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Guerra entre Hermanos

El pulso le temblaba. ¡Carguen! La respiración se le aceleraba, los remordimientos se apropiaban de su mente. ¡Apunten! Intentaba fijar el fúsil en el hombro, le costó pero al fin lo consiguió. Apunta lentamente y su nerviosismo se hace patente con el temblor del cañón de su arma. ¡Fuego! Como un acto reflejo aprieta el gatillo. En ese momento deseaba no ser tan buen tirador. Un único disparo entre los ojos de su víctima.

Todo había acabado. Todo acababa de empezar. Había matado a la persona que le había acogido durante estas últimas semanas en su casa como a un familiar. Esa persona que le había dado de comer, una cama y lo que es más importante el cariño de una segunda familia.

En esos años era costumbre que tras la guerra en las zonas en las que había problemas con los llamados “maquis” se mandarán grupos de soldados. La mayoría de ellos eran reclutas que estaban cumpliendo el servicio militar.

Los soldados lejos de montar un campamento para permanecer en los pueblos eran acogidos por los habitantes del lugar en sus casas. Lo hacían voluntariamente obligados por el régimen. Era una forma de control para la detección de traidores y evitar así el abastecimiento de los huidos.

Damián Fonseca era uno de esos soldados. Apenas había cumplido la veintena. Antes de ser llamado a filas era estudiante. Estudiaba en Madrid para ingeniero. Un futuro prometedor y tras una prórroga tuvo que ir a servir a la patria. Fue destinado a ese pequeño pueblo de Andalucía donde conoció a su segunda familia.

Don Salvador era un hombre bonachón, zapatero de profesión y contador de historias de vocación. Su mujer Doña Marina era una mujer dulce, maternal y muy inteligente. Tenían dos hijos. Una hija mayor, también cercana a la veintena, Rosa. Tan inteligente y dulce como su madre y tan bella como los ángeles. El pequeño de la familia era Roberto un chico que había heredado la facultad de contar historias de su padre pero lo suyo era mucho más que una vocación. Había noches que en el pueblo se encendía una hoguera en la plaza y padre e hijo mantenía tanto a los lugareños como a los soldados entretenidos durante horas con sus historias.

Don Salvador contaba historias que para una persona de una cultura media no le eran desconocidas, en cambio Roberto las creaba de la nada. Sus historias emocionaban a los soldados sobremanera, era la ventaja de escribirlas en esos días, sabía de sobra lo que tenía que contar para tocar la vena sensible a los invitados.

Era un chico curioso a pesar de sólo contar quince años demostraba una gran inteligencia y una lógica aplastante. Era una familia humilde que vivía feliz incluso tras la llegada de Damián al que consideraban como un hijo más, bueno todos menos la hija quien le miraba con otros ojos.

Nunca se hablaba de política en esa casa, y pocas veces se hacía en la aldea. El cambio de gobierno había afectado poco a sus vidas y parecía no importarles quién mandará. Tal vez fuera por la presencia de los soldados o por su propia naturaleza. Allí aislados vivían en un mundo de otro tiempo.

La lágrimas en los ojos de Rosa y Marina por su hermano y marido le destrozo. Acababa de agujerear una de las mentes más brillante que había conocido. Roberto yacía inmóvil en el suelo, al lado de su padre.

Aguantó como pudo el macabro ritual que seguía al fusilamiento hasta que por fín, “Rompan filas”. Se acercó lentamente a las desconsoladas mujeres sin mirarles a los ojos. “Lo siento”. Marina le abrazó y le dijo que lo entendía que él no tenía la culpa en cambio los ojos de Rosa rezumaban odio.

Prefirió no permanecer allí. Entregó el fusil y se dirigió a la pequeña iglesia. Entró con la cara empapada de lágrimas y el pecho a punto de explotarle. Se arrodillo en medio de las dos filas de bancos y juntando las manos empezó a golpearse el pecho. “Mea culpa”, gritaba el desconsolado soldado a la vez que continuaba con los golpes en el pecho, los cuales crecían en intensidad.

Entonces dos manos le cogieron por los hombros. Giró la cara lentamente y allí estaba Don Francisco, el sacerdote del pueblo. Era un cura bastante joven y siempre con un gesto afable. Era franquista y había sido enviado para sustituir al anterior párroco muerto durante la guerra.

“Tú sólo eres el gatillo del fusil. Los errores de tus superiores son suyos no tuyos. Piensa que si no lo hubieras hecho tú lo hubiera otro y tú estaría ahora en el suelo del paredón.” El soldado entendía lo que quería decir el cura pero no le servía como consuelo. Había acabado con un buen amigo y su hijo. Había hecho llorar a Doña Marina, y Rosa le odiaba... él también se odiaba. “Salvador y su hijo eran dos personas inteligentes. No hubieran querido que dieses tu vida por ellos. Salvador y Marina te quieren mucho y no dudes que ambos comprendieron que no tenías otra salida.”

El dolor seguía aumentando. La charla del sacerdote ni la oración solucionaban su culpa. “Marina ya ha perdido un marido y un hijo. No hagas que pierda a otro”. Diciendo esto el cura salió de la iglesia dejando sólo al soldado.

Este rezaba y rezaba y sólo veía oscuridad. Sólo dolor. Remordimientos. ¿Cómo podría mirarles a los ojos? ¿Cómo podría mirarse al espejo?.

Salió a la calle tras un par de horas en la iglesia rezando. Se limpió las lágrimas como pudo y salió corriendo del pueblo. Corrió cerca de una hora todavía con los remordimientos en la cabeza y la certeza de que un viaje al calabozo le esperaba a su vuelta pero necesitaba saber si los maquis estaban allí. Necesitaba saber si había sido por algo o por nada. Necesitaba encontrarlos y terminar con el sufrimiento de todas las familias del pueblo y de otros pueblos.

Sabía que era difícil encontrarlos. Sabía que posiblemente sabrían esconderse bien y que si no los habían encontrado era porqué eran escurridizos y peligrosos. Esa hora se le hizo eterna. Llego a otro pueblo. Eran dos aldeas vecinas y tenían bastante relación entre ellos. Pensó que estaría todo el mundo tranquilo en sus casas como corresponde a una tarde de domingo. Entonces la sorpresa le inundó. El pueblo estaba vacío. Lo recorrió y en una pared vio los cadáveres de un niño y una mujer por lo visto fusilados.

Era extraño que no los hubiesen enterrados en fosas. Entonces vio un par de fosas abiertas con muchos cuerpos dentro. Era todo el pueblo, más de 30 personas si importar ni sexo, ni edad, ni condición yacían inertes. Habían acabado con la aldea. Había sido el ejercito sin ninguna duda pensó al recoger algunos casquillos al lado del paredón. Cogió los dos cuerpos y los introdujo con cuidado en la tumba.

Seguramente tras el exterminio les mandaron a los novatos que acabaran de enterrar los cuerpos y prefirieron fumarse un cigarrillo a terminar el trabajo, de todas formas nadie lo vería.

El dolor creció al ver que su todo lo hecho era parte de una barbarie y que no merecía el perdón, que tal vez fuera el gatillo, pero un gatillo con voluntad. Lo único que tenía, su voluntad y la había vendido por unos días de vida. “No importa el precio. La dignidad de los actos de una persona es lo que cuenta, no importa el porque del hecho sino el acto en sí”. Esta reflexión daba vueltas a su cabeza... hasta que la bala de un maqui la atravesó. Los guerrilleros pensaron que él era uno de los culpables de la masacre y no sólo le arrebataron la vida, sino que... ¿debo contar más?

La guerra entre hermanos no es una guerra sólo una tragedia.
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1 comentarios. Página 1 de 1
ENEAS
invitado-ENEAS 01-04-2007 00:00:00

Esta es parte de la historia de España, su miseria y sus enseñanzas. Por lo que no pueden pontificar sobre paz y hermandad un pueblo manchado con la sangre de sus propios hermanos.

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