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La lucha de difuntos

~El pueblo debe combatir por la ley como por sus murallas.
HERÁCLITO.

 

Observó detenidamente varias veces su pierna, acercó su mano a ella; pocos minutos después recordó a la niña de diez años, que esa madrugada del 25 de Enero besó a la muerte y el modo en que logró salvarla. Creyó que era el momento de redactar una carta, quizás el lugar le daba las suficientes razones para hacerlo. La gris celda estaba más fría, como si la muerte estuviera preparando el terreno para venir por él. No recuerdo bien lo que escribió, pero aclaró que no era una venganza, sólo su indignación que había detonado. Pensó en el futuro, como antes en el pasado y volvió a pensar en la niña que salvó, de nombre Maria.
Afuera estaba nublado, como su corazón. Eran fines de Mayo de 1923; esa mañana estuvo raro, pensativo, quizás los meses de celda eran los responsables. Sintió desde la calle que alguien gritaba su nombre: “Kurt…”
Olvidó ese hecho y siguió recordando lo que realmente le importaba; pensó en Benito, el modo en que lo conoció…
Era una gris mañana la del 25 de Enero de 1923, eran las primeras horas, al menos las de Benito. Estaba oscuro, lo que indicaba que era muy temprano. No recordaba lo que había soñado, pero había soñado algo y en él estaba la sensación de querer volver al sueño (revancha), pero sabía que nada de eso sería posible. En él había una sensación de abundancia mezclada con oportunidad; no sabía lo que claramente era pero era algo. No desayunó, sólo se vistió y observó por un instante la ventana. El cielo reflejaba miradas grisáceas que le decían algo. Tomó su saco y salió a la calle. Comenzaba a fingir que no se dormía.
Caminó por cerca de media hora, atravesó una plaza (buscaba un bar abierto), dobló en la esquina y tomó la calle que daba al cementerio Tiro Federal del barrio Palermo. Siguió caminando varias cuadras hasta que llegó a un bar. Converso con el dueño, le hizo un gesto y se sentó en un rincón. El lugar estaba teñido con soledad. Mientras esperaba el café, observó en otro rincón a un hombre solitario de cabellos rubios. Sus ojos estaban tristes, como si hubieran sido apagados por la bronca, la angustia; tenía una frente ancha y un fino bigote por debajo de su nariz. Benito se levantó y se sentó junto a él. Pensó que era un extranjero que estaba solo y que había dejado su familia en el viejo continente; Benito ya había sido victima de ese mal ya que de muy niño había abandonado España y sin su familia había visitado tierras desconocidas llenas de promesas; o al menos de la esperanza que cargaban sus maletas. Saludó al hombre con gestos. Comprendió que tenía problemas con el español, pero el hombre necesitaba conversar.
Las primeras palabras del hombre rubio no causaron nada de intriga en Benito, pero sin embargo continuó la charla. Habló acerca de una fábrica de pescados, en donde a los burgueses le daban la mejor calidad y a los obreros la rezaga. En cada palabra sentía un tono de indignidad. Lo poco que Benito había escuchado le fue suficiente para comprender que ante sus ojos tenía un hombre honesto, cansado de las injusticias que se solían ver. Le habló acerca de los peones del sur. Benito no contestó, sólo lo observó; vio que había hecho una pausa cuando habló de los fusilamientos. Seguía bebiendo mientras relataba los hechos que habían sucedido en Santa Cruz o al menos los que había podido entender del diario. Benito se despidió de él y se alejó del bar.
Preguntó la hora a un hombre que portaba una caja blanca; eran cerca de las seis de la mañana. En Benito había una sensación de destino, quizás las palabras entrecortadas del alemán habían causado algo. No se había alejado más de tres cuadras del bar y decidió volver. Benito no volvió a saber por semanas del alemán. Se llamaba Kurt Gustav wilckens y se hallaba preso por la responsabilidad de la muerte de un teniente coronel. Benito comprendió que era la historia la que lo conducía a conocer los héroes y asesinos que se nutren de ella, pero el hombre con el que había hablado esa mañana no tenía aspecto de asesino. Por un instante, su cabeza quedó en frío porque sólo unas horas distanciaban al hombre que él había visto del que cargaba una muerte en sus hombros. Pensó en cómo comprendería el presente sin antes recordar el pasado.
Eran tiempos difíciles los que debía soportar el obrero. La lana había caído en cuanto a su precio. La guerra había terminado hacía dos años. En el sur más precisamente en la provincia de Santa Cruz, los trabajadores de la lana exigían mejoras en cuanto a la paga, los botiquines que resguardaban su salud tuvieran instrucciones en español ya que estaban en inglés, sin mencionar un paquete de velas por mes para iluminar las noches desérticas y frías que debían soportar para conseguir el pan para llevar a las bocas de sus familias.
Trabajar era muy duro. Eran días de dieciocho grados bajo cero en los que solamente quedaban obedecer órdenes y morderse la lengua. Algunos sufrían peor teniendo que arriar majadas, pero eso no lo era todo quizás era la mejor parte o la menos dolorosa. Las protestas aumentaban. Los trabajadores se convirtieron en huelguistas exigiendo derechos o tan sólo reclamando dignidad. Lo cierto es que el gobernador tensó las cuerdas, prohibiendo las protestas; enmudeciendo a los trabajadores. El gobernador interino en esos tiempos era Edelmiro Correa Falcón quien parecía desconocer las condiciones en que trabajaba el obrero.
En Agosto comenzaron las primeras huelgas, o quizás los juicios que tardarían en ser resueltos. Por esos años, en la Argentina gris el presidente era Yrigoyen; quizás el dueño de la república de los difuntos y los héroes sin medalla. Una Argentina con sabor a olvidó, sin memoria, la cuál se convertiría en silencio.
Hipólito Yrigoyen ordenó utilizar la caballería y la marina. Al frente de la caballería se encontraba el teniente coronel Héctor Benigno Varela. Quizás no conocía el significado de su segundo nombre. Negocio con los huelguistas y en el mes de Mayo de 1921 decidió abandonar la provincia de Santa Cruz ya que entre peones y estancieros habían construido un acuerdo. Los estancieros no tardaron en romper el acuerdo.
Eran meses de angustia, e impotencia en donde los obreros decidieron organizar una huelga, que se inició en el mes de Octubre. Los huelguistas liberaron los rehenes y huyeron hacia Río Chico, hacia la estancia de Bella Vista. Un dirigente de la rebelión, intentó negociar, de apellido Aveñado, pero fueron sus ultimas palabras antes de que su cuerpo sintiera la lluvia de plomo y su vida viajara a un lugar más justo. El teniente coronel y junto con los oficiales Anaya, Viñas Ibarra, Campos y Schweitzer los testigos de los ojos pidiendo compasión.
No existía vegetación en estas tierras. Todo no era más que una imagen desolada en donde el único ruido que existía era el del silencioso pedido de compasión que se escuchaba gatillo por gatillo.
Los huelguistas fueron cubiertos por un cielo en penumbras; un silencio que no les devolvía las vidas. Sólo ellos se preguntaban ¿En que momento del reloj ocurren los hechos? ¿Acaso se detenía el tiempo como sus vidas? ¿Eran víctimas del fugaz instante que desaparece? ¿Y las débiles agujas del reloj podían aferrarse al tiempo? Cientos de relojes fueron destruidos si la vida de los obreros se valorara por minuto. El viento soplaba aún más fuerte, como si fuera el responsable de arrastras sus vidas.
Fueron tardes muy frías las que siguieron. Parecían esconderse del calor del fuego de los cuerpos ardiendo en el petróleo de Comodoro Rivadavia. La caballería fusilaba identidad. Confiscaba vidas más que armas y caballos; liberaba muerte más que rehenes. El cielo no observaba un cuerpo fusilado en el piso, cubierto de sangre, con la mirada más inocente y victima. Él solo veía a lo lejos los cuerpos caer ante el estampido.

 

La única testigo, (que no contara su verdad) la estancia “La Anita” de Menéndez Behety; testigo de los castigos sin juicio, de las torturas sin compasión en un país donde no existía la pena de muerte. Sobre este escenario quedó el cuerpo tendido de “Facón Grande”, la miseria de los niños sin sus padres (sin futuro), y el pensamiento que en sus cabecitas pudo entrar, sin comprender el juego de los grandes y sus trampas. Las estepas quebradas se reflejaban en los ojos de los niños, en sus lágrimas de zorro corriendo por sus mejillas; alimentándose de la bronca, mientras esta invadía la escena.
Hugo Soto lograba refugiarse en Chile con otros huelguistas. Quizás era parte de los vencidos con vida. No existía la justicia en estas tierras patagónicas; que se bañaban en la soledad y la muerte; mientras el suelo se teñía y se quemaba.
El infierno era noticia en Buenos Aires, donde los sindicatos ocupaban manzanas protestando por sus hermanos. Un hombre a cientos de kilómetros derramaba sus lágrimas. Su hermano había sido asesinado en El Cañadon de la Yegua Quemada. El hombre de origen alemán cargaba en sus manos justicia, dolor y la impotencia de un pueblo.
En aquellas primeras horas de la mañana del 25 de Enero de 1923, cerca de las siete de la mañana, el cielo tenia un aspecto grisáceo como el que reflejaba la mirada del justiciero alemán que venia a tomar una vida. Varela salió de su casa, caminó un par de metros sobre la calle Fitz Roy como un día normal, sin saber que en cada paso que daba se acercaba a la muerte. En un instante y por sorpresa, el alemán emergió de las sombras con la mirada firme y angustiante. No dudó en arrojar una bomba. En su plan no se encontraba la presencia de una niña. La cubrió con su cuerpo, arrojó cinco disparos que dieron en el tirano vencedor que caía al piso, vencido. De cada herida del tirano emergía la sangre de los obreros, las cicatrices de la injusticia. El alemán vio que sus piernas estaban incapaces y tuvo que entregarse; como el tirano tuvo que entregarse a la muerte. ¿Por qué los hombres necesitan justificar la muerte con la de otros? Las balas del alemán fueron desérticas en el cuerpo del tirano vencido. El alemán fue llevado a la comisaría en donde, palabra por palabra, se considero culpable del delito de ser justo.
Meses más tarde el prisionero fue asesinado por un guardia de la cárcel Ernesto Perez Millan. En Buenos Aires se estableció un paro general, mientras un grupo de anarquistas tomaba la vida del carcelero. Él que había terminado con el justiciero de los héroes obreros. Los nombres de los héroes que en el sur habían logrado romper el silencio, algún día estarán escritos en alguna calle.
Varios meses después un muchacho tomaba un tren al sur. Se dirigía a Santa Cruz, hacia Cañada León. Viajaba hacia un rincón del olvido, un pasado latente. Caminó sobre un desierto de víctimas, solo.
Quizás la masacre que había comenzado hace un año nunca terminó porque los cuerpos siguieron siendo masacrados por el olvido.
El joven asentó las rodillas en la árida tierra y tomó una piedra. Se levantó y se dirigió hacia una cruz de madera en donde dejó caer una lágrima en la que entraron cerca de quinientos obreros y miles de victimas. El viento pasaba indiferente por el cuerpo del joven, como el frío que asentaba una mano en su hombro, consolándolo. El joven no traía flores, solo esperanza. Dejó sus zapatos gastados por las calles del barrio Palermo, su pañuelo rojo, su boina, su alma y su sentimiento sobre las rocas de las estepas. Caminó descalzo con la mirada borrada por su llanto junto con su sonrisa, observando su horizonte distante, como su corazón de los trabajadores que no estaban con vida; bajo tierra, quemados, fusilados, y olvidados; sin tumba. El joven le construyó una a cada uno de los trabajadores en su memoria.

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