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LA ÚLTIMA CONQUISTA

Por
Gerardo Oviedo

Al pensar en tu arte, cometiste el error más grande de tu vida. El segundo fue olvidar sobre la mesa la única evidencia que llevó a la policía a tu captura. Ahora, frente a los fotógrafos, mientras te dicen que levantes la cara para que tomen tu rostro y mañana salgas en los periódicos en esa sección de la nota roja que te disgusta tanto, comienzas a recordar el primer día en que se conocieron en la escuela de danza.

Miraste a Angelina bailando un bouré sencillo. No sería difícil imaginar cualquier cuerpo danzando, pero éste era especial. Tenía el aplomo de la brillantez en sus movimientos. Lo sabías con la certeza de tu propia inutilidad. Angelina era un balanceo que te hizo sudar los pensamientos desde el primer momento en que la viste. Vislumbraste que si alguna vez pudieras hacer el amor con ella, deberías llevar un metrónomo y empezar en un adagio para terminar, perfectamente, en un allegro, allegreto, presto, prestísimo, forte, fortísimo. Si no, lo más probable es que su ritmo te mandara a la fregada, fregadísima. Sonreíste cuando terminó su clase y fuiste directo hacia ella. No todos los conquistadores son tímidos y repugnantes, y con un lenguaje soberbio te presentaste: Eso estuvo maravilloso, inmejorable, nada más qué... y callaste. Sabías que la mejor forma de generar curiosidad en el otro, era cortar las frases a medias. Ella te miró entre sorprendida y divertida. Tú esperaste unos segundos, hasta que ella te dijo: ¿Pero qué? Entonces respiraste triunfal y le dijiste con conocimiento de causa: El antepenúltimo tiempo, te lo comiste en sólo una fracción, ese plié quedó corto, claro, que para el ojo poco entrenado pasaría inadvertido. Ella quedó asombrada, lo notaste en sus ojos cuando los reinterpretaste. Sabías en una primera hojeada que ella lo estuvo practicando toda la noche, porque en sus piernas el aductor izquierdo estaba ligeramente inflamado con respecto al derecho, sinónimo de técnica ya cansada. Mi nombre es Juan Manuel Alcantarilla. Ella sonrió ante tu apellido: ¿En serio, Alcantarilla? El gato, para atrapar ratones, necesita conocer el olor de todos los quesos del mundo. Es broma, le dijiste, es Alcántara. Ella sonrió, el humor era la forma de conquista perfecta. Mientras mantuvieras sus labios oblicuos como una luna creciente, ella querría más queso y no salir de la ratonera. Tienes muy buena técnica, pero puedes mejorar, y diste media vuelta para marcharte. Sabías que ella miraba tu espalda. Estaba indecisa, intrigada, no te había dicho su nombre. Esa era la parte que más te gustaba. Antes de salir por la puerta oíste que gritó: Me llamo Angelina. Volviste la mirada y le sonreíste. El golpe había dado en el clavo.
Debido al principio de incertidumbre que manejabas, dejaste pasar una semana. Sí ella te hubiera visto al día siguiente, se habría sentido asediada, y tu mecánica de conquista te hubiera restado puntos. Pero si hubieras dejado pasar más tiempo, a ella se le borraría tu presencia. Y cuando la volvieras a ver, no recordaría la broma de tu apellido. Tú eras el dueño del tiempo. El lunes, a primera hora, te bajaste del coche y caminaste lento, meditabundo, llevabas bajo el brazo la revista “Danza contemporánea: Una mirada en la historia”. De repente, con una sorpresa calculada de antemano, te encontraste frente a ella. Levantaste la mirada y la clavaste en la suya. Sentiste la excitación que siempre te producía saber que tienes una mirada penetrante. Observaste que el llenado capilar de sus mejillas se tornaron levemente rojos. ¿A...? Quisiste recordar ese nombre que sabías tan bien. Una mujer jamás dejaría que alguien olvidara su nombre. Pero tú sabías que con ese hecho tu situación sería dominante. Angelina, terminó ella su nombre comenzado por ti. Ah... sí, Angelina, ya recuerdo. Luego suponías que ella frunciría el entrecejo. Cuando lo hizo, te sentiste superior. Era tan predecible como todas las demás. Como una ficha de ajedrez, la invitaste a la cafetería de la escuela. Sabías que ella no tendría clases sino hasta las once. Y aquí tenías las únicas dos opciones. Que te dijera que no o que te dijera que sí. Si decía no, tu táctica sería decirle que entonces otro día, pedirías su número telefónico que ya sabías porque lo habías investigado en el directorio de la escuela. Lo apuntarías en la revista que habías comprado para que viera que te gustaba la danza y que ibas a la última tendencia artística. Y no le llamarías sino un día después para disculparte por haber tenido algo importante que hacer. Entonces ella te perdonaría, porque a cualquiera que se le muere un familiar, sobre todo su abuela, se le perdona la ausencia. Pero si te dijera que sí aceptaba, tu técnica sería sentarte frente a ella en la cafetería y comenzar diciendo: El otro día que te miré bailar, me recordaste a Margot Fontayn cuando bailó con Nureyev en el Opera House de Nueva York. Ella por supuesto sabría a quien te referías y, halagada por la comparación, pediría lo que siempre pedía. Un té de limón con miel de abeja. Luego diría: ¿Cómo crees que me parezco a la Fontaine? Tú pedirías un vaso con agua y antes del primer sorbo, otro halago más: Quizás exageré, pero ¿por qué no? Podrías llegar a ser como ella o hasta mejor. Ella bebería el té y el camino sería mucho más corto para ti. Pero ella eligió el camino largo. Ahorita no puedo, te dijo cuando terminaste de invitarla a la cafetería, tengo cosas que hacer. Entonces pediste su teléfono y quedaste de llamarla el viernes.
Después de la disculpa telefónica que hiciste el sábado, quedaron de verse en la Góndola, un café-bar en Dinamarca y Londres a las siete de la noche. Tú tenías que estar perfectamente en punto, aunque sabías que ella llegaría tarde, porque inconscientemente se estaría vengando de ti. Y en efecto, llegó diez minutos después de la hora. Tú ya habías pedido un café y estabas fumando aún a sabiendas de que a ella le molestaba el cigarrillo. Pero tu estrategia sería dejar de fumar si ella te lo pidiera, así sentiría que por lo menos había podido cambiar algo en ti. Te levantaste cuando ella llegó, no por cortesía, sino que le dijiste: Ya estaba a punto de irme, pensé que no llegarías. Ella se disculpó contigo y comenzó a inventarte una historia del por qué había llegado tarde. Tú la empezaste a oír con indiferencia para luego pasar a la atención esmerada en los detalles: ¿En serio chocó el microbús? Le preguntaste en un momento dado. Ella asintió, para luego continuar su relato, sentiste deseos de ponerla en aprietos preguntándole en que calle había sido el accidente para mañana leer en los periódicos sobre él. Pero no lo hiciste, pues ella comenzaría a desconfiar y cortaría su narración para pasar a otro tema. Luego llegó el mesero y ordenaste, sin opción para ella, un vodka con jugo de toronja y para ti un Tequila. Ella te miró sorprendida, porque lo que más le gustaba a las mujeres era un dominio a veces fuerte, a veces velado, pero siempre dominio para así sentirse protegidas. Lo habías descubierto como uno de los instintos básicos de supervivencia sexual. Aún así se defendió: No bebo, dijo con la insuficiente convicción como para que tú le dijeras: No importa, te va a gustar. Ella tomó tres vodkas y tú tres tequilas. Sabías que te era muy difícil perder la cabeza con alcohol. Pero de ella todavía no sabías hasta donde podría aguantar. Cuando viste que al cuarto vodka la lengua se le empezaba a trabar, dijiste que ya había sido suficiente bebida. No querías que estuviera inconsciente cuando le hicieras lo que le ibas a hacer. Pensabas que no valía la pena tanto esfuerzo si ella no se daba cuenta de lo que le pasaba, era como matar una mosca de un golpe rápido y no lentamente.
Cuando salieron de la góndola, pasadas las doce de la noche, ella caminaba un poco recargada en tu costado. Decía que el baile era lo único en su vida, que ella había nacido para bailar y que nada se lo impediría. Tú sonreíste junto con ella. Ella por el gusto de contarte todo; tú porque ella no se imaginaba siquiera que amanecería desnuda sobre la cama. Luego subieron a tu auto. Le seguiste la corriente hasta que en el primer semáforo quedaste callado. Ella te preguntó si pasaba algo, tú meditaste y le dijiste casual: No lo había pensado, pero ahora que lo pienso, me gustaría... Y te acercaste lo suficiente a su rostro para que pudiera verte los ojos cerrados. Ella estiró los labios al frente, y la besaste. Sabías que era mejor robar un beso que pedirlo. Si lo hubieras hecho, ella te hubiera rechazado como casi todas las mujeres rechazan un bezo cuando es pedido. Esa era tu lección. Tu lengua y la de Angelina se trenzaron en una batalla titánica. Con precisión milimétrica cruzaste todos sus dientes y los memorizaste con la lengua. Un auto se paró detrás de ti y te obligó a reanudar la marcha cuando el semáforo cambió a verde. La presa estaba en tu palma, lista para ser devorada lentamente, para probar tu inteligencia. Querías creerte todo un artista a partir de ese hecho. Tu crimen era el los más grandes genios de todos los tiempos, irse matando para dar a luz.
Te bajaste primero del auto y le abriste la portezuela. Era verdad que ella no buscaba un caballero, pero aquel gestó le agradó, porque la viste sonreír y darte la mano con sus guantes de seda para que la ayudaras a bajar. Aquí vivo, dijiste frente a la reja metálica.

Miré, estaba un poco oscuro, pero quien podría desconfiar de alguien que no quiere que bebas de más, ni del que te abre la puerta del coche para subir y bajar. Entonces lo miraste y le sonreíste. No te gustaba el tipo. Juan Manuel ¿qué? No recordabas su apellido, vagamente sabías que te había hecho un chiste de muy mal gusto cuando estabas practicando tu clase de danza y lo viste entrar al salón. Y el muy cretino te había dicho que tu plié había quedado corto, quién se creía. Y luego no se acordó de tu nombre en la calle cuando debería haberlo hecho, se lo gritaste. Y la llamada que tampoco te hizo sino un día después con una mentira tan grande como que su abuela había fallecido. Además de la descortesía de levantarse de la mesa en la góndola sólo porque habías llegado un poco tarde. Entraste a su casa. Él se quitó el saco y lo acomodó en el respaldo de la silla. Te preguntó si querías beber algo. Pediste otro vodka por inercia sabiendo que tú ni siquiera bebías. Se lo dijiste en el bar pero no te hizo caso y te sentiste obligada cuando lo trajo el mesero y comenzaste a beber. Y luego, en la primera cita, para colmo, te besó con su repugnante olor a cigarro. Lo miraste cuando fue a la cocina y trajo dos vasos. Te dijo: Salud, por el placer de que estés aquí, Angelina. Salud, contestaste, pero no llegó a beber todo el contenido. Sacaste el cuchillo que habías llevado para la ocasión. Y cuando el fulano empinaba el vaso, se lo clavaste en el cuello. No pudo ni gritar ni hacer nada sino mirarte con ojos desorbitados. Así que le diste otras tres puñaladas para que aprendiera el estúpido. Pero jamás te acordaste, Angelina, de la revista de danza contemporánea que estaba encima de la mesa, donde Juan Manuel había apuntado tu número telefónico y que esta noche, en medio de un corazón, haría el amor contigo.
Datos del Cuento
  • Categoría: Sin Clasificar
  • Media: 5.83
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1 comentarios. Página 1 de 1
Ivana Manudi
invitado-Ivana Manudi 31-03-2004 00:00:00

Gerardo: Tienes toda la razon. Desde que lei tu cuento no he dejado de pensar que lo que escribiste es verdad. Me impacto que los hombres y las mujeres siempre quieran lo mismo. Te felicito por tu cuento y espero que sigas escribiendo para continuar leyendote. A proposito, tu otro cuento tambien lo lei despues de leer este y me parecio genial. Tienes muy buen sentido del humor. Quisiera tener mas textos tuyos que leer, porque lo que por aqui anda, es de muy mala calidad, ni uno se acerca a tu altura. De nuevo, me senti identificada con tu texto y el final es sorprendente, me engañaste. Vale. Sinceramente Ivana

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