Busqueda Avanzada
Buscar en:
Título
Autor
Cuento
Ordenar por:
Mas reciente
Menos reciente
Título
Categoría:
Cuento
Categoría: Urbanos

LA MUERTA

“La muerta”

Ahí estaba ella, marchita, con ojos enormes y coagulados. Su mirada estaba solidificada en el asombro. ¿Acaso ella puede aún asombrarse de algo? No quisiera ni por un momento ponerme en su lugar, estar en su pellejo. En el último y definitivo silencio. Era su destino. El destino de muchas como ellas que, golosas y ligeras, se meten en donde no deben.

Vaya. Finalmente “el destino” es la disculpa mamona que le damos a la voluntad, y tal vez, de seguir viva, de saber que esa sería la posible –ahora cierta- consecuencia de tus tropelías, tal vez, solo tal vez, hubiera podido reconsiderar tus acciones; las que te llevaron a tan miserable desenlace.

“Si hubieras podido” es una frase común en un lugar común como este cuando hablamos casi de hurtadillas de alguien que, aunque pueda o quiera, o si hubiera podido o si hubiera querido escucharnos, de cualquier manera ahora es inútil; es incluso, fríamente dicho, irrelevante para todos, incluso por supuesto para un cadáver.

Ante una tragedia, nos investimos de sabia y grave probidad; nos descosemos en consejos y consejas que incluso se manifiestan por medio de fábulas, figuras literarias, retruécanos gramaticales, sentencias, frases, dicharachos y dramas o comedias didácticas para poner en papel, discurso, memoria, tradición oral, museo, mitología y/o libro sagrado, la vida y obra decadente y perniciosa de alguien despeñado hacia el infortunio como ejemplo vivo que nos ayude a experimentar en cabeza ajena “lo-que-no-se-debe-hacer”, aunque en realidad eso nos importe un pito. Bueno, por lo menos con esos pretextos podemos jugar a ser personas socialmente aceptables y hacer gala de un preclaro, ético y elevado espíritu.

La necesaria eliminación a manos propias o ajenas, ha sido cantada, recitada, escenificada y consecuentemente aplaudida o rechifleteada a través del tiempo sin el menor empacho, ya sea que se busque la purificación del espectador por medio de la catarsis contemplativa, o como simple y divertido tema vernáculo del “nomás tres tiros le dio”, con el consecuente castigo o vanagloria de su ejecutor.

Si ahora pudieras verme, si pudieran tus desorbitados ojos captar un poco de la luz que se refleja en mi cuerpo, cosa que naturalmente no puede ser por el estado en el que te encuentras, contemplarías a un hombre que de nada se jacta, pero tampoco de nada se arrepiente.

Sin embargo en éstos momentos cabe un poco de romanticismo.
Somos seres de contrastes y ¿por qué no? Igual lloramos por la vida que por la muerte. Podría decir con voz conmovida, por ejemplo, haciendo acopio de fantasía, que “me parece ver tu piel palpitante, llena de vitalidad y de curiosidad ante el mundo”. El pensar que una mal nacida como tú pudo haber gozado alguna vez, infaliblemente de la pureza de la inocencia infantil es un argumento de gran efecto que nos hace fruncir el ceño con aparente preocupación.

“¿Cómo puede un ser de aspecto tan frágil, tan inofensivo, convertirse en punto mas o menos que en una auténtica plaga de Egipto?” –decimos modosamente espeluznados, para después continuar después devorándonos unos a otros.

La vida es solo un instante y la tuya no pudo ser la excepción. Ahora, si abundo en más y hecho mano a mi formación o deformación profesional, diré, a lo clásico, que tu existencia llevaba una clara trayectoria trágica como trágica es la postura de tu cadáver congelado en un violento espasmo que delata, tal vez por primera vez en tu vida. Perdón. No quise ser irónico. Por primera vez, digo, esa postura mortuoria deja ver -¡que curioso- el contenido de tu alma, si es que alguna vez la tuviste. ¡y claro que la tuviste! seguramente. Solo que esa suavidad untuosa de tu esencia, en un sorprendente acto de metamorfosis, fue encriptada en una armadura para volver a ser parida como algo imposible de sufrir.

Pero me estoy dispersando y el propósito era el ser un poco sensible e imprimir un conmovido epitafio. Solo se me ocurre una frase de cerebros ajenos: “si yo fuera tú, hubiera hecho lo mismo”. Te comprendo perfectamente y sé que todas tus acciones fueron concebidas por ti de acuerdo a tu propia naturaleza. Así pues, te comprendo. Te comprendo. Pero no te acepto. Si pudieras pensar, cadáver, cosa inanimada, tal vez me darías la razón y me dirías “¡por su puesto! Yo a mi vez hubiera hecho lo mismo que tú”. Pero tú no eres yo, ni yo soy tú. Así que.

. ¡a la mierda!

Se que si tú pudieras hablar no me disculparías ni te disculparías o echarías mano de frases demasiado lengüeteadas, que tratan de mostrar comprensión, piedad, amor -¡mucho menos!- en donde no lo hubo. Si acaso, reconozco que, en alguna ocasión, también te admiré. Pocas personas son capaces de sobrevivir entre la mierda; hacer de ella un admirablemente sencillo sistema de vida. ¡Caramba! Ahora que lo pienso esto de haber terminado por mandarte a la mierda resulta hasta algo filosófico. Metafísico mecanicista o cosa por el estilo. Carmático, tal vez.

Llegaste a mi casa sin haber sido invitada, y sin embargo tu intención fue el vivir a mis costillas. Cada quien a lo suyo, pensé. De hecho yo casi no sentía tu presencia, a no ser por algún discurso o cancioncilla tuya con esa voz chillona, pero breve. Gangosa, sí, pero que no causaba ninguna molestia ni a mí ni a los vecinos. Nunca pusiste el estereo a todo volumen, ni machacabas el suelo con bailoteos. Nunca pude ver que te emborracharas con el alcohol mío y de mis amigos, y tampoco pretendiste forzarme a decirte una y otra vez que te quería. Para ser sincero hasta me admira que no pretendieras entrar a mi lecho. Inútil cautela la tuya, puesto que de cualquier manera no dejabas de ser una lata.

En más de una ocasión, dada mi inclinación voyeurista, , vi con curiosa fruición como te bañabas y acicalabas ante mi sin el menor pudor. Otra vez entraste a la ducha conmigo. Pero nada más. Sinceramente no eres mi tipo. En nada tiene que ver que seas. ¿o hayas sido?. Sí. Mas bien que seas, puesto que eres un cadáver, pero con características propias. Decía que en nada tenía que ver que tú seas negra. No soy racista y creo que lo de “cabeza rapada” solo me va por mi calvicie prematura. No. No importaba que fueras negra; lo mismo me da. Incluso hubieras podido ser verde. Si las razas humanas fuéramos verdes, moradas y solferinas o tuti-fruti, te aseguro que de cualquier forma no faltaría un payaso que proclamara la superioridad de la raza aria con pellejo anaranjado.

No soy como muchos de mis compatriotas que se atreven a decir “¡pinches negros!” luciendo una piel en la que no se puede ni siquiera adivinar sus fantasías caucásicas o ya de perdida antecedentes de albinismo. Hay que ver la cantidad de productos para aclarar la piel y que se venden en el mercado a precios insultantes. Lentes de contacto de color verde, azul, violeta, que dan el aspecto a quien lo usa de monas con ojos de botón. El mismo Michel Jackson tuvo la compulsión de pintarse el pellejo, pero te aseguro que sufre, recuerda y se avergüenza cuando se ve el culo en el reflejo del retrete.

Pensé que podríamos convivir en paz hasta el momento en que tuvieras el buen tino de marcharte voluntariamente. Soy un hombre solitario, de pocas palabras y por tu parte, muer-ti-ta, si pudieras resucitar y hablar en una nueva oportunidad, tampoco creo que me invitaras a algún diálogo muy extenso. Tu ser estaba más cargado de misterios que de ganas de ser descubierta. Llena de evasiones y no delatabas tus sentimientos. Ni alegría, ni rencor, ni nada. Ibas, venías; ibas, venías; te venías y te largabas. Si me aproximaba a ti, te retirabas al poco rato. Y si acaso tú te acercabas yo terminaba haciendo algo por alejarte. ¡Como matrimonio tradicional hubiéramos sido insuperables!

Me molesta sinceramente el que se me interrumpa mientras trabajo en mis escritos, o cuando veo la televisión. Tú lo sabías perfectamente o lo sabes aún si es que la muerte te conserva el beneficio de una rústica conciencia; así que mejor dirigías tu voz a las paredes o a los vidrios o a tus propios oídos. Recuerdo que una vez te vi pegada al cristal de una ventana con el propósito de hacer que tu canción preferida –“flores negras”, creo- vibrara con novedosos matices.

En ocasiones se me ha reprochado el hecho de que jamás cuento con tiempo para nada. Falso. Tengo todo el tiempo del mundo, pero casi no lo invierto en los demás. Para ti no tuve jamás tiempo tampoco, así que, pese a que convivimos en el mismo espacio, no fuiste la excepción.
- "¡Ah, el señor es un hombre muy ocupado! ¡jamás acepta invitaciones que no sean de trabajo!"
Mentira. Sí tengo tiempo. En ocasiones en demasía; pero lo empleo entera, abusiva e indolentemente en mí, como tú lo haces cuando solo piensas –o pensabas- en comer, murmurar como náufrago loco, acaso cantar un poco –si acaso se le puede decir canto a ese himno a las adenoides- y componerte el peinado una y otra vez. En algo nos parecemos y por eso tuve la mejor voluntad de soportar tu presencia.

Eras de una vitalidad asombrosa. ¡Ah! Nuevamente me parece verte a la hora del desayuno, puntual, golosa, frotándote las manos y con ojos impacientes; después nuevamente a la brega o la juerga. Ir, venir; ir, venir; y. ¡a la verga! No me gustaba; me molestaba en grado sumo el que te hicieras la graciosa jugando con mi cabeza. ¿no podías estar un momento en paz? ¡No me mires con esos ojos! ¡Ojos de mosca! Los ojos aglobados son signo de oportunismo y. Y tú ya no tienes ninguna oportunidad.

¿Qué carajos podré hacer con tu cadáver? Tirarlo, naturalmente. En “el retrato de Dorian Gray” a los cadáveres se les reducía con ácido, pero eso, sinceramente me parece una marranada que lleva mucho tiempo. Si te incinero apestarías todo México.

Una ocasión en la que veía las noticias en televisión, salió tu rostro en la pantalla. Denunciaban tus tropelías, tu vida infame, sucia; una denuncia en toda forma que me alarmó. Conozco muy bien tu especial terror a los medios impresos. Muchos personajes públicos son como tú: huyen de los periodicazos. El escandalete oportunamente publicado puede resultar ventajoso. “qué hablen mal de mí, pero que hablen”, dirías tú si pudieras hablar. No. Eso que vi fue demasiado. Se me ocurre un juego de palabras: no es lo mismo cargar los cañones que cagar los cánones. El cebarte de la muerte y arrancar el alimento de los labios indefensos, ensuciándolo todo con tus. patas, realmente es algo que solo se puede pagar con la vida.

De pronto la realidad me azotó en la geta: ¡estabas en mi propia casa! ¡qué imprudencia! El mantenerte aquí me convertía automáticamente en tu cómplice. ¿Qué podía yo hacer? Necesitaba actuar de inmediato. Fui en tu búsqueda. Pensé que una comedora compulsiva como tú no podía estar en otro lado sino en la cocina, pero habías salido. Lo mejor hubiera sido dar parte a las autoridades, pero temí por mi propia seguridad, por las represalias y las burlas de las que hubiera podido ser objeto. Es claro que los que componen el sistema nacional de justicia son de tu calaña.

No te vi en todo el día, y tuve la esperanza de que te hubieras largado definitivamente. Tal vez vio el reportaje de la televisión, pensé, y se dispuso a huir. Me preparé una cuba –campechana y contando tres segundos de ron- la bebí en breve y después me dispuse a dormir con la conciencia relajada. Escuché cómo pasaba por lo alto de mi edificio el vuelo de la una de la mañana, y cerré los ojos. Debieron ser más de las tres cuando llegaste cantando y armando alboroto.

¡Puta madre! ¡Ahí estabas! Una sucia viciosa criminal en mi casa ¡entraste en mi dormitorio! En plena madrugada. Pensé en reprocharte de inmediato, decirte lo que vi ¡qué te vi en televisión, correrte con violencia; sé que adivinaste mis intenciones, porque pasaste deprisa al baño y no saliste de ahí hasta que me cansé de esperarte y me fui a la cama.

Cuando desperté ya no estabas y antes de salir cerré con cuidado las puertas e incluso las ventanas. Me machuqué un dedo tratando inútilmente de poner el seguro en una de ellas. No tenía planeado regresar hasta bien entrada la noche de ser posible, con el afán de que entendieras que no eras bienvenida, te cansaras y te fueras. Tuve que regresar a casa antes de lo planeado. Ninguna historia de ésta ralea, como la que fabricamos tú y yo, puede carecer de una llegada repentina. Cuando accioné las tres chapas de mis tres puertas con tres vueltas de sendas tres llaves y abrí. ¡no podía dar crédito a mis ojos! ¡Nuevamente ahí! ¡Ahí, desgraciada! ¡Copulando en mi sala, a todo meter! Ante la sorpresa el cabrón se cortó y salió prácticamente volando a punto de chocar contra mí.

¿Cómo hubieras podido entrar nuevamente sin su ayuda? Agradezco al cielo –el temor nos provoca constantes ataques místicos- el que no se les hubiera ocurrido otra acción más que la de tratar de huir. Los que se dicen machos son en realidad de naturaleza cobarde. Se me subió el apellido a la cabeza y te perseguí mientras tú gritabas y procurabas esconderte. Tal vez alguien pudiera pensar que perseguía a una perra o a una gata, algún mísero ratón. Pero tus chillidos y súplicas gangosas, ¡tu persona toda! Se hubieran visto generosamente regaladas con esa suposición. Por cuanto ya sabía de tus antecedentes hubiera sido inútil cualquier hábil transformación para que por lo menos la asociación protectora de animales o algún tropel de ecólogos vinieran a abogar por tu salvación.

Ahora sé que todos tenemos la capacidad de matar cuando no hay otro remedio.
-Sal ya, desgraciada.
Era preciso terminar de una buena vez con todo esto. Tan preciso como me fue preciso decir una frase tan gastada como serie de tele de los setenta.
-Te perdono. Me ofusqué. No esperaba. Es decir. Me sorprendiste.
Oído atento. Hablar hipócrita. Podía imaginarme que estuvieras conteniendo la respiración para no ser descubierta. Silencio.
-¡Vamos! No es para tanto.
¡Ah! Una sombra. Despacio. Muy despacio.
- Voy a comer. ¿Tú no comes? Estás asustada, comprendo.
Abro un ropero. Cae desmadejado un saco con el gancho roto.
-Ya estuvo bueno. Me voy. Tú también debes irte. Vete.

¡Finalmente!. Un quejido importuno. No soy sádico. Solo un firme golpe bastó para que murieras. Ahí yaces ahora, destorlongada, con mirada de espanto.

No resta más que recogerte del piso. Escoba, recogedor, y ya está. Ahora no eres más que un punto negro que se confunde entre otros tantos desperdicios dentro del bote de la basura. Adiós. Mosca muerta.

México, D. F., 15 de julio del 20.
Datos del Cuento
  • Categoría: Urbanos
  • Media: 4.98
  • Votos: 138
  • Envios: 0
  • Lecturas: 7256
  • Valoración:
  •  
Comentarios


Al añadir datos, entiendes y Aceptas las Condiciones de uso del Web y la Política de Privacidad para el uso del Web. Tu Ip es : 18.223.106.232

0 comentarios. Página 1 de 0
Tu cuenta
Boletin
Estadísticas
»Total Cuentos: 21.633
»Autores Activos: 155
»Total Comentarios: 11.741
»Total Votos: 908.508
»Total Envios 41.629
»Total Lecturas 53.552.815