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Gato Negro vs. Gato Blanco

Dedicado a Mary La Niña de Fresa, fiel seguidora del blog, para el día de su cumpleaños.
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Nunca me había agradado el inquilino de la casa trasera. Era un tipo siniestro y solitario que vivía quejándose del maullar de mi gato Claudio, a pesar de que el pobre apenas si podía emitir algún que otro graznido avejentado. El tipo, Parodi se llamaba, un día habló con mi vieja y le advirtió sobre el maullido supuestamente molesto del animal: “O calla ese gato, o me voy de aquí y busco otro departamento”.
En ese entonces las cosas estaban muy difíciles en el país. La gente no tenía trabajo, y nuestra única fuente de ingresos provenía del alquiler del departamento de atrás. Parodi era un hombre difícil, pero pagaba religiosamente, y eso, para mi madre, era muchísimo más prioritario que el incierto destino de Claudio. “Mañana llevaremos al gato a la granja de tus abuelos”, me dijo a la noche, mirándome fijo a los ojos. “Podrás verlo cuando vayamos a visitarlos”. No me quedó más remedio que aceptar, aunque me acosté con los ojos hinchados por el llanto. A la mañana siguiente, cuando me levanté para buscarlo y meterlo en la jaula, el gato estaba tieso sobre las losas del patio.
Supe de inmediato que había sido Parodi; seguro le había echado veneno a su comida. Se lo dije a mi madre, pero ella no me creyó. “Claudio ya estaba viejo, pasó lo que tenía que pasar”, argumentó con terquedad. Pero yo sabía que no era así, porque Claudio estaba en perfectas condiciones de salud la noche anterior. Juré entonces venganza; de alguna forma Parodi pagaría por la muerte del gato. Comencé a vigilar a nuestro inquilino; me dediqué a hablar pestes de él. Cuestionaba sobre todo el origen de su dinero. ¿De dónde lo sacaba? No parecía tener un trabajo fijo, pero sin embargo siempre se compraba ropa nueva y sus manos relucían con anillos y relojes de oro. Mi madre siempre apretaba los dientes al escuchar de mis sospechas y decía: “Mientras pague y cumpla, por mí que haga lo que quiera”.
Una mañana, ella se dirigió al fondo para llevarle el desayuno. Golpeó y lo llamó por su nombre, pero no respondió nadie. Sacó su llave de repuesto y abrió la puerta. Casi se chocó contra las piernas de Parodi, que se había colgado de una viga del techo. Llegó la ambulancia y la policía; después de un interrogatorio interminable, se llevaron el cuerpo, cubierto por una sábana. No puedo decir que sentí algo parecido a la pena, pero sí quedé hondamente impresionado. Sin embargo, al rato pensé en el pobre Claudio y traté de sonreír satisfecho. “Finalmente el desgraciado pagó por tu muerte, Claudio”, pensé con falsa alegría.
Pasó la conmoción, pasaron los días y lentamente las cosas comenzaron a teñirse de ese color broncíneo y apagado que solemos llamar “normalidad”. Un hombre, algo mayor de edad, se manifestó interesado por el alquiler de la casa desocupada. Al día siguiente ya se había mudado (no tenía muchas pertenencias) y había entrecruzado algunas palabras amables conmigo. Yo estaba tan agradecido que por poco no lo llamé abuelo. Pensamos que todo había cambiado para bien, pero nos equivocábamos: porque apenas transcurrida la semana, el anciano anuló el contrato y se retiró del lugar. Mi vieja no quiso decirme los motivos, pero yo algo comenzaba a sospechar. Llegó otro inquilino y pasó exactamente lo mismo. Y luego ya nadie volvió a preguntar por el departamento del fondo.
Nuestra situación, a los dos meses, era desesperante. Ni siquiera teníamos para pagar la luz. Un vecino nuestro, amigo de mi madre, nos había hecho una conexión clandestina a la red eléctrica, pero cada tanto los empleados del Municipio la cortaban. Mi vieja comenzó a trabajar en una casa, como sirvienta. La paga era una miseria, y apenas servía para comprar la comida de la semana. Para colmo trabajaba muchas horas en ese lugar, y llegaba a casa reventada y sin ganas de hacer nada. Durante su ausencia yo debía hacerme cargo de mi hermana, y fue en esas horas de absoluta falta de supervisión adulta que decidí ingresar, por primera vez desde la muerte de Parodi, al departamento de atrás.
Sabía que el lugar había quedado embrujado. Por eso los otros inquilinos habían huido. Además, yo sentía extrañas vibraciones cuando jugaba en el patio trasero, una sensación como de ser espiado a través de las cortinas de la ventana. Agarré la copia de la llave y me dirigí al departamento. Mi hermana estaba durmiendo la siesta, y aún era de tarde, pero había comenzado a oscurecer.
Introduje la llave en la cerradura y abrí la puerta.
Parodi estaba allí, sentado en un rincón. Parecía estar esperándome. Su rostro abotargado se veía por completo negro y tenía los ojos salidos hacia fuera, con las córneas apuntando hacia el techo. De inmediato se puso de pie y avanzó en mi dirección, emitiendo horribles sonidos con su garganta. Di un grito y salté hacia atrás, cerrando la puerta de un golpe. Corrí en dirección a la casa y me encerré en la cocina, pensando que la aparición vendría por mí. Pasaron los minutos y nada. Afuera oscureció y comenzaron a escucharse los primeros grillos del verano. Sentí que algo me rozaba la pierna y di un salto: era Bali, el nuevo gato de la casa, que mi madre me había regalado en triste compensación por mi viejo amigo Claudio. Tuve entonces una idea. Bali era un gato blanco, al igual que Claudio, y había leído por ahí que los espíritus malignos odian a los gatos blancos, porque representan la pureza, la bondad y la valentía. Es por eso que el Mal se asocia con lo inverso, es decir con los gatos negros. Así que agarré a Bali y regresé al departamento de atrás. Volví a abrir la puerta y eché al gato dentro. Alcancé a ver que Parodi se encogía en su rincón y retrocedía hacia las sombras. Yo aproveché y me introduje en el dormitorio. Conocía aquella casa como la palma de mi mano, había jugado infinidad de horas entre sus descascaradas paredes, y sabía que el único escondite posible se hallaba debajo de la cama, donde unas tablas del piso ocultaban un agujero. Corrí la cama y retiré las tablas: allí estaban los relojes, anillos y collares que Parodi había robado en vida. También había un fajo gordo de billetes. Recogí todo eso y salí de la casa. Pero antes miré hacia el rincón: Parodi parecía haberse desinflado, como un muñeco, mientras miraba al gato con una expresión de dolor o de rabia en su rostro.
Cuando mi madre regresó del trabajo, le mostré el pequeño tesoro. Le brindé una versión depurada de la historia, que ella se apresuró a creer. Dio un grito de alegría y de inmediato llamó a sus patrones y les dijo que renunciaba. Nosotros, mi hermana y yo, la observábamos sorprendidos.
-Pero mamá, ¿no te preocupa saber que el dinero y las joyas vienen de un ladrón?- le pregunté.
Mi madre no respondió, pero nos dio un beso a cada uno y nos envió a la cama, porque ya era muy tarde.
Obedecí y me acosté. Al rato, sentí un ronroneo a mis pies y miré en esa dirección: Bali estaba allí, hecho un ovillo con sus patas. Le agradecí la ayuda, y el gato, como si comprendiera, alzó la cabeza durante unos instantes y sacudió sus orejas. Y luego siguió durmiendo.
Cerré los ojos y dormí toda la noche, sin sobresaltos. Nunca más volví a ver a Parodi, pero intuyo que ahora debe estar pudriéndose en el Infierno.
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