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La bruja de los corotos

Una antigua y conocida barriada en medio de una populosa ciudad, hace algunas semanas recibió impersonal y silente a sus miembros más recientes, los cuales se incorporan a la vida cotidiana del lugar formando parte ahora de su paisaje humano. En sus estrechas calles de cemento y piedra, en el largo callejón con salida a la plaza, en medio de dos viejas casas; una de largos ventanales de madera barnizada con pulcras paredes blancas, y otra de pálidos ladrillos rojos agotados por los años y la lluvia, resguardada entre grises y gruesas rejas, está el hogar de Juan, un niño que a sus ocho años, piensa en la gran aventura que tiene en este momento su vida; tiene una casa nueva, y mejor aún, duerme en su propia habitación; ya dejó atrás el cuarto común que compartía con sus hermanos mayores. La estrenada casa de su familia es más amplia que la anterior; ahora cada miembro tiene su espacio privado, su dominio físico personal, con una propiedad mágica que arregla el desorden de ropa, juguetes y cuadernos regados, además de encontrar las medias dispersas por los puntos cardinales de la habitación; pero no se trata de un duende, sino de su madre, que aun lucha contra el caos que se desata cuando regresan de la escuela sus hijos. Pero no todo es positivo para Juan, aun teme dormir con la luz de su habitación apagada; es fácil creer a su edad en peligros que no se pueden ver; aún hay mucho por descubrir en el mundo y cosas nuevas por conocer, como para creer que las brujas no vuelan, que el Silbón no silva, o que la llorona no llora. Lo cotidiano es el descubrimiento y el asombro lo habitual, y eso incluye las cosas que causan miedo; el natural temor a lo desconocido.

Pero el terror también puede ocurrir en plena luz del día en el callejón de la casa de Juan. Cada sábado en la mañana puntualmente, Juan recuerda las palabras que aquel día de lluvia y extenuación le dijo su madre, cansada de llevar sobre sus hombros la milagrosa propiedad de restaurar el orden de su habitación, con tono amenazante: “Si no limpias la habitación, la Bruja de los Corotos te llevará consigo”. En la mente de Juan se dibuja la imagen de la jorobada mujer, cubierta de objetos de todo tipo y tamaño; peluches sin ojos, cabezas de muñecas sonrientes, almohadas curtidas por el sucio, collares de grandes piedras, y un rostro delgado de facciones angulosas, donde figuraban entre las múltiples arrugas, unos grandes ojos grises y profundos. El callejón enmudecía del habitual bullicio de los niños que jugaban en la calle; el camino solitario dejaba paso abierto al misterioso personaje, que avanzaba lentamente a cada paso, con el sonido del bastón que los precedía, envuelto de lazos o tiras de tela y cuero, cual báculo místico, que guía su trayecto. La Bruja de los Corotos se detiene ante cualquier montículo de objetos acumulados en el callejón, remueve las cosas tiradas con su bastón mientras mira fijamente; al encontrar algo de su interés, lo mete en el gran saco que cuelga en su jorobada espalda. Los vecinos, cual ofrenda sagrada a un ente sobrenatural, dejaban sus cosas más viejas y dañadas al lado de sus puertas. Los niños aterrados, sólo miraban de reojo a través de las rendijas de las ventanas. 

Aquella mañana del día sábado, la madre de Juan no había dejado nada al frente de su casa. Juan estaba preocupado: ¿Será que al ver que no le dieron su ofrenda, la Bruja de los Corotos lo buscaría en la noche para llevárselo? ¿Será que todo esto era un castigo de su madre por no haber ordenado el dormitorio ese día? Presuroso, Juan corre a su habitación y jadeante mira de un extremo a otro del cuarto, buscando desesperadamente una improvisada ofrenda que pudiera salvarle de un fatídico destino; se lanza sobre un amasijo de juguetes y ropa acumulados cerca de la cama, hurga ansiosamente entre sus cosas, y finalmente encuentra algo que le parece lo indicado para salir del contratiempo. Corre hasta la puerta principal de madera de su casa, la abre rápidamente con el fin de depositar en el suelo la correspondiente ofrenda, pero se percata de que las rejas externas tienen cerrojo; corre nuevamente a buscar la llave, pero no la consigue en la mesa de la Sala donde suele estar. Se abstiene de preguntarle a su madre que se encuentra ocupada en la cocina, por temor a que descubra sus intenciones y se niegue a ello; su padre tampoco es una opción, porque no se encuentra en casa, había salido temprano con sus hermanos. Deduce que la solución es meter su brazo entre las barras de la reja para dejar el objeto en el suelo frente a la puerta, por lo que se agalla y con gran dificultad logra meter la ofrenda entre las barras y sacar su brazo a la calle, pero para su gran sorpresa, frente a su casa y mirándolo fijamente con sus grises ojos, estaba la Bruja de los Corotos. “No me lleve consigo que aquí le traje lo mejor que tengo para usted” dijo con voz temerosa Juan, mientras metía nuevamente el brazo dentro de la reja. La Bruja de los Corotos dirigió entonces su mirada al suelo para ver lo dejado por Juan, abriendo enormemente sus pupilas en señal de agrado por lo que vio; estiró su delgado brazo hacia el suelo, y tomando con su huesuda mano la ofrenda, la metió rápidamente en su saco. Luego siguió su lenta marcha hasta perderse de vista al salir del callejón.

Pasaron 20 años desde aquel encuentro de Juan con la Bruja de los Corotos. En las preocupaciones mundanas de Juan existía poco espacio para lo sobrenatural. En el mundo adulto son mas temibles los vivos que los muertos; los hombres que los monstruos. Para Juan resulta mejor dormir con la luz apagada, para no incrementar inútilmente el costo de la energía eléctrica; los peligros en su mayoría le eran conocidos. Ahora Juan debía preocuparse por ordenar su escritorio de trabajo en vez de su habitación, porque su madre se había quedado en casa, y estaba seguro que su jefe no estaba dispuesto a hacerlo por él. Juan debía atender las quejas de los demás, y no las propias frente a sus padres; trabajaba en una oficina de atención al cliente. Él era el rostro visible de una empresa de servicios eléctricos, donde los problemas de todos eran su problema. 

Cierto día a su oficina se presentó un cliente llamado Jorge para formalizar una queja; otra más en la interminable oleada de problemas cotidianos; nada asombroso, nada extraordinario, sólo otro problema. La queja del señor consistía en una irregularidad del sistema eléctrico que le había dañado un objeto muy preciado para él. Antes de terminar su exposición el reclamante, Juan como acto reflejo respondió la frase que se sabía de memoria: “La empresa no se hace responsable por objetos dañados, está en su contrato de servicio”. El cliente Jorge incomodado le contestó que conocía bien esa circunstancia, pero que aún así formalizaba la queja, a pesar que no tuviera resultados prácticos, ya que consideraba que era su deber, y entonces sentir que algo hizo ante la pérdida, para drenar un poco su molestia. Al lado de Jorge estaba una caja de embalaje con el objeto dañado dentro, la levantó y la puso sobre el escritorio de Juan; éste le pidió que la retirada inmediatamente porque le podía desorganizar su espacio de trabajo, pero Jorge respondió que era sólo un instante, y seguidamente sacó del embalaje una pequeña caja musical eléctrica quemada. Al mirarla momentáneamente sin mucho interés, repentinamente a Juan le pareció familiar; le pidió a Jorge que se la entregara en sus manos para observarla con detalle, y escudriñándola minuciosamente se dio cuenta que había sido suya, era el objeto que le había ofrecido en ofrenda a la Bruja de los Corotos. Juan preguntó a Jorge donde había obtenido dicha caja, y éste le respondió que era un preciado regalo de su abuela, que había muerto hacía varios años atrás, la cual, a pesar de su enfermedad mental, y que vivía prácticamente en la indigencia, en varias ocasiones se las arregló para ayudarlo de niño mientras crecía en la pobreza. Esa caja de música era el mejor regalo que había recibido en su niñez, ya que era el único que funcionaba y no estaba roto; pero ahora lo estaba por culpa del mal servicio de la empresa. Sorprendido por tan inusual coincidencia, Juan le expresó que conoció de niño a su abuela; y por ello le ofrecía pagarle el costo de la reparación personalmente, porque la empresa no lo haría. Jorge no aceptó, y sonriente le respondió a Juan: “Los recuerdos sobre las personas que se han ido son más importantes que los objetos que ellos nos dejan. Conocer a alguien que recuerde a mi abuela, y comprenda el valor de mis recuerdos, me resulta la mejor indemnización posible”. Desde ese día en los recuerdos de Juan dejó de existir la Bruja de los Corotos, quedando ahora la Abuela de Jorge, la que supo dejar recuerdos amables en su ser más querido.

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