlas, pero esta vez no había venido al bosque a jugar. Su pobre amo estaba sufriendo, no había tiempo que perder.
El sendero hacia la Araucaria Madre lo llevó a un despejado claro, interrumpido sólo por un solitario peumo. Un zorro de cola larga le salió al paso. Meliki se detuvo. Sin maullar una palabra, retrocedió lentamente y giró para huir, pero un segundo zorro le cerró el paso. Intentó correr por la pradera, pero pronto se vio rodeado por toda una manada. No le quedó más alternativa que trepar al árbol y ponerse a salvo sobre una rama.
—¡Pero miren qué tenemos aquí! ¡Un lindo gatito! —dijo uno que parecía ser el jefe y que apoyó sus patas delanteras sobre el tronco para intimidarlo— ¿qué acaso no te dijo mami que no debías venir hasta nuestro territorio? —agregó desafiante, en medio de las risotadas de los demás zorros.
Meliki permaneció en silencio, su corazón latía fuerte. Estaba asustado. Miró abajo en todas direcciones como intentando buscar una salida, pero eran demasiados. Alcanzó a contar una docena; jamás lo conseguiría.
De pronto, desde el bosque, emergió la figura de un niño. Llevaba la cara pintada y un paño rojo amarrado en la cabeza. Tenía el cabello oscuro y liso, piel morena, y ojos pardos. Sus rasgos se asemejaban de alguna manera a la extraña machi que el día anterior los había visitado. Sin duda se trataba de un niño de la Gente de la Tierra. Con su aparición, las risas de los zorros terminaron al instante. El recién llegado les ordenó dejar en paz al gato, a lo cual los zorros obedecieron retirándose velozmente al bosque.
Meliki quedó solo frente al extraño.
Al ver al gato asustado, el rostro severo del niño esbozó una sonrisa.
—No tengas miedo gatito. No te haré daño. Soy un cazador, pero no de gatos —anunció cortésmente el extraño—. Mi abuelo me bautizó Waikimill Lanza de Oro.
—Gracias por rescatarme, señor Lanza de Oro. Me llamo Meliki —se presentó el gato, señalando la medallita que llevaba al cuello.
Lanza de Oro quedó impresionado y lo bajó del Peumo con sutileza.
—No tienes que llamarme señor, sólo soy un niño de las montañas. Ahora dime, ¿qué te ha traído por aquí Meliki?
—Verás, mi amo está muy enfermo. La maldición de la Araucaria Madre ha caído sobre él, en castigo porque su padre ha derribado araucarias. Debo encontrarla, para salvar la vida de mi amo.
—Debes saber Meliki que la naturaleza castiga a quienes no respetan nuestro árbol sagrado —sentenció Lanza de Oro, frunciendo el ceño—¿porqué arriesgar tu vida, si el espíritu del hombre blanco sólo ha venido a traer destrucción y dolor a nuestros bosques?
Meliki recordó inmediatamente las historias de Daimine, de aquellos hombres blancos del norte, que llegaban a caballo, quemando bosques y convirtiendo a la Gente de la Tierra en esclavos.
—Mi amo Hans es diferente —respondió el gato. Él y su familia buscan refugio, para trabajar y vivir en paz. Son hombres buenos, Lanza de Oro, no han venido a hacer la guerra como aquellos con lanzas y escudos.
— Bueno, supongo que han de serlo, si estás dispuesto a arriesgarte por ellos viniendo hasta acá. Eres una gato valiente, Meliki —dijo el niño, acariciando la cabecita del gato y sacando algunos trozos de pan de piñones, el fruto de las araucarias, que traía en una bolsa de cuero.
—Te ves hambriento, anda come —lo alentó amablemente Lanza de Oro.
El gato no disimuló su hambre y comió.
Lanza de Oro le contó que los piñones eran un regalo de las araucarias, los protectores de su tribu. Lo mismo que las fresas silvestres, las avellanas y la papa; todos eran regalos de la Madre Tierra. Le contó como se recogían y que ese año se habían dado especialmente grandes, de cáscara firme y dorada.
—Te llevaré hasta mi ruca, mi hogar, ahí tengo más piñones. No perderás tiempo, pues está en la dirección de la Araucaria Madre, casi al llegar al desierto volcánico, el que deberás atravesar para encontrarla.
—Entonces, ¿¡sabes dónde está la Araucaria Madre!?—preguntó Meliki, abriendo grandes ojos.
—Sí, yo te enseñaré, sígueme—respondió lanza de Oro, señalando el camino.
Lanza de Oro lo llevó hasta la aldea en que vivía su comunidad. Había un grupo de niños que jugaban un extraño juego con bastones llamado palín. Algunos perros salieron al encuentro del niño, gruñendo luego, al percatarse de la presencia del gato.

La ruca de Lanza de Oro era pequeña pero muy acogedora. Según la costumbre de su pueblo, respetuosa de los puntos cardinales, la luz del sol debía entrar por la puerta que miraba al oriente, y salir por la que miraba el poniente. En su interior había toda suerte de objetos; canastos, instrumentos, pieles, charqui y un corral. Pero sin duda, lo que más llamó la atención de Meliki, y también lo asustó muchísimo, fue un gorro de cuero con la cabeza de un temible puma que en un rincón descansaba sobre una pieles de lobo marino. Lanza de Oro le explicó que eran los atavíos de su padre, el toqui líder de la comunidad. La gente de la tierra creía que al cubrir sus cabezas con pieles de animales o tocados de plumas, adquirirían la fuerza del puma, tendrían la visión del águila, o la astucia del zorro.
—Ten Meliki. Esto puede serte útil —dijo Lanza de Oro, colgándole una bolsita de cuero en el cuello.
—¿Qué es?—preguntó el gato intrigado.
—Son polvos mágicos, si los soplas sobre alguien, se dormirá profundamente. Sólo debes echarlo sobre tu mano, y soplarlo. Después, repetir la siguiente frase:

Umaq, Umaq
Péuma, Péuma
Que la magia venga,
y de inmediato te duerma.

Meliki bajó su cabeza y Lanza de Oro colgó la bolsa con los polvos mágicos en el cuello del gato. Luego le señaló el camino que debía seguir para llegar hasta el bosque de Araucarias y le advirtió sobre las grandes águilas y cóndores que reinaban en las altas cumbres de la cordillera.
—Muchas gracias Lanza de Oro—exclamó el gato sonriente.
— Pewkayal Meliki. Hasta Pronto y mucha suerte en tu búsqueda.
Meliki se despidió contento de Lanza de Oro, era un buen niño y sería un gran amigo para su amo Hans, de hecho quizás así, él no se sentiría solo y tendría con quién jugar.
—Quizás a mi amo le gustaría jugar a ese extraño juego con bastones o jugar a ser lobos y pumas con aquellos extraños disfraces —pensó Meliki.

El camino sobre la lava petrificada, que cubría una extensa zona, era de una lentitud tortuosa. Con cada paso, la lava volcánica hacia mella en sus patitas. La última gran erupción, hace cientos de años, había acabado con la vida del entorno, transformando el paisaje drásticamente, convirtiendo lo que una vez fuera un fértil valle en un gris y rocoso desierto. A lo lejos, apenas visible, estaba el bosque de araucarias, destino final de la travesía. Sin embargo, aún era demasiado pronto para cantar victoria, porque un estremecedor graznido puso a Meliki los pelos de punta; un águila blanca venía en vuelo rasante directo hacia él. Corrió y giró justo a tiempo para esquivar sus enormes garras, pero desgraciadamente una patita se le quedó atascada entre las rocas volcánicas. El águila se elevó nuevamente y volvió al ataque. Esta vez, las garras encontraron al gato indefenso y lo levantaron por los aires con inusitada violencia.
—¡Miaaaauuu! —maulló lastimosamente, atrapado en las fuertes garras del águila.
Y aunque sintió dolores en todo el cuerpo, además de un terrible vértigo, la maravillosa experiencia de subir a las alturas y poder ver el valle desde lo alto, privilegio exclusivo de las aves, le hizo olvidar por unos instantes que había sido tomado prisionero y que corría en realidad un gran peligro.
El ave lo llevó hasta su nido, montaña arriba, donde lo soltó bruscamente. Los hambrientos pichones se pusieron a piar desesperadamente, el ruido era ensordecedor. ¡Meliki sería el banquete! Rasguñado y mal herido, recordó los polvos mágicos que traía consigo. Buscó la bolsita de cuero en su cuello, pero no la encontró; se había soltado con la caída y estaba colgando del borde del nido, casi a punto de caer. Se arrastró lastimosamente hasta dar con ella, justo cuando un doloroso picotazo a la altura del cuello lo arrastró con fuerza, de vuelta hacia el interior del nido. El águila blanca, su captor, chillaba y extendía sus alas con la mirada fija en el felino.
Rápidamente, Meliki puso polvitos en sus patas delanteras y lo sopló con fuerza. Repitió las palabras mágicas que le había enseñado el aborigen y, como por arte de magia, el águila y sus pichones cayeron profundamente dormidos ante la atónita mirada del gato.

Meliki aprovechó el efecto de los polvitos para huir rápidamente del nido. Comenzó a descender por un estrecho y peligroso sendero. El viento del norte ya soplaba fuerte, los nubarrones no tardaron en aparecer y la lluvia comenzó a caer a raudales. Con una pisada en falso, el frágil sendero cedió, y el gato resbaló. Afortunadamente, y como buen gato, reaccionó con gran agilidad, justo a tiempo para lograr sostenerse con sus garritas. A la luz de los relámpagos, colgando aferrado del despeñadero, vio la bolsita con los polvos mágicos caer al abismo junto con las rocas que se desprendieron. En medio de la tormenta, completamente empapado, consiguió vencer el vértigo y bajar a los pies de la montaña. Finalmente, lo había logrado; el bosque de araucarias se extendía frente a él, los árboles más grandes que jamás se hayan visto.

Daimine limpió con su patita la humedad del vidrio y miró por la ventana. Afuera, la lluvia no cesaba de caer. Las copas de los árboles soportaban los azotes del vendaval. Había soñado que vivía en un gran castillo, al borde de una laguna llena de sabrosos peces, tal como en los cuentos que Hans siempre solía leerle. En la casa de los colonos, la chimenea estaba encendida, su amo Hans seguía con mucha fiebre y Meliki no regresaba, no había recibido noticias de él. Se preguntó si le habría sucedido algo o si estaría en peligro. No quiso tomar su leche. Se limitó sólo a saltar a las faldas de la dueña de casa para recibir consuelo y apaciguar la angustia de una larga espera.

Lejos de allí, al interior del bosque de araucarias, las ramas de los árboles resguardaban parcialmente de la lluvia torrencial. El silbido de las ráfagas de viento era amedrentador. A duras penas, avanzando entre los gigantes del bosque, Meliki logró llegar al centro. Imponente, se alzaba allí sobre sus enormes raíces y con ramas parecían alcanzar el cielo, la araucaria más grande y vieja de todas; la Araucaria Madre.
El gato estornudo fuertemente; la incesante lluvia lo había enfermado. El árbol brillo sutilmente, sus ramas se sacudieron en algo que podía interpretarse como un largo bostezo.
—¿Quién interrumpe mi descanso?— habló el espíritu del árbol.
—Soy yo. Lo siento mucho, me llamo Meliki— respondió el gato, haciendo una reverencia al gran árbol.
—¿A qué has venido Meliki?— preguntó la Araucaria Madre, inclinando levemente sus ramas.
—He venido a suplicar para que se levante la maldición —respondió Meliki, tiritando de frío.
Hubo un largo silencio, en que el árbol pareció reflexionar.
—Durante miles de años —dijo por fin con voz serena—, hemos convivido en paz con los Hombres de la Tierra. Ellos han cuidado de mis hijos, las araucarias, y nosotros les recompensamos con nuestra protección y nuestro generoso fruto; los piñones. Hasta que un día llegó el hombre blanco a destruir el bosque. Mis sueños, pequeño Meliki, son profundos como mis raíces y extensos como mis ramas. En ellos he visto claramente un futuro dónde la tala indiscriminada de mis hijos, nos llevará a la destrucción, cientos de hectáreas serán quemadas, arrasadas por el fuego y finalmente reducidas a ceniza, destruidas para siempre. La ambición e inconsciencia del hombre blanco parece no tener límite. Lo siento pequeño Meliki. Me temo que has hecho tu viaje en vano.
—Araucaria Madre, por favor. Nos es justo, mi amo es inocente. El es un niño muy cariñoso, cuida muy bien de Daimine y de mí. Su familia es trabajadora, no conocen las leyes que rigen el bosque, pero no han venido aquí para dañarlos —dijo Meliki bajando la cabecita.
—¿Crees que es justa la depredación del bosque? ¿el sufrimiento de la madre tierra? Los viejos espíritus del bosque hablamos en su nombre y aquellos que no la respetan son castigados. Puedes retirarte Meliki —Dijo la Araucaria malhumorada, en el preciso instante en que un estremecedor trueno bramó en el cielo.
Debo salvar a mi amo. No puedo fallarle, es un buen niño —pensó Meliki.
El gato le contó entonces como Hans lo había rescatado de morir devorado por un perverso lobo, le habló de los cuidados y del cariño que de él recibía, incluso le relató uno de los cuentos que el niño le contaba; el gato con botas.
Por favor Araucaria Madre —continuó el gato en un último y desesperado intento por convencer al viejo espíritu—, si alguien debe recibir el castigo, entonces deje caer la maldición sobre mí. Pagaré con todas las vidas de gato que aún me quedan a cambio de la de mi amo. Meliki bajó la mirada, era difícil saber si lo que caía sobre sus patitas eran gotas de lluvia o las lágrimas que rodaban por sus mejillas.
—¿Estás realmente dispuesto a sacrificar tu vida por la de un humano? ¿Un hombre blanco?—preguntó el árbol, frunciendo el ceño.
—Sí, Araucaria Madre—respondió Meliki.
Hubo un largo silencio, pareció eterno.
—Muy bien, pequeño Meliki —dijo por fin la Araucaria Madre—. Tu valentía para enfrentar peligros desconocidos y tu perseverancia por lo que creíste justo, son virtudes difíciles de encontrar en estos días inciertos. El amor que has demostrado por el humano le ha salvado. Te recompensaré levantando la maldición. Vuelve a casa pequeño, quedáis perdonados. Pero recordadles siempre, que no deben destruir a mis hijos, las Araucarias. Los árboles somos fuente de vida, estamos aquí para preservar el planeta tierra, no hay otro lugar.
El brillo del árbol se apaciguó y finalmente desapareció. Meliki secó sus lágrimas y regocijado, agradeció a los pies del gran árbol el perdón concedido a su querido amo.
Era tiempo de volver a casa. La misión estaba cumplida.
Anduvo bajo la lluvia durante horas atravesando el complicado y extenso desierto volcánico, hasta que no tuvo fuerzas para seguir. La vehemencia por lograr su misión le había impedido reparar en que se encontraba herido. Pareció desfallecer. Desde un principio, sabía que el viaje sería peligroso y podía no regresar del él. Sin embargo, esto poco importaba ya para Meliki. Su amo estaría bien, había logrado salvarle y aunque no lo volvería a ver, sabía que el niño lo recordaría siempre, cada noche, en sus oraciones. Débil y herido, cayó sobre el húmedo suelo del bosque. Miró hacía el cielo y cerró lentamente sus ojos.

Hans despertó con un fuerte dolor de cabeza. No recordaba cuanto tiempo la fiebre lo había mantenido en aquél extraño trance, aunque si recordaba los cuidados de su madre refrescando su frente y alzando su cabeza para darle de beber. La lluvia había cesado y el sol volvió a aparecer. Un hermoso arcoiris surcaba el cielo, proyectando su reflejo multicolor sobre la superficie del lago, y los habituales cantos de las avecillas del bosque inundaban nuevamente la pieza del niño. A su lado, sobre la cama, estaba Daimine mirándolo con sus bonitos ojos verde esmeralda.
—Amo, ¡has sanado!—se alegró la gata, frotándose y ronroneando.
—Sí mi gata ¿porqué no está Meliki contigo?
Daimine se entristeció. Le habló del viaje del gato al centro del bosque milenario para interceder por él ante la Araucaria Madre, y salvarlo así del terrible castigo de los antiguos espíritus del bosque, viaje del cual aún no había regresado. A juzgar por la tormenta, Meliki probablemente no había logrado sobrevivir.
El niño abrazó fuerte a Daimine. Miró tristemente a la ventana. La vida no sería la misma sin el gato regalón, su amigo y compañero de juegos a quién tanto quería.

Hans salía todos los días a llamar a Meliki por los alrededores de la casa. Iba hasta el estanque y gritaba su nombre, espantando a los coipos y a los patos silvestres. Pero el gato no aparecía y el niño no se resignaba a la pérdida de su querida mascota.
Pasaron los días, hasta que una tarde, sentado a los pies del molino de agua, vio acercarse a un extraño niño con un paño rojo amarrado en la cabeza que portaba un canastito de mimbre. El extraño se acercó y dejó la canasta sobre el suelo. Para su sorpresa y júbilo, del interior salió Meliki corriendo hacia sus brazos.
—Meliki ¡Estás vivo!—exclamó feliz y asombrado a la vez—Pero, ¿qué te ha sucedido?
— Es una larga historia. Ahora quiero que conozcas a un amigo, se llama Waikimill Lanza de Oro. Todo ha sido gracias a él —respondió Meliki indicando al niño aborigen—. No solo me ayudó con su magia y me indicó el camino hasta la Araucaria Madre, sino que además me rescató en el bosque, cuando estaba rendido y a punto de morir. Curó mis heridas con hierbas de su pueblo y ahora me trajo de vuelta hasta aquí —añadió el gato.
Hans agradeció al extraño extendiendo su mano. A partir de ese día Lanza de Oro y Hans se hicieron grandes amigos. El aborigen le obsequió un extraño instrumento llamado Cullcull, una especie de cuerno que daba una señal para cuando se presentasen problemas.

Hasta entonces, los colonos Schöneheide, la familia de Hans, habían sido los únicos en habitar a la orilla del lago. Por eso, la noticia de la llegada de tres barcos desde el otro lado del mundo con nuevos compatriotas, los entusiasmó mucho, sobre todo a Hans.
El día del desembarco fueron recibidos con una gran fiesta. Celebraron con cerdo ahumado, chocrut, papas y salchichas, tal como la tradición exigía. Hubo música de acordeón, juegos tradicionales y alegres bailes durante días. Lanza de Oro también se unió a la celebración. Trajo como ofrenda y en señal de amistad de su familia, damajuanas llenas de mudái, una especie de chicha preparada especialmente por la Gente de la Tierra. Con la llegada de los nuevos colonos, pronto se formaría una pequeña comunidad, levantarían una iglesia y una escuela. Fue un verano inolvidable y Hans estaba feliz, pues tenía nuevos amigos con quienes correr y jugar. A pesar de ello Hans no dejó de lado a sus dos gatitos, por el contrario, los siguió cuidando y mimando con el mismo cariño de siempre. Cuando venían otros niños a casa, Meliki y Daimine se dejaban acariciar y ronroneaban.
Poco tiempo después llegó el primer día de clases. Mamá levantó a Hans temprano para desayunar; leche y pan con mermelada de murtilla. Meliki y Daimine estaban casi tan nerviosos como el niño, quién sin ni siquiera terminar su pan, tomó su sombrero, acarició a los gatos, le dio un beso a la mamá y salió.
—Suerte amo — le desearon contentos los gatos.
Lanza de Oro se le unió, venía recién llegando e iría con él a la escuela. Los vieron bajar y caminar felices junto a los demás amigos. Desde aquél día, Hans ya no volvió a sentirse sólo, y encontró en el aborigen a un inseparable amigo, quizás, a aquél hermano que jamás tendría.
Datos del Cuento
  • Categoría: Infantiles
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