Desde que era un niño siempre me entretuvo el sonido característico de la máquina de coser Singer que mi abuela manejaba a la perfección durante sus interminables horas de costura.

Hace días, mi hermana Dina dijo que debía tirarse el mueble por que ya no hay espacio en su casa para tenerla; sin embargo, mi esposa, quien le gusta coser, de inmediato se la solicitó y la máquina de coser de mi abuela, que mínimo tiene cincuenta años de uso –y que aún está en condiciones de seguir haciéndolo-, llegó a mi hogar.

La dichosa máquina, estuvo en un rincón “mirando” pasar el tiempo y a la espera de que alguien pudiera de nuevo usarla y darle el brío y la utilidad de que siempre “presumió” desde que salió de la fábrica hace ya algunos ayeres y lucía majestuosa.

Cuando yo tenía unos seis o siete años, mientras mi abuela Agripina cumplía su compromiso de sacar las costuras que los vecinos le mandaban hacer, pedaleando incansablemente para que la rueda girara y así poner en movimiento todo el mecanismo maravillosos para que la máquina funcionara, yo, me sentaba a un lado de dicha máquina y me entretenía mirando la banda de baqueta que pasaba una y otra vez, de hecho cientos o miles de veces por el mismo lugar, completando en cada ciclo, los zigzags necesarios para que un simple pedazo de tela se convirtiera como una cosa mágica, en un vestido, un pantalón, una blusa o lo que fuera solicitado por el cliente.

En aquellos tiempos aunque mi abuela Agripina era joven –tendría unos 55 ó máximo sesenta años-, yo la miraba como una tierna abuelita de más edad. Era la dificultad que tienen los niños para poder calcular los años de ciertas personas, sobre todo, las más allegadas.

La máquina Singer, siempre lucía limpia, impecable. Mi abuela. Recuerdo muy bien, que con sumo cuidado y amor, le dedicaba el tiempo necesario para limpiarla, aceitarla, tener los cajones en orden. Los hilos de un color en un lugar, las agujas, los repuestos de tijeras, almohadillas para los alfileres. Todo en cada cajón que le asignaba mi abuela.

Cuando la máquina estaba sin usar, que era muy raro, yo levantaba la tapa que la cubría e imaginándome que era una especie de cofre con un tesoro, con mucho cuidado la abría y sacaba de su lugar la pesada pieza Singer y me ponía a mirar con mucha atención los distintos dibujos dorados que la adornaban por el frente y por la parte de atrás.

Son dibujos muy artísticos. Una especie de viboritas doradas con ramajes extraños y bien delineados en su forma.

Siempre trataba de “poner” el hilo, pero siempre le perdía la huella a la ruta que debía seguirse para colocarse. Mi abuela era experta en eso. En segundos la armaba y cuando menos pensaba, ya estaba en acción, haciendo que surgiera de un pedazo de tela, hermosos y elegantísimos vestidos que cubrirían los célibes cuerpos de las señoritas de aquellos años.

En fin, el ver de nuevo la máquina Singer en mi casa, me hizo retroceder algunos años en el tiempo, cuando apenas era un niño y entender que aunque hoy, mi cabello ya peina algunas canas, la máquina de coser Singer sigue ahí, un poco maltratada, pero con su silencio parece decir:”…aún estoy en condiciones de dar servicio muchos años más, sólo denme la oportunidad de hacerlo…”