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La Batalla del Valle de la Muerte

Por fin había llegado el primer día de la primavera, todos los años desde hacía más de cuarenta el pueblo de Ergón se reunía en el valle de Ortero, aunque todos lo conocían como el
valle de la muerte, para conmemorar la batalla que les libró del yugo
de Jharkón el Grande.
Todo el pueblo recorría los apenas tres kilómetros que separaban la aldea del valle, todos excepto uno, Girgis el Viejo. Girgis era uno de los últimos bardos que usaban las técnicas de antaño, pero ahora todos creían que sólo era un viejo loco.
Cuando el pueblo se reunió en el lugar de la gran batalla, los maestros más ancianos narraban con orgullo la batalla que puso fin a la guerra. Los niños jugueteaban corriendo y saltando, mientras los perros les perseguían ladrando.
Girgis miró a lo lejos, intentando ver la pequeña mancha que
formaban sus vecinos, en el valle. ÉL buscó el sitio donde hacia mucho
tiempo atrás contempló esa batalla que tanto alababan. ÉL había estado aquí, ÉL la había visto. Miró a su alrededor y con una voz atronadora gritó su historia para que la oyera el viento, para que fuera escuchada ahí donde hubiera alguien que la quisiera escuchar.
Estas fueron sus palabras:
"Corría el año 1547 de la nueva época, cuando un joven aprendiz de bardo caminaba por el camino que une Roteria y Camandia, oyó el caminar de miles de soldados. No pudo reprimir su curiosidad y ,con cautela, subió a un pequeño monte desde donde podía ver el magnífico valle de Ortero. Al subir el monte contempló como dos maravillosos ejércitos, de miles de hombres y cientos de caballos, se agrupaban a ambos lados del valle, desafiándose.

Una primera fila de varios cientos de soldados de
a pie; a continuación, en el centro, una gruesa columna de
hombres con picas para la lucha contra los caballeros y detrás de
todos cientos de arqueros. En los flancos, dos divisiones de caballeros
con armadura.
La disposición de ambos ejércitos era muy similar, enfrentados en un espejo,
dos fuerzas iguales, el espectáculo estaba preparado para que comenzara.
De repente el sonido de un cuerno rompió el magnífico silencio que se había producido, y los soldados de a pie, gritando salvajemente, rompieron a correr. Las espadas relucían con el sol, cegando a todo aquél que intentase observar. Los gritos, auténticos alaridos de furia y rabia, herían los oídos.
Cuando éstos estaban a mitad del camino, los hombres con las picas corrieron en pos de ellos y los arqueros empezaron a lanzar sus flechas envenenadas de odio.
Los caballeros no esperaron más y se lanzaron al ataque,
adelantaron en un abrir y cerrar de ojos a los soldados que aún corrían buscando la muerte, para chocar ambos ejércitos y empezar con el baile de la muerte.
Un pequeño grupo de caballeros de ambos bandos protegían a sus respectivos señores, mientras el resto luchaban, mataban y morían.
Las escenas que vio fueron dantescas, mirase donde mirase, la sangre fluía a raudales, los hombres desmembrados pululaban por el campo, unos sin saber dónde estaban, otros todavía con furia en su mirada, buscaban algún arma con la que morir.
Hubo varias escenas que jamás podrá olvidar...
Un caballero, el más valiente y audaz del Conde de Ergón, Poirte Guener, lanzó su caballo en pos del Duque Jharkón. Primero debió sortear a tres caballeros, el primero manejaba una espada doble, lo que le obligaba a ir sin escudo, tras recibir varios golpes sobre el suyo, le lanzó un golpe directo por debajo del yelmo atravesándole el cuello.

Al sacar su espada ensangrentada un chorro de sangre le cegó, ocasión que aprovechó el segundo de los caballeros para atacarle, éste portaba un escudo negruzco, en el que apenas se podía vez las múltiples manchas de sangre que tenía, y una maza de un brillo inusual. Cuando llegó a su altura le lanzó un golpe con la maza que hizo que Guener perdiera el escudo, su segundo golpe
fue parado por una flecha que le atravesó el brazo pese a la armadura; con todas sus fuerzas Guener descargó su espada sobre el cuerpo del caballero quien cayó al suelo y desapareció entre las patas de su caballo. Por último el tercero de ellos cargó con su espada a modo de lanza, Guener esquivó el envite a la vez que agarrándolo por el cuello, lo lanzó al suelo. Ni se pudo levantar, pues tres soldados lo ensartaron en sus espadas. Cuando por fin iba a llevar a cabo su misión, varias decenas de flechas acribillaron a Guener, una de las cuales se insertó por la ranura de su yelmo y se clavó en su ojo izquierdo, su cuerpo inerte cayó del caballo.
La muerte no distingue entre buen y mal guerrero, no distingue entre señor ni esclavo, hoy eran todos iguales.
La visión desde lo alto del monte era repugnante, mares de sangre parecían emanar de la propia tierra, que parecía haber sido sembrado de brazos, piernas o cabezas. Había cuerpos mutilados por doquier, muertos, muertos y más muertos. La repulsión iba en aumento, pero aquél joven muchacho era incapaz de apartar la mirada del campo de batalla, le producía un sin fin de sentimientos, de emociones: miedo, horror, repugnancia, asco; pero también un placer que no había sentido antes, un placer inhumano.
Los gritos de los heridos se entremezclaban con el sonido de la muerte y el entrechocar de las armas.

Cuando el pobre muchacho más ensimismado se encontraba, uno de los gritos más desgarradores que jamás humano conoció, hizo que cayera al suelo. El miedo que sintió hizo que no levantara la vista del suelo, sus músculos agarrotados no les respondían, todo su cuerpo estaba paralizado. Pudo reponerse para ver como una llamarada de fuego reducía a ceniza a doscientos soldados,
mientras que el resto corrían despavoridos, sin ningún orden. No podía imaginar de dónde había salido aquél fuego devastador, pero lo que sí supo es que gracias a él Ergón estaba salvado.
Aquél muchacho permaneció sentado en la cima del monte durante horas y horas, sin poder moverse. Por todos sus sentidos podía percibir la muerte, el olor de la sangre lo inundaba todo, la visión de la sangre fluyendo como un pequeño riachuelo hacía que casi sintiese ganas de bajar y tocarla, de saborearla. Notaba el calor que emanaba de los cuerpos.
Poco a poco el sol fue cayendo, y al anochecer, la sangre se estaba coagulando, lo que antes había sido un río ahora era un auténtico glaciar rojo, el calor de los cuerpos había dado paso al frío de la muerte, los cuerpos sonrosados pasaron a amoratarse.
Cuando el muchacho se levantó, sintió que sus vestiduras estaban rotas. Se las miró, estaban medio ennegrecidas, como si aquél fuego hubiese salido de su boca.
Se palpó los labios, estaban anormalmente calientes, sintió ganas de gritar pero no pudo. Corrió hasta llegar al río, y se miró. El reflejo del agua era el de un ser que no era humano, sus facciones tal vez sí, pero no el monstruo que había en su interior y que se asomaba por sus ojos.
Desde entonces aquél muchacho se juró vivir por siempre en este monte, hacer de este valle su hogar y recitar la batalla del valle de la muerte desde lo alto del monte para que cualquiera que quiera oír, oiga la verdad.

Cuando Girgis se sentó, miró a su alrededor, los habitantes de Ergón se habían ido a sus casas, y como siempre habían dejado sus presentes para el fuego salvador. Girgis bajó al
valle, tomó la comida y se alejó hasta su casa. Cuando estaba en el
camino que une Roteria y Camandia oyó el caminar de miles de soldados, no pudo reprimir su curiosidad y, con cautela, subió el pequeño monte desde
donde se podía ver el valle de Ortero...
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