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La inconfundible historia de un viajero

~Fui un perro. Sí, un perro desamparado de los que andaban sin rumbo por las calles. Un vagabundo a quien su único recuerdo de felicidad le fue desbaratado por la misma luz que le sucedió. Desde que mi pobrecita madre me parió, fui huérfano. De todos mis hermanos fui el único que se salvó, mejor dicho el único que se quedó a sufrir, todos ellos se fueron junto a mi madre hacia el más allá, que para mí en estos momentos es el más acá. De mi padre nunca supe, los perros callejeros no necesitan ‘pedigree’, por eso el que debió ser mi padre desapareció en algún callejón quizás husmeando alguna otra perra en calor a la cual pudiera acercarse y quedarse pegado. Seguro que luego salió corriendo desesperado y quemado por el agua caliente que suelen tirarle ustedes los humanos a las parejas que delatan su pecado (¡ah naturaleza infame!).

Según pude darme cuenta al abrir los ojos (mi precocidad en este aspecto me ayudó a no morir de inanición como mis demás hermanos), el último de los que nació conmigo provocó un desgarramiento de la placenta de mi madre que le arrancó las vísceras y la debilidad con que la dejó el parto no le permitió sobrevivir. Ella sólo fue capaz de brindarme un poquito de su calor, que aproveché al máximo, y pude durante ese breve tiempo pegarme de una de sus tetas y chupar algo de leche. Fue así como pude soportar unos días hasta que un grupo de individuos borrachos y nauseabundos me encontraron, delatado por mis gemidos agudos, junto a los cadáveres de mi madre y mis hermanos, yo todavía acurrucado entre la sangre seca y los despojos. Al verme esos viles humanos (perdónenme ustedes pero casi siempre he tenido que llamarles así), se sorprendieron de que aún estuviera vivo. Uno de ellos, no se porque motivo, me cargó en su mano hasta que salimos del callejón. Pensándolo bien, creo saber porque lo hizo, fue para llevarme a la claridad y en la lumbre de una bombilla ver como volaba mi desnutrido cuerpo cuando una de sus patadas impactaba sobre mi anatomía que traslucía costillitas endebles.

Esa fue mi bienvenida al mundo, que para ser honestos debí llamarle ‘malvenida’. Con todo y la fortaleza de la patada caí revolcándome en la otra acera y no sufrí ni un sólo rasguño. Aprendí, no sólo por instinto sino también por definición, que desde que cayera al suelo tenía que correr hacia algún lado hasta que pudiera. Aquella noche jadeando de cansancio y sobre todo de hambre llegué a parar al frente de una casucha que parecía abandonada, allí me detuve y entré sin vacilar porque hasta ese momento mi ingenuidad me guiaba por sendero seguro. Entré a la casucha a través de unas tablas que estaban separadas y logré pasar la noche; el frío, la soledad, el hambre eran el presagio de lo que iba a ser el transcurso de mi vida. Si hubiera vislumbrado en aquél momento mi destino, a lo mejor no habría corrido despavorido hasta la casucha sino que le habría dado el gusto al borracho para que siguiera practicando su maldad conmigo y quizás un bien habría hecho en mi diminuto tránsito por la vida al ser objeto de desahogo de un humano desgraciado, pero no, el piso de cemento, el techo desvencijado con planchas de zinc faltantes, y varios ratones que también amenazaron mi corta existencia fueron mi compañía aquella noche. No pude dormir. Una pandilla de ratones quería hacer fiesta conmigo; primero vino uno y me pasó por el frente como para que notara su presencia, se detuvo un instante y percibió de inmediato que podía ser presa fácil para él y sus secuaces, creo que no pensó nunca en atacarme solo, porque su tamaño no le permitía hacerme frente, estaba como quien dice recién nacido pero aún así era más grande que él; oí sus grititos cuando se alejó y oí también el de otros ratones. Parece que no estaban muy lejos porque no había empezado a dormir cuando una mordida en el rabo me espantó y salté del frío suelo sobresaltado. La única claridad que entraba era la luz de las estrellas que iluminaban como pocas veces recuerdo; mi reacción fue la de huir pero estaba rodeado por un grupo que me quería devorar y no sabía por donde irme. Creía que los ratones caminaban en dos patas porque se veían cada vez más imponentes. Ya estaban sus bigotes pegados a mis pelos cuando de mi boca surgió un sonido que retumbó en el eco del silencio, ése fue mi primer ladrido. Lo recuerdo perfectamente porque a pesar de que fue una especie de zumbido comparado con los que pude dar después fue uno de los más importantes ya que espanté los ratones y descubrí que ladrar era una de mis mejores defensas: asustaba, allantaba, baladroneaba, aunque no mordía.

Al día siguiente, el sol estaba a punto de achicharrarme porque no tenía fuerzas para moverme. Mi flaco cuerpo no encontraba forma de extender las patas y trasladar de un lado a otro mis entrañas vacías, pero aunque parezca contradictorio no hay fuerza más grande que la que da el hambre. Mi olfato fue lo único que nunca me falló, y nosotros los perros sabemos que somos perros porque nuestro olfato nos lo enseña, el primer olor que reconocemos es el de la comida, el segundo el de una perra en celo. Guiado por él, a menos de una cuadra de la casucha que parecía abandonada encontré un hueso viejo, usado, que parecía haber sido lambido y masticado por ciento doce perros antes que yo; mis dientes que todavía no se habían formado completamente, no estaban en condiciones de roer alimentos sólidos, pero eso no fue óbice para que encontrara en aquel hueso un manjar apetitoso que me ayudó a sustentarme por lo menos hasta que encontrara algo mejor.

Cualquiera pensaría que era un predestinado, quizás alguien que cambiaría el mundo por medio de la liberación de los perros o algo así, pero no, como dije al principio, fui siempre un perro callejero, un perro huevero, como acostumbran a decir, un perro que en verdad sobrevivió a todo y a todos mientras pudo. Aprendí de inmediato a buscar comida entre los zafacones. Cuando no era lo suficientemente grande para voltear la basura, me iba detrás de otros perros que ya tenían experiencia y dejaban atrás una que otra sobra, imagínense ustedes, sobra de sobras. De tanto andar persiguiendo otros caninos andantes me di a conocer entre los demás compañeros del ramo. Seis o siete de ellos me esperaban en una esquina para iniciar nuestra ruta matutina que se extendía todo el día. Caminábamos entre callejones, charcos sucios, basureros. Nos turnábamos al frente de algún colmadito esperando a que el muchacho que atendía tirara a la calle un pedazo de salami,- han de adivinar que me refiero al fondito del salami-, el perro que tenía la suerte de ‘fildearlo’ huía de los demás tratando de disfrutarlo el solo, pero los otros al ver la acción iban tras de él con tal agilidad que podían ganar a cualquier galgo. Si era un perro novato como lo era yo al principio, se rendía y dejaba que los más audaces se llevaran el trofeo.

No recuerdo cual fue el primero que en esas circunstancias desarrolló la habilidad de ir corriendo y al mismo tiempo comerse el salami con todo y envoltura. Cuando era alcanzado por los demás se detenía y sacaba de la boca la envoltura masticada pero sin un pedacito del suculento manjar dejando a los otros exhaustos de haber corrido tanto y con la boca hecha agua del hambre insatisfecha.

Así pasé muchos días, quizás años. Creo que por eso es que ustedes dicen que un año de perro equivale a ocho de un humano y deben tener razón porque cada vez que amanecía y me daba el sol en la cara, levantarme era tan pesado como alzar un elefante y un sólo día valía no por ocho sino por cuarenta. A veces me quedaba acostado mirando el inhóspito mundo que me rodeaba, desde el suelo con dos patas apoyando mi cabeza veía con mis ojos color café y las pupilas retraídas que no sólo yo sufría de una permanencia injusta en la vida sino que frecuentemente a mi lado algunos humanos indigentes se refugiaban junto a mí, probablemente buscando lo mismo que buscaba yo: el calor que se encontraba en la lumbre de un hogar o de una amorosa familia.
La pericia y la experiencia me indicaron que la forma más segura de encontrar comida para perros de mi condición era husmear entre los puestos de frituras, pasear pacientemente alrededor de los clientes y aparentar aún más triste para incitar su pena. Debo advertir sí, que hay personas que proceden de acuerdo a las circunstancias o a veces peor, porque por ejemplo, me pasó que el mismo cliente que me había brindado huesos de pollo un día antes, al otro día hizo lo contrario y estalló en risa junto a unos amigos al verme corriendo despavorido, gritando desesperado pues antes de esparcir en el suelo las sobras, él había insertado sin que me diera cuenta, un hueso en la candela que atizaba el caldero de freír. No me pregunten como apacigüé mi boca y mi lengua, pues por ser ustedes humanos pagan justos por pecadores (y no quiero que se burlen de nuevo) pero después de ese episodio cada vez que alguien tiraba un hueso, pedacito de carne de res, cerdo, bofe, morcilla, empanadita, yuca encebollada, o guineitos, antes de recogerlo, miraba cual era la actitud de ese cliente y corría a un rincón para que por lo menos no tuviera el chance de mofarse de mi humillación.

Persiguiendo una perrita en calor, en fila detrás de otros desafortunados que motivados por el afrodisíaco olor que expelen las damas caninas cruzaban desiertos a pie, llegué a parar a una fritura de autopista. Para serles sincero, después de tan larga travesía desistí de encastarme porque como les dije: no hay fuerza más poderosa que el hambre. Mi instinto me guió a un lugar donde los clientes no cesaban de llegar. La comida allí era exquisita y aquél día fue tanto lo que comí que por primera vez en mi vida me sentí satisfecho. Mi estómago nunca había estado con esa sensación de llenura que embobecía y, con la panza llena, lo que me faltaba era dormir, pero, el ruido de los carros pasando a velocidades espantosas al cual no estaba acostumbrado, no me dejaba. La autopista era inmensa con inexistentes momentos de tranquilidad y atravesarla debía ser una aventura, haber llegado a ese lugar sólo podía ser causa del fortuito destino de un vagabundo que nada tiene planificado, o quizás por el trazado regido por alguien que sí sabe lo que pasará, pero ciertamente, no podría hacer un mapa con la ruta de mi travesía.

A lo largo de la autopista se divisaban árboles que bordeaban el camino en ese tramo de manera geométrica, parecía obra de ustedes los humanos como para burlarse de la naturaleza que indefensa veía como en las montañas habían sustituido el verde frondoso por el marrón pálido que denotaba su pelada superficie. Todavía no había pegado un ojo cuando el cielo empezó a correr el telón de la noche, eso hizo que los faroles de los carros parecieran luciérnagas fugaces que pensaban que el mundo se acabaría si andaban despacio. De pronto, el mismo olor canino que perseguí para llegar al paraíso de las comidas, volvió a humedecer mis labios. Esta vez, con mis fuerzas totalmente recuperadas, me hice presa del instinto y mi olfato varonil. Atravesando la autopista dos ojos fulgurantes me clavaban. La iluminación que provocaban los raudos vehículos me permitió observar al amor de mi vida, sola e implorante. La vi que jadeaba y su lengua salía dócilmente de su boca con una mezcla de sensualidad y hambre. Sé que ella estaba ansiosa de cruzar hacía donde mí, motivada probablemente por lo mismo que yo cuando llegue o quizas porque con la panza llena era más atractivo, pero no se atrevía a cruzar la peligrosa autopista. Pensé que mi felicidad sería total cuando finalmente pudiera ensartarme en ella por lo que, hipnotizado, intenté cruzar la carretera para llegar hasta el otro lado. La claridad con que vi su hermosura fue breve pero eterna, porque esa misma luz que provocó esa claridad me trajo donde estoy ahora.

Los humanos podrían preguntarse si aquí estoy mejor y sólo puedo decirles que ustedes mismos lo descubrirán tarde o temprano aunque no sean vagabundos ni atorrantes. Allá todavía estoy hinchado, hediondo y nadie ha recogido mi cuerpo que se pudrirá en medio de la carretera. Aquí, por lo menos, tengo el privilegio de que uno de ustedes quiso escribir mi historia.

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