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Cuenta una vieja leyenda que hace miles de años no existía la luna. Cuando los días se apagaban porque el sol se iba a descansar, las noches eran completamente oscuras y por ninguna parte se veía un resquicio de luz. Los seres humanos y los animales no acababan de acostumbrarse a esas tinieblas. El temor se apoderaba de ellos y era raro ver algún ser vivo fuera de su hogar cuando oscurecía.
En una pequeña aldea africana vivía una muchacha llamada Bamako. Era una joven preciosa y querida por todos. Siempre estaba dispuesta a ayudar a su familia y hacía todo lo que podía para que sus vecinos se llevaran bien y vivieran en paz.
A menudo, la aldea de Bamako era atacada por soldados venidos de lejanas tierras. Aprovechaban que por la noche no se veía nada para saquear todo lo que encontraban a su paso. Los habitantes tenían tanto miedo a la oscuridad que no salían de sus casas y los malvados soldados siempre conseguían robarles sus caballos y la comida de los graneros.
Una noche, el dios N´Togini se le apareció a Bamako y le habló con voz suave para no asustarla.
– Vengo a hacer un trato contigo porque sé lo mucho que amas a tu familia y a la gente de tu pueblo.
– Así es, señor – respondió la chica haciendo una pequeña reverencia de respeto.
– Mira… Sé que lo estáis pasando mal por los ataques de los soldados. Mi querido hijo Djambé vive en una gruta junto al río y siempre ha estado muy enamorado de ti. Si aceptas casarte con él, te llevará al cielo y tu precioso rostro iluminará las noches. Gracias a tu luz, ya no habrá oscuridad sobre la tierra y tus vecinos podrán defenderse de sus enemigos.
Bamako, cuyo corazón era tan grande que no le cabía en el pecho, aceptó con humildad.
– Dígame, señor… ¿Qué tengo que hacer?
– Sobre la gruta donde vive mi hijo hay una roca que asoma sobre el río. Esta noche ve allí y lánzate al agua. No temas, porque Djambé te cogerá en brazos y te subirá a lo más alto del firmamento.
Bamako no dudó en decir que sí. Pensar que podía ayudar a alejar el peligro de su pueblo le hacía mucha ilusión. Cuando el sol se puso y sólo se oía el canto de los grillos, la valiente Bamako corrió hasta la roca y se lanzó al río, cayendo en los mullidos brazos del joven Djambé. Con cuidado, el hijo del dios la llevó más arriba de las nubes y allí se quedaron a vivir para siempre.
Desde entonces, la resplandeciente cara de Bamako iluminó todas las noches del año y los habitantes ya no tuvieron miedo. Cada vez que se acercaban los soldados, les veían llegar y salían a defenderse con uñas y dientes. Con el tiempo, los ladrones dejaron de acechar la aldea y la paz regresó al pequeño pueblo.
Nadie olvidó jamás lo que Bamako hizo por ellos y se cuenta que todavía hoy en día, muchos en la aldea lanzan besos al cielo esperando que la dulce muchachita los recoja.
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