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La Encantada

La Encantada es un pueblo perdido, espectral, no figura en ningún mapa que se precie de tal. Fue llamado así en recuerdo a la mujer de Don Crescencio Mondana que - según dicen los corrillos pueblerinos - se fue tras un mercachifle turco, de los muchos que pasaban por los pueblos ofreciendo sus innumerables mercancías. Cuentan también que el susodicho poseía virtudes de encantamiento, de las que – impunemente- se servía para embrujar a las señoras. Que tenía unos ojos de almendras brillantes y un par de cejas tupidas que los enmarcaban en movimientos ondulantes. Que su pelo era renegrido y que en los días de verano podía vérsele en el arroyo, desnudo, en el disfrute de la frescura de las aguas a la sombra de los sauces.
Que así lo vio por primera vez la mujer de Don Crescencio y que él le sonrió y le tendió las manos, invitándola a acompañarlo. Ella quedó embelesada por ese hombre al que le costaba entender. El le enseñó esa tarde a disfrutar del arroyo, como un anticipo de otros disfrutes que le enseñaría en otras tardes. Ella – que no conocía otras manos que las de Don Crescencio – fue tocada por sus manos mientras la ayudaba a sacarse la ropa. Ella que ni siquiera se acordaba de su propio nombre, pues sólo escuchaba el ¡Mujer, cocíname!, ¡Mujer acuéstate!, ¡Mujer levántate!, fue bautizada esa tarde. El la llamó Marina.
Ella, que ni nombre tenía, ese día se prometió que habría otras tardes en ese arroyo y en otros arroyos, y en otros campos.
Habrá sido por esa promesa que un día no se la vio más. Don Crescencio contó que la mujer había sido encantada por una luz mala mientras paseaba una noche cerrada por aquellos campos desolados y que la vio por ultima vez correr envuelta en esa luz.
Cierta gente sonrió al escuchar este cuento, ya se imaginaban a la mujer gozando con su turquito. Otros pensaron con resignación que el mismo Don Crescencio la había matado al descubrirla in fraganti.
Fuera como fuere, lo cierto es que se la buscó por muchos días con sus noches hasta que se la dio por perdida, se consoló al viudo apoyando la versión de que la luz mala la devolvería en forma de espectro si no se le daba un funeral digno de su clase.
Para esto se necesitó, en ausencia de cuerpo que velar, la autorización del Señor Obispo, quien a su vez informó que el funeral requería de una dispensa papal, la que de inmediato se gestionó. La burocracia religiosa puede llegar a ser tan perversa como la administrativa. La dispensa llegó tres años después, cuando ya Don Crescencio había encontrado oportuno consuelo en Doña Alba, y el único efecto del funeral fue permitir que la pareja regularizara su situación de ilegítimo concúbito, celebrando sus bodas dos días después.
En cuanto a la mujer, algunos años después alguien dijo haberla visto, no como espectro, sino de cuerpo presente y alegremente instalada en un bazar de Buenos Aires, feliz y enamorada de su mercachifle turco. Nadie pudo comprobar esta versión, pero las mujeres del pueblo comenzaron a hablar de ella con una admiración, que aún después de más de cien años, se conservaba intacta.
Muchos sueños habían sido soñados por mujeres deseosas de encontrar a su mercachifle turco. Lamentablemente, en las postrimerías del siglo veinte ya no abundaban. Sin embargo, ninguna se resignaba, y seguían esperándolo con toda la fuerza de sus ansias.
La historia de La Encantada era uno de los motivos por los que amaba a este pueblo polvoriento, feo y sin ningún atractivo; pero que – desde su nombre - rendía homenaje al impulso vital de una mujer.
Mi familia tenía una casa, ubicada a cinco kilómetros del pueblo, en medio de la soledad del campo. Allí las noches eran más noches, las estrellas más estrellas, los silencios inundaban el alma y los sonidos la escalofriaban.
Conservaba de esa casa mis mejores recuerdos, amén de un sinfín de amigos hechos en tardes de arroyo en los veranos y de caminatas en los inviernos. La Encantada correspondía a ese amor. Nunca nos dio sinsabores, brindando siempre hospitalidad y regocijos.
En el verano de 1999 invité a una amiga. Aceptó con entusiasmo acompañarme a un lugar que, si no bello, al menos de ensueño en mis memorias, y atractivo por mis relatos.
No resultaba fácil llegar a La Encantada. Era necesario viajar en tren hasta el pueblo cercano, y desde allí arreglárselas de alguna manera, automóvil, sulki o caminando, para recorrer los veinte kilómetros que la separaban de aquél.
Habíamos quedado en que mi padre nos iría a recibir, pero el tren se retrasó dos horas y cuando llegamos ya no estaba.
Intentamos tomar un coche de alquiler, imposible: el único existente ya había sido contratado.
En su lugar encontramos a Martín, uno de los pocos productores que había decidido quedarse en La Encantada.
Sin haber sido su amiga, lo conocía desde chica. Estaba delgado, desgarbado, el pelo ralo y rubio entrecano, y lucía un bigote finito también rubio entrecano. El cutis blanco que le imponían sus genes europeos había quedado convertido en una suerte de cuero apergaminado; en sus manos, además, se notaban las marcas del trabajo duro. No obstante, seguía muy parecido a como era cuando chico. De pocas palabras y con un aire severo que le daba la costumbre de fruncir el ceño frente al sol. Nos invitó a subir a su auto. Alejandra se ubicó en el asiento trasero, abrió un libro y se puso a leer. Yo me ubiqué en el asiento delantero, tratando de iniciar alguna charla que demostrara agradecimiento por los veinte kilómetros de marcha que su amabilidad nos ahorraba.
Comenzó a contarme que tenía una chacra donde explotaba, principalmente, un criadero de pollos. Inmediatamente, entusiasmado, nos invitó a conocerla. Sin esperar ninguna respuesta, viró en U y enfiló para su chacra.
Alejandra, sin demostrar ninguna sorpresa por la brusca maniobra, siguió leyendo, como si fuera natural en aquella desolación, a la hora de la siesta, que un ignoto chacarero y dos citadinas viajaran en un vetusto Ford Falcon blanco efectuando esos virajes.
Realizada la maniobra, Martín puso cuarta, apretó el acelerador y mirándome de frente, me dijo: - Te voy a morder la boca!.
Quedé alelada. Sólo atiné a mirar a Alejandra, que seguía tan absorta en su libro. Resultaba imposible que no lo hubiera escuchado.
Martín continuó: – Ahora, cuando lleguemos a la chacra, te muerdo toda la boca.
Había que verle el gesto, los ojos brillosos. Yo seguía en silencio, alelada, sorprendida, no atinaba a reaccionar.
En un segundo pensé: El viejo ya estuvo contándole a éste que acabo de separarme de mi marido, y como todo macho cree que estoy de oferta. O se notará demasiado mi necesidad de hombre? O querrá emular – en sentido inverso – la historia del mercachifle turco? O todo eso junto?
Este pensamiento me produjo unas ganas irrefrenables de soltar una carcajada. Me contuve. Sólo vislumbré una sonrisa, que – afortunadamente - Martín ni siquiera notó, ensimismado como estaba pensando cómo me iba a morder la boca.
Entretanto llegamos a la chacra. Alejandra no había abandonado su lectura, Martín ya había bajado del auto, y me hacía señas para que entrara al criadero de pollos.
Sacudí a Alejandra, le ordené bajar conmigo. No entendía nada, pero me obedeció. Entramos. Se trataba de un galpón más largo que ancho, dividido en compartimientos donde se veían distintos tamaños de pollos.
Qué hago acá?, viendo cómo crecen unos pollos cuyo único destino es que me los sirvan en la mesa, bien horneados, acompañada por un hombre que no conozco, no entiendo y no sé qué le pasa. Todo lo que pretendía eran unos días de saludable tranquilidad. En cambio, aquí me hallo, escuchando cómo funciona una incubadora de huevos de pollos doble pechuga.
En ese momento, Martín me arrinconó. Apretó su cuerpo contra el mío, tratando de besarme, intentó meter su mano áspera por debajo de mi remera. Esa mano me produjo un escalofrío de excitación al mismo tiempo que una sensación de profundo desagrado.
Traté de sacármelo de encima, de voltear la cabeza, de escaparme, de empujarlo.
Sin embargo, la situación me parecía tan graciosa, que no podía demostrar indignación ni tan siquiera un enojo, aunque fuera chiquito como para que Martín cesara en su empeño.
(Henos aquí dos cuarentones desesperados por la vida que nos ha tocado, qué le habrá pasado a éste para que se comporte así?)
La incubadora, que se hallaba montada sobre ruedas, comenzó a desplazarse hacia atrás, una de sus ruedas se enganchó en el piso, y toda ella, con sus huevos incluidos, fue a dar al suelo.
El ruido hizo despertar a mi amiga, quien recién en ese instante, se desayunó de lo que estaba pasando.
Casi me caigo al piso, pero logré mantenerme en pie y correr hacia la salida. Atrás Alejandra, atrás Martín. Mientras tanto le gritaba: - Martín, dejate de joder, y llevanos a casa. No pude contenerme. Empecé a reírme a carcajadas.
No sé si fueron mis carcajadas, o los huevos destrozados, pero súbitamente Martín abrió el baúl del auto, arrojó nuestros bolsos, subió al auto, y lo puso en marcha mientras nos gritaba:
– No querés nada, ¡ahora te vas caminando a tu casa!. Y dicho esto salió a la misma velocidad a la que habíamos llegado.
Eran las tres de la tarde, de una tarde de verano, en un lugar de clima mediterráneo. Hacía un calor de los mil demonios, y estábamos a diez kilómetros de casa. No teníamos ni siquiera un mísero sombrero para protegernos de un sol abrasante. Alejandra estaba feliz porque no se había llevado su libro. Yo alcancé a tomar una piedra y lanzársela. Le di en el baúl, (poco le debe haber importado, dado el estado del auto).
Por suerte, llevaba mi teléfono celular. Llamaría a mi padre para que nos viniera a buscar. Ahí recordé que no tenía mi agenda, y que jamás había aprendido de memoria el número del celular de mi padre. Los celulares y yo jamás nos hemos llevado bien.
Deberíamos caminar hasta el pueblo, allí buscaríamos algún vecino que tuviera el número y lo llamaríamos.
Afortunadamente, conocía tan bien estos lugares que inmediatamente ubiqué un sendero por donde el camino era más corto. Caminamos algo así como tres kilómetros o dicho de otro modo, una hora bajo el sol. Estábamos empapadas de sudor, cansadas, polvorientas y sedientas.
Al cabo de esa hora, comenzaron a aparecer los primeros caseríos, y – por suerte – un comercio abierto: una verdulería.
Entramos. Salió a nuestro encuentro un morocho alto, buen mozo, con un pelo ensortijado y sucio, unas manos grandes y sucias, y un delantal que alguna vez había sido blanco y ahora era sucio. (Qué fuerte que está el negro, pensé).
No lo conocía. Pero – dando por sentado que él sí me conocía a mí -, le pregunté si tenía el número telefónico de mi padre.
Con una sonrisa que mostraba unos maravillosos dientes limpios, (qué dientes, qué manos!!) me dijo que sí (lo que confirmó que me conocía y que yo no tenía la menor idea de quién era), y se puso a buscarlo en un cuadernito rotoso, mientras me decía - como para asegurarse: - Vos sos la hija del croto?.
Estoy acostumbrada a que mi padre reciba los más variados calificativos. Hay gente que lo ama, gente que lo odia, para algunos es un señor educado, para otros un bruto, gritón y calentón. De ninguna manera me sorprendió el calificativo.
Menos mal que el morocho sucio buen mozo, continuó: el que junta los cartones en las vías del ferrocarril?
Que califiquen de croto a mi padre no me sorprende, pero de ninguna manera mi padre junta cartones en ningún lado.
-No. , le dije.
-Cómo tu padre no es López?.
-No, mi padre es Strómboli.
- Ah, no, no trabajo con turistas y no tengo sus teléfonos, me contestó, guardando su carpetita sucia.
Esta respuesta me confirmó dos cosas. Primero, que conocía muy bien a mi padre, y segundo que, por alguna razón que yo desconocía, mi padre no le gustaba.
Pero lo que más me enojó y sublevó fue que lo llamara turista. Era injusto que nos calificaran de turistas a nosotros que hacía más de cuarenta años que estábamos unidos a La Encantada. Si bien jamás nadie en mi familia había sentado su domicilio aquí, siempre habíamos estado ocupados de los problemas del pueblo. Mi abuelo asistía regularmente a las reuniones de la Cooperativa, éramos socios de la biblioteca popular, participábamos de todos los acontecimientos importantes.
- La familia Strómboli no es turista, le dije.
El morocho alto no se molestó en responderme, se encogió de hombros al par que salía al encuentro de un joven que entraba en ese momento al local.
Ambos pasaron a la trastienda separada por una cortina de tiras plásticas de colores. Al través pude ver cómo se sentaban en unos cajones de fruta, convenientemente preparados para cumplir la función de banquetas.
Mientras tanto Alejandra se había acomodado sobre el alféizar de la vidriera y continuaba su lectura. (Qué mina ésta. Pensará pasarse todo el mes leyendo?).
No tenía ninguna intención de moverme de allí. Hacía calor. Estaba sucia de polvo y sudada.
Me acerqué a la cortina y le pregunté a mi anfitrión si me facilitaba el número del hotel (allí me darían el número de mi padre).
Con desgano me lo cantó desde la trastienda, y con una seña me ofreció su aparato telefónico. (Al menos tuvo un gesto fraterno). Se trataba de un aparato enorme, de un metal desconocido, color plomo, algo rarísimo y feo, muy feo, más parecía un tanque de guerra que un teléfono. En la era de los digitales, éste todavía poseía disco, y había que girarlo de vuelta, porque su mecanismo se hallaba falseado.
En ese momento ingresaron dos personas más - mujer y hombre - y se dirigieron a la trastienda. Se acomodaron sobre los cajones de manzana.

A pesar de todo lo que nos había pasado, a pesar de Martín, a pesar de Alejandra y su insistencia en la lectura, a pesar de la caminata y del calor, y de que estaba sudada, y del morocho mal educado, repentinamente me di cuenta de que estaba contenta.
¡El morocho maleducado! Esa era la respuesta. Había hecho ochocientos kilómetros en tren, había soportado a Martín y su criadero de pollos, el sol y el polvo de los tres kilómetros, el libro insistente de Alejandra. Para llegar hasta aquí.
De golpe los cuarenta años en que mi familia había mantenido esa casa en La Encantada adquirieron su sentido final.

Así fue como en el verano de 1999 encontré a mi mercachifle turco casi sin que nadie se diera cuenta. Alejandra siguió leyendo su libro, mi padre cuidando nuestra casa, Martín criando sus pollos y los amigos del Negro conversando en la trastienda, sin notar su ausencia.
Nosotros, en cambio, gozamos serenamente de la frescura del arroyo, cobijados bajo el calorcito del sol que se filtraba por entre el follaje de los sauces, acunados por el tintinear del agua entre las piedras.

Hoy se dice en Buenos Aires que me han visto feliz y sonriente en la trastienda de una verdulería de un pueblo ignoto y polvoriento, pero eso nadie se anima a asegurarlo porque tienen miedo de que sus mujeres agoten los pasajes de tren.
Datos del Cuento
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