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Felicidad transitoria

Tomándome por la cintura me apretó a su cuerpo. Yo rodeé su cuello con mis brazos y quedamos frente a frente, mirándonos a los ojos. Acercó su boca a mi oído y quedito me preguntó cómo me sentía. Mi emoción era tal, que sentí que irremediablemente caería en llano. Escondí mi rostro en su pecho. Me preguntó qué pasaba. ¿Qué pasa? Nada, qué estoy feliz, dichosa, radiante. Yo también estoy feliz, me dijo, y sin decir más nos entregamos en un beso prolongado.

Nos habíamos conocido apenas unas horas antes, por la mañana de ese mismo día. Laura y yo habíamos llegado a la ciudad de México a las seis de la mañana, nuestro destino era asistir al Festival Cervantino, pasaríamos esa noche en México y al día siguiente seguiríamos para Guanajuato. Nos instalamos en el hotel y después como buenas provincianas salimos a dejarnos sorprender por las magnificencias de la gran ciudad. Caminamos hasta que no pudimos más, después volvimos al hotel.

Un amigo nuestro nos había invitado a comer al medio día, así que planeamos regresar con tiempo al hotel y estar listas para la hora de la cita.

Unos metros antes de llegar, Laura se detuvo a comprar regalos para sus hijos. Yo seguí caminando. En ese momento él pasó frente a mí. Iba con un amigo, su paso era acelerado, como el de toda la gente que vive en la ciudad del caos. Nuestras miradas se cruzaron y me sonrió, dijo algo que yo no alcancé a entender, pero que tampoco me importó, con su sonrisa había sido suficiente.

Fue un momento mágico, en que quedé sorprendida, arrobada, fascinada. Quise seguirlo con la mirada, pero me contuve. Él siguió su camino hasta perderse en la multitud. Cuando Laura se me emparejó le dije: “tonta, no viste lo que pasó”. Ella, asustada, me preguntó qué había pasado. Yo, jubilosa le narré la escena vivida. Era hermoso –le dije-. Tiene una sonrisa bellísima. Debiste verlo, eres una boba.

De regreso al hotel no paré de hablar de él. Llegamos, nos duchamos y nos arreglamos para la hora de la cita. Sonó el teléfono, una voz al otro lado de la línea me dijo: en el lobby las espera una persona. Ya vamos -le dije- y colgué.

Bajamos, era nuestro amigo. Nos saludamos, su auto estaba en el estacionamiento, así que enfilamos en esa dirección al mismo tiempo que intercambiábamos comentarios sin importancia. Ya en el restaurante conversamos sobre distintos temas. Laura estaba fascinada, el tipo era un hombre culto y educado.

Nos preguntó que haríamos por la noche. Queremos salir a escuchar mariachis, le dije. Se ofreció a llevarnos, nosotras aceptamos. Nos dijo que antes tenía compromisos que cumplir, pero que a las nueve pasaría a recogernos. Le hice hincapié en que no podríamos trasnochar mucho, pues al día siguiente viajaríamos temprano. De vuelta al hotel le pedí que nos dejara en el Paseo de la Reforma, estacionó el auto y nos despedimos.

Laura y yo caminamos, entramos al Palacio de Bellas Artes, a las librerías; compré algunos libros que no se consiguen en Xalapa. Después entramos a Sanborn´s a tomarnos un café. Laura conversaba de no sé qué... yo seguía pensando en el hombre de esa mañana. Salimos de ahí y emprendimos el regreso al hotel.

A las siete de la noche sonó el teléfono. Era nuestro amigo para recordarme que a las nueve pasaría por nosotras. Me propuso que al volver de Garibaldi dejáramos a Laura en el hotel y después saliéramos solos él y yo. Supe hacia dónde iba encaminada su invitación. Le dije que no me gustaba prometer cosas que no iba a cumplir, en ese momento se cortó la comunicación.

Diez minutos antes de las nueve volvió a sonar el teléfono, era un amigo de él. Hablo de parte de Mario, me pidió que la llamara para disculparse, tuvo una emergencia que atender y no podrá pasar por ustedes, me dijo.
No se preocupe, dígale que entiendo –le dije-.
¡Claro que entendía!

Una vez que colgué el teléfono le comenté a Laura el motivo de la llamada. Ella se ofuscó, yo traté de tranquilizarla. Le dije que se serenara, que saldríamos solas como lo habíamos planeado inicialmente. Encendí la televisión pero ninguna de nosotras la veía, ambas estábamos ensimismadas en nuestros propios pensamientos. Le pedí que se levantara de la cama y saliéramos a cenar.

Al frente del hotel había una especie de taberna. En la entrada, escrito en un cartel especificaban lo que ofrecían. Me detuve a leer, me asomé. Un hombre, desde adentro, me hizo una señal invitándome a pasar. Disimulé no verlo, tomé a Laura de la mano, le dije que apresurara el paso y cruzamos la calle.

Llegamos a un establecimiento, adentro varios hombres cenaban y tomaban cerveza. Se veían gente bien, gente de trabajo, pensé que celebraban algo. Me acerqué al señor que atendía el sitio y desde afuera le pregunté si ese lugar era sólo para hombres. Me dijo que no, que era familiar. Me preguntó si queríamos pasar, que nos acomodaba una mesa, respondí que sí y entramos.

Nos condujo al frente de la mesa de ellos. Uno de los que estaban ahí empezó a coquetearme. Yo lo veía tratando de reconocerlo, lo asociaba con alguien, pero no sabía con quién. Levantaba su tarro de cerveza y me lanzaba besos. Otro de ellos se acercó a nuestra mesa, nos preguntó sino éramos de ahí. Le pregunté si se nos notaba lo provincianas, me dijo que sí. Se veía un muchacho sano, no mal intencionado. Lo invité a nuestra mesa. Me platicaba algo, pero yo no le ponía mucha atención, yo seguía tratando de ubicar al hombre de enfrente que seguía coqueteándome.

Me armé de valor y le dije que fuera y me dijera de frente lo que me decía desde su mesa, no creí que lo hiciera, pero lo hizo. Se levantó, fue a nuestra mesa, se sentó frente a mí y me dijo: “te lo dije esta mañana y te lo repito ahora, me gustas muñequita bonita” Me quedé estupefacta, era el mismo hombre de esa mañana, el mismo que no había logrado apartar de mis pensamientos.

Me sonroje, agaché la cabeza y no supe qué decir. Extendió su mano hacía mí y se presentó. Le di la mía y le correspondí diciéndole mi nombre. Poco después su compañero se levantó al baño, en ese momento él se pasó al lado mío, al sitio que había dejado su amigo. Volvió a repetirme que le gustaba. Cuándo te vi entrar te reconocí –me dijo-.
¡Así que era usted! –le dije- sorprendida.

¡Increíble! Pensé. Cómo era posible que en una ciudad tan grande volviéramos a encontrarnos, pero más increíble era la forma en que se habían suscitado los acontecimientos. En fin... así como el agua de los océanos se mueve por influencia de la luna, así suceden cosas en la vida. Situaciones –como estas- que no están al alcance de nuestro entendimiento.

Me preguntó de dónde éramos. De Xalapa –le dije-. Hablamos del motivo de nuestra estancia en esa ciudad. Me habló de cada uno de los hombres que estaban en la mesa del frente, me contó que todos eran compañeros de trabajo y uno a uno me los fue describiendo. Por un momento nos quedamos callados, mirándonos a los ojos. Acercó su rostro al mío y me dio un beso que yo no rechacé. Abrió su mano y la extendió hacia mí, me pidió que pusiera la mía sobre la suya, enlazó sus dedos con los míos y a partir de ahí no nos soltamos.

Su compañero regresó, le comentó que queríamos ir a Garibaldi, él me preguntó sí de veras queríamos ir. Le dije que sí. No es confiable que dos mujeres salgan solas de noche en una ciudad como ésta. Si quieren vamos todos, me dijo. Le comenté a Laura, quien conversaba con otro de sus amigos, ella estuvo de acuerdo.

Acordamos que Laura y yo iríamos al hotel, nos arreglaríamos y ellos nos esperarían ahí. Yo estaba sorprendida y asustada, pero feliz.

Cinco minutos me bastaron para cambiarme de ropa, poner una gotas de perfume tras los lóbulos de las orejas y delinear mis labios. Siempre he tenido la costumbre de pintar mis labios en un papel, de modo que la pintura quede uniforme. Dejé el papel sobre el tocador y salimos al encuentro de ellos.

En el ascensor Laura me dijo que parecía una niña. Le respondí que estaba dichosa, realmente feliz, como no me sentía desde que tenía 17 años. Empiezo a creer en el destino, le dije, y bajamos del ascensor.


Apenas unos días antes, en Xalapa, le había comentado a Laura lo sola que me había sentido en los últimos meses. Mi matrimonio se había venido abajo después que mi marido me dijera que le gustaba otra mujer. Yo me había casado muy enamorada y aunque éramos muy distintos yo lo amaba. Si yo decía playa, él decía campo, si yo decía blanco él decía negro, si yo decía mariachis él me decía que no fuera popular, que escuchara a Mozart, y no es que Mozart no me guste, sólo que no me gusta que me lo impongan. Lo quise mucho, pero él hizo todo lo posible porque dejara de amarlo. La gota que derramó el vaso había ocurrido unos meses atrás, cuando conoció a esa otra mujer y me dijo que quería acostarse con ella. Se hizo construir una habitación en el tercer piso de nuestra casa y se llevó sus cosas personales, fue así como dejamos de compartir la recámara matrimonial. Al principió me dolió, pero con el paso del tiempo dejó de importarme. A pesar de todo nunca se me ocurrió ser infiel, nunca haría algo de lo que después me arrepintiera, algo que me hiciera sentir mal e indigna ante mis propios ojos y nunca me acostaría con otro hombre por despecho. Sin embargo no dejaba de sentirme sola, ansiaba amar y sentirme amada.

Regresamos a donde estaban ellos. Me acerqué a él, volvió a tomarme de la mano y empezamos a caminar en la noche de la ciudad de México. Formamos grupos, detuvieron taxis y nos fuimos a la plaza. Compraron una botella de tequila, refrescos, vasos y nos sirvieron a cada uno. El y yo continuamos caminado por la plaza, por momentos nos deteníamos a besarnos. Uno de sus compañeros le sugirió que me dedicara una canción. Él llamó a un grupo de cantantes y me preguntó que canción quería. Hice memoria y le dije cuál. Mientras el grupo cantaba yo pensaba en la dicha efímera que me estaba proporcionando ese desconocido. En él advertí cosas que en otros hombres habían pasado desapercibidas; su boca, su sonrisa, su forma de caminar, de hablar, todo en él era especial y distinto al resto del género masculino.

Hubo un momento en que estrechamos nuestros cuerpos con más fuerza. Me preguntó si sentía su sexo, le dije que sí. Me preguntó si quería hacer el amor con él. Si respondía que si, pensaría que era una mujer fácil que se acuesta con el primer hombre que tiene al frente, pero también pensé que situaciones como esas se presentaban una sola vez en la vida, así que me jugué el todo por el todo y le respondí que sí. Lo miré a los ojos y le dije que no me importaba qué pasara al día siguiente, porque en ese momento me sentía feliz y quería seguir así hasta que irremediablemente llegara el momento de despedirnos.

A las tres de la mañana acordamos regresar. El resto de sus compañeros acordaron regresar en grupos a sus casas. Él dijo que nos llevaría a Laura y a mí al hotel. Tomamos un taxi de regreso. Laura se bajó primero, se adelantó, pidió la llave en la recepción, subió y entro a la habitación. El y yo nos quedamos en el pasillo, nos recargamos en la pared y seguimos besándonos. Nuevamente me preguntó si quería hacer el amor con él, volví a decirle que sí.

Bajó a la recepción a rentar una habitación. Yo fui al cuarto que había compartido con Laura y le dije llorando: “ no sé si hago bien o mal, pero voy a pasar noche con él”. Ella me dijo: “ Ve, sé feliz, te lo mereces”.

Tocaron a la puerta, era él, me mostró la llave de la habitación recién rentada y me tomó de la mano. Me detuve un momento por mi ropa de dormir y salí con él.

Yo estaba temblando, me abrazó, con besos suaves y delicados me fue tranquilizando. Besó mí cuello, llegó a mis labios, metió su lengua en mi boca y empezamos a quitarnos la ropa. Volvió a preguntarme cómo me sentía. Radiante, como no me había sentido en mucho tiempo –le dije-. Seguimos así hasta que cambiamos de posición. Ebrios de aromas y sabores con nuestras bocas despertamos sensaciones olvidadas por nuestros cuerpos. Por un momento fuimos uno solo, nada del pasado o del futuro nos importó.


Fue así como nos entregamos sin pudor y disfrutamos del amor prohibido, como el niño que se regocija al cometer una travesura. Una vez concluido el acto me recostó en su pecho, me abrazó y así nos quedamos dormidos.

A las seis de la mañana Laura tocó a la habitación, me levanté sigilosa y abrí la puerta. Ella ya estaba bañada, me dijo que tenía que regresar urgentemente a Xalapa, su marido le había llamado diciéndole que su hijo había enfermado. Yo no mostré ningún reparo en que se fuera. Me dio la llave de la habitación que habíamos compartido y se marchó. Volví a la cama, él seguía durmiendo. A las siete treinta despertó y se metió a la ducha. Yo me quedé en la cama por unos minutos más, recapacitando sobre mi conducta, después me levanté, tomé mi ropa que yacía sobre la alfombra y salí de la habitación para volver a la que había compartido con Laura.

Cinco minutos más tarde escuché que se cerraba una puerta, pensé que sería él que se marchaba. Me cubrí la cara con las sábanas cerré los ojos y pensé, ahora con melancolía, en lo feliz que me había hecho sentir ese desconocido. Lloré de dicha, de angustia y también de vergüenza. Pasados unos minutos más tocaron a mi puerta, me levanté, abrí la puerta y me topé con su hermosa sonrisa.

Me preguntó por qué lo había dejado. Pensé que ya todo había terminado –le dije- y volví a la cama. Se sentó frente a mi, en la cama que había sido de Laura. Conversamos como dos viejos y queridísimos amigos que se encuentran después de mucho tiempo de no haberse visto y se cuentan qué ha pasado con sus vidas en los últimos años.

Le conté algunas cosas sobre mi vida; mi matrimonio, mi trabajo, mis hijos. Él hizo lo mismo respecto a su vida. Me contó que tenía un hijo de 16 años al que le gustaba el fútbol, como a él.

Vi en sus ojos ese orgullo que siente un padre al ver bien encaminados a sus hijos. Me pidió que le anotara mi número telefónico. Le pedí que no se sintiera comprometido conmigo, que todo el tiempo había estado consciente de lo que había pasado. Silenció mis labios con un beso y me pidió que lo dejara acostarse a mi lado. Se metió a la cama y volvimos a hacer el amor.

Anotó su número telefónico y me lo dio. Nuevamente me pidió que le anotara el mío. Le pedí un papel, tomó del tocador ese, donde yo había pintado mis labios, apenas unas horas antes, cuando salimos para Garibaldi. Se lo anoté, dobló el papel en cuatro partes y lo guardó en su billetera.

Las horas habían pasado sin sentir, ya eran las diez de la mañana y él debía haber estado en su trabajo desde las ocho.
Me quedaría un rato más, pero debo trabajar –me dijo-.
Le dije que no se preocupara, que se fuera tranquilo.
Me dio un último beso, abrió la puerta, desde ahí siguió lanzándome besos hasta que cerró definitivamente la puerta detrás de él.


Me quedé en la cama, dormí un poco, dos horas más tarde desperté, me duché, arreglé la maleta y salí del hotel rumbo a la terminal de autobuses. Compré un boleto con destino a Guanajuato, me instalé en un hotel y salí a recorrer la ciudad. Yo seguía feliz, sentía que caminaba entre nubes. Pasé por una platería, vi una hermosa colección de pulseras. Hice un conteo rápido de mis compañeras de oficina, le pedí a la empleada que me diera una de cada una. Cuando me dio la cuenta me asusté, pero mi dicha era enorme y quería compartir mi felicidad con alguien, aunque ellas nunca conocieran el motivo de mi dicha.

El resto del día asistí a los eventos del festival. Al día siguiente tomé el autobús que me traería de regreso a mi ciudad.

Aquella noche en Garibaldi, cuando acepté hacer el amor con él, le dije que no me importaba lo que pasara después, ya han pasado seis meses y ya no pienso así. Sí me importa, tanto que tuve que escribir mi historia para perpetuar su recuerdo, para agradecerle a la vida habernos puesto en el mismo camino. Ahora, cada vez que mi marido me recuerda lo poco que significo para él, pienso en aquel chico que fue capaz de regalarme un trozo de felicidad. Tal vez, él también cubra sus lapsos de tormento con mi recuerdo.
Datos del Cuento
  • Autor: Tisha Moon
  • Código: 8253
  • Fecha: 08-04-2004
  • Categoría: Sin Clasificar
  • Media: 6.38
  • Votos: 42
  • Envios: 3
  • Lecturas: 3580
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