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Espíritu Errante (4) Final

CONTINUACIÓN DE ESPÍRITU ERRANTE (1); (2) Y (3):
Ustedes se habrán estado preguntando si este relato va a terminar sin que tengan noticias de Aurora y los manuscritos de mi padre. Catorce días atrás, la respuesta categórica hubiera sido sí; es más, hasta había pensado que la reaparición de la “susodicha” y sus “traducciones”, en el mejor de los casos, me permitiría material para otros escritos; pero esta historia, por fortuna para ustedes, no quedará sin final.
Hace exactamente dos semanas, ya tarde y a mi regreso a casa, encontré en el umbral de la puerta de entrada, un voluminoso sobre, tamaño oficio, conteniendo la totalidad de los extraviados manuscritos y su correspondiente transcripción en clarificadoras letras de computadora. De más está decir que fue abrir el sobre y empezar a leer con ansiedad el valorado legado paterno.
La conmoción, por lo irreal de mi descubrimiento, fue inmediata; pero, no conforme con la primera impresión, emprendí la tortuosa tarea de perfeccionar mi masoquismo. No pegué un ojo en toda la noche; leí y releí, uno a uno, cada capítulo, cada página, cada párrafo, cada............................
Sé que lo que voy a contar será tomado por ustedes como una ficción más de las muchas que abundan en esta obra; pero no hay invención alguna en lo que van a leer a continuación:
“Todo, absolutamente todo, lo que papá escribió en sus últimos dos años de vida fue repetido por mí mientras anduvo su reloj en mi muñeca; y cuando digo todo, estoy incluyendo puntos, comas, espacios”............
Ambos manuscritos (les recuerdo que yo había escrito lo mío en cuadernos que conservo y que no me dejan mentir) eran exactamente iguales hasta en sus más mínimos detalles; salvo por un descuido de mi parte, que me llevaría unos días descubrir.
Impulsado por el sorprendente descubrimiento, retomé mis llamados a Aurora y sobrino que, aunque espaciados no había dejado de hacer nunca; pero, en este caso, para agradecer, pagar y, sobre todo, conversar personalmente con la responsable del trabajo. Había algo en su tendencia a evitar cualquier contacto conmigo que me había llamado la atención desde el día en que le encargué la transcripción; ocasión ésta en la que sí hablé con ella y lo hice por última vez. Mientras rabiaba por las dificultades que se presentaban para contactar a cualquiera de los dos, descubrí que Aurora no había alcanzado a transcribir el último capítulo escrito por papá; éste, por rara coincidencia, no figuraba entre mis relatos. Comencé a sospechar que dicho capítulo no transcripto debía tener especial importancia y que, probablemente, revelara ciertas preguntas para las que no encontraba respuesta. Por supuesto que el flamante hallazgo me empujó, aún más, a buscar un encuentro con la evasiva señora.
A las cansadas, logré que su sobrino me citara en un café céntrico; lo hizo de muy mala gana y sólo conseguí conversar con él, como mucho, diez minutos. Ariel era un muchacho de apariencia humilde y se comportó, en todo momento, como si yo le infundiera verdadero pánico; no quiso aceptar dinero alguno y se limitó a decirme que su tía se había vuelto loca a partir de la entrada en su casa del manuscrito. Me dio la dirección del hospital psiquiátrico en el que estaba internada, se levantó nervioso y se fue sin saludar.
A la mañana siguiente, me dirigí nervioso hacia, tal vez, la respuesta a tantos interrogantes; por lo pronto, necesitaba saber, fuera como fuera, el contenido del dichoso capítulo sin traducir. Supuse que, si encontraba esa respuesta, ésta me revelaría todas las demás. Mientras esperaba impaciente en el amplio salón de visitas, me pregunté si lograría algún resultado; Ariel me había dicho que su tía no hablaba prácticamente con nadie, y que menos lo haría conmigo, a quien hacía responsable de su mal. Sólo basaba mi optimismo en el cariño que Aurora siempre me había profesado y que, esperaba, no hubiera disminuido con su misteriosa enfermedad.
Me causó mucha impresión verla aparecer ayudada por una enfermera, quien la acompañó hasta la mesa en la que yo me encontraba; su deterioro mental era evidente y me produjo un nudo en la garganta; me sentía injustificadamente responsable de lo que le estaba pasando.
-Háblele con dulzura y cuéntele cosas lindas que, aunque no contesta, sí escucha con atención –aconsejó la acompañante antes de dejarnos solos.
Si bien no rehusó sentarse a mi mesa, me fulminó con la mirada, y lo hizo con rencor; no era la Aurora que había conocido. Evidentemente, me hacía responsable de su calvario; aunque quizás, si seguía el consejo de la enfermera, su actitud hostil habría de borrarse. Convencido de poder lograr mi objetivo, monologué banalidades sin parar el tiempo que duró el horario de visitas; pero no hubo respuesta, ni siquiera un gesto o un ademán que me acercara algún optimismo.
La visité durante varios días y le seguí hablando de cosas que ni a ella ni a mí nos interesaban. Luego de mucho darle vueltas al asunto en mis noches de insomnio, llegué a la conclusión de que estaba equivocando mi estrategia; era obvio que Aurora estaba tan desconcertada como yo con toda esta historia, y que lo que esperaba de mí era, justamente, lo que yo esperaba de ella: ¡RESPUESTAS!.
Si quería que me diera el final para mi libro, sólo bastaría con hacerle leer el primer capítulo.
Arribé al hospital temprano, ya que conocía, por las enfermeras, sus hábitos de madrugadora empedernida; en mi mano derecha llevaba una copia del referido capítulo inicial y que, daba por sentado, le soltaría la lengua. Una vez que la tuve sentada frente a mí, y sin abrir la boca, extendí el documento de seis carillas numeradas ante sus ojos y me fui a tomar una Coca a la cafetería. Los minutos que pasé allí fueron los más largos de mi vida; me pregunté si debía volver a casa y regresar al día siguiente, si debía reaparecer yo o esperar que me mandara a llamar, si leería lo que le había dejado o lo ignoraría, si no debía atorarla dándole sólo el tiempo suficiente como para leer el escrito y.................la impaciencia, y no la razón, me llevó a optar por la última alternativa; en minutos estuve de regreso frente a ella, quien no se había movido de su asiento ni parecía haber tocado las hojas prolijamente apiladas en sus narices.
Un silencio denso, perturbador, interminable nos envolvió a ambos; pensé, sinceramente, que había fracasado, que su coraza era impenetrable; la miré largamente, tenía ese gesto de maldad que se había ido profundizando, día a día, desde mi primera visita. Al principio lo había considerado natural, ya que debía odiarme por causarle tanto mal; pero a medida que......
-Sólo voy a hablar una vez –Aurora interrumpió mis pensamientos con una voz que no era la suya-. Le voy a dar el gusto y le contaré la historia que ha venido a buscar; limítese a escuchar sin interrumpir:
“Aquella vez que me encontré con Roberto y me dijo que se estaba haciendo pasar por el bueno de Juan, me quedé pensando si no hubiera debido intentar, a través de él, recabar información acerca de ciertos manejos en el Cielo y el Infierno que evidentemente él conocía, a la vista de su exitoso cambio de identidades; pero desistí ante la convicción de que no había ninguna posibilidad de confiar en él, sobre todo considerando el odio que debía tenerme por mi responsabilidad en su original descenso al Infierno.
Finalmente llegó a mí el plan perfecto que había estado buscando. La solución era tan obvia que me había pasado inadvertida y radicaba, básicamente, en tener una entrevista con Dios; por supuesto que me vería obligada a confesar mi verdadera identidad ante Él. Mi situación era desesperada y mi paciencia había llegado a su límite, razón por la cual no perdí tiempo y solicité mi anhelada audiencia Divina que, para mi sorpresa, me fue otorgada inmediatamente. Viajé al Décimo Cielo acompañado por dos ángeles y, una vez allí, fui dejado en suspensión, sobre la Rosa Celestial, a la espera del Todopoderoso; una luz cegadora sobre mi cabeza invadió cuanto me rodeaba.
-Bienvenida Espíritu –la voz de Dios retumbó en mis oidos-. Veo con satisfacción que te has dignado visitarme.
-Gracias Señor por recibirme –me esforcé por hablar sin titubeos-. Descubro con vergüenza que conoces mi verdadera identidad.
-Deberías saber, hija mía, que mi sabiduría es infinita y todo lo sé; pero no es momento de sermones, ¿dime cuál es la razón que motiva tu agradable visita?
-Amado Dios, ya que todo lo sabes, imagino que tendrás conocimiento de mi intención de corregir el mal que le he hecho a mi hermana; he pensado que, si tú lo apruebas, sería justo que le permitieras viajar a tu reino y reemplazarla yo en el Infierno; lugar éste que Ana no merece y yo sí.
-¿Y quién eres tú para decidir merecimientos, Espíritu? –su voz sonó impaciente-. ¿No se te ha ocurrido pensar que lo que están pasando ambas es lo que yo he considerado justo para ustedes?. Debieras saber que las injusticias sólo son posibles en la vida terrenal.
-Quizás pueda ser entendible mi destino en tu reino, ya que me genera sufrimiento y no dicha; pero....-titubeé un momento -. ¿Cómo se explica la presencia de una santa como mi hermana en un lugar que ha sido creado para gente manifiestamente mala, como yo?
-Ese es un tema que no voy a discutir contigo ahora; ambas están dónde deben estar y no consentiré ningún cambio.
Dios hizo silencio y me dio tiempo a pensar; la conversación se estaba dando de acuerdo a lo previsto y su negativa a mi pedido era lógica y esperable. Acceder hubiera implicado la aceptación de un error, y todos sabemos bien de su condición de infalible; pero ¿quién le iba a quitar la oportunidad de demostrarme su generosidad y liberalismo?. Ahora o nunca era el momento de poner a prueba su proverbial bondad y confianza en la lealtad de sus hijos; si había confiado en Judas, ¿por qué no hacerlo en mí?.
-Por lo menos, Dios mío, permíteme un encuentro con Ana dónde, cuándo y bajo las condiciones que tú consideres convenientes.
-Si prometes responder a mi confianza, podrán reunirse inmediatamente y sin ningún tipo de vigilancia; habrán de conversar libremente y en la más absoluta privacidad.
-Descuenta que me comportaré de un modo tal, que te sentirás orgulloso de mí.
-Espero que así sea, y que no defraudes mis espectativas –mientras hablaba, su luz comenzó a bajar de intensidad-. Como verás, me estoy retirando en este momento; gracias por tu visita, Espíritu.
-Gracias a ti, mi Dios.
A mi vuelta, y siempre acompañado por los dos ángeles, recibí de estos la información de que serían ellos, e inmediatamente, quienes me llevarían al encuentro de mi hermana. No dejaba de provocarme inquietud la generosidad de Dios, quien terminaba de autorizarme a algo que, inevitablemente, finalizaría con un nuevo intercambio de identidades y el viaje de ambas hermanas a los destinos que, por sus comportamientos en la Tierra, era justo que tuvieran. Dios tenía que saber que esto sucedería pero, sin embargo estaba dispuesto a hacer “la vista gorda” y permitirlo. ¿Por qué? me preguntaba una y otra vez. A pesar de mis temores y de la obvia trampa en la que me estaba metiendo, seguí adelante con el plan.
El reencuentro con Ana fue muy emotivo y exento de rencores; mi hermana, una vez más, me daba una lección de bondad y amor fraterno. Conversamos largamente y nos pusimos al día de tantas cosas; por supuesto que le hablé maravillas de la vida en el Paraíso y de la inmensa felicidad de convivir con padres, familiares y amigos en general. Lloró de emoción y de añoranzas, y me pidió encarecidamente que la ayudara a salir cuanto antes del Infierno. Me contó que, dentro de todo, su lugar de residencia, La Dantesca, era muy tolerable; pero que no soportaba la ausencia de Dios ni de sus seres queridos. Cuando más avanzaba Ana en su relato, más me convencía de lo fácil que sería acomodarme favorablemente en un lugar que parecía hecho a mi medida. Grande fue mi sorpresa cuando me confidenció que el poder de Lucifer en el Infierno era compartido con Dante Alighieri, y que éste le había echado el ojo, desde un principio, con el libidinoso fin de hacerla víctima de sus apetitos sexuales. ¡Dios le da pan al que no tiene dientes!, pensé con envidia; ¡qué no daría yo por ser la “hembra” del número dos del lugar!.
Convencer a Ana de ejecutar mi plan fue muy sencillo; después de todo, no estábamos haciendo más que volver las cosas a la normalidad. Lo que no resultó tan fácil para ambas fue la despedida, ya que era muy probable que no nos volviéramos a ver; pero no dramaticemos, me dije, que el Infierno es mi objetivo y está muy cerca. Los ángeles encargados de acompañarnos en nuestros regresos no sospecharon nada y el engaño se consumó sin dificultad alguna.
Llegar al lugar que tanto había soñado habitar me llenó de un júbilo nunca antes experimentado; recorrí todo con la curiosidad de un niño; en mi camino hacia La Dantesca fui testigo del espantoso sufrimiento de tantas almas pecadoras y me compadecí de ellas. Ahora que iba ser Primera Dama, aprovecharía mi flamante poder para cambiar algunas cosas; pero no tantas que desvirtuaran la esencia del lugar, el cual había sido creado para el sufrimiento y así debía continuar.
Grande fue la sorpresa de Dante cuando notó que su codiciada presa sexual ya no lo rechazaba. Luego de un calculado flirteo previo, caí en sus brazos y, apelando a mis irresistibles armas de seducción, me convertí, al poco tiempo, en su mujer oficial; por supuesto que ello no implicaba su fidelidad, pero sí me permitió instalarme con él en su Palacio y compartir su cama todas las noches. Se suponía que, bajo el mismo techo, moraba Lucifer; pero no se dejaba ver por nadie más que por Dante, su gran amigo y compañero de “parrandas”.
Así como había pasado inolvidables momentos de felicidad en El Cielo, fui muy feliz también, y por mucho tiempo, en mi añorado Infierno; aunque se trató de una felicidad distinta, más parecida a una satisfacción perversa que a la inexplicable dicha Divina. No estaba hecha, sin embargo, para ser feliz eternamente, cosa que, ahora sé, Dios concede a quienes le son leales; los tormentos y el sufrimiento más profundo acechaban detrás de cada nube.
Dante era un hombre muy malvado y desconsiderado en extremo, y estaba impregnado de un odio y un rencor inexplicables; pero prevalecía el amor mutuo sin que estos terribles defectos salieran a la superficie. No obstante, y sin que lo percibiera al principio, mi amado comenzó a cansarse de nuestra larga convivencia. Para mi consuelo, Lucifer se había convertido en partícipe activo de nuestras noches de lujuria y, a veces, la confusión era tal que me costaba diferenciar a uno del otro. A pesar de mis esfuerzos, mi relación con Dante, de quien seguía enamorada, no mejoraba; en cuanto a la que tenía con Lucifer, sólo se limitaba a lo sexual y en penumbras.
Desde hacía algún tiempo, mi adorado poeta me había comenzado a hablar de un antiquísimo espejo de su propiedad que permanecía extraviado en La Tierra. Estaba obsesionado por recuperarlo y pretendía que fuera yo quien viajara en su búsqueda y se lo restituyera. En un principio me pareció un disparate pero, a medida que se fueron agudizando nuestros problemas de convivencia, empecé a considerar si una separación pasajera no ayudaría a recomponer una relación cada vez más difícil. Maldito el día en el que decidí acceder a sus imperiosas pretensiones.
No voy a extenderme demasiado en mis relatos sobre lo sucedido en La tierra, sólo diré que, luego de mucho buscar, encontré el espejo y que, después de algunos intentos fallidos, cumplí eficientemente con la misión encomendada; el espejo está nuevamente con su dueño, pero yo no he vuelto con él.
Mucho me temo que Dios se ha salido, una vez más, con la suya; me ha dejado varada “in eternum” en La Tierra, internada en un manicomio y, como peor castigo, se ha deleitado en condenarme a la insoportable ausencia de mi amado ¡Diablo!”.
Aurora hizo silencio y me dejó anonadado con su escalofriante relato; terminaba de contarme el final de la historia que tanto le había pedido y que, ni en sueños, había imaginado tan perturbador; pero la desconcertante confusión entre Dante y Diablo, más otras dudas, requerían algunas aclaraciones. Entonces, a pesar de su expresa prohibición, le hablé:
-No calle ahora, por favor señora. ¿Por qué confunde a Dante con el Diablo?
-..............
-No puede dejar su relato sin un final más claro –agregué -. ¿Cuál es la verdadera relación entre Alighieri y Lucifer?, ¿Quién es usted, realmente?........................................
Sus respuestas no llegaron y no hubo manera de quebrar su mutismo. Insistí en mis ruegos durante un buen rato; pero Aurora, o Espíritu, no quiso volver a hablar. Cuando se cumplió el horario de visitas, su hermetismo persistía y, mal que me pesara, se había llamado a silencio y no tenía intención alguna de hablar. Volví a visitarla varias veces pero no lograba, a pesar de mi insistencia, quebrar su terca resistencia a responder a mis preguntas; pero mi perseverancia tendría su premio. Cuando ya había perdido toda esperanza de éxito y mi paciencia llegaba a su límite, Espíritu abandonó su mutismo; con desprecio en sus palabras y la voz más diabólica que jamás había oído, recitó monocorde:


Pobre alma triste,he sufrido tanto,
he rodado sola sin hallar el rumbo;
recorrí en pena pero sin un llanto
y viajé altiva, aunque a los tumbos.

Apelando hábil, fiel a mis encantos,
pude hacer el mal con rencor profundo,
para provocar ese horror y espanto
que tiñó de hiel mi podrido mundo.

No he tenido paz, dice mi memoria,
envolví a tantos en su inocencia;
me creyeron buena y sembré discordia
llena de ruindad, plena de indecencia.

Desafié a Dios en su santa gloria,
pero fue fracaso, pero fue impotencia;
quise ser mejor, pero ya mi historia
era un manuscrito, que marcó mi esencia.

Lucifer me amó vacuo y sideral,
pero me entregué a un poeta, Dante,
aunque no me amó ni por un instante;
fui su instrumento para hacer el mal.

Somos integrantes de La Trinidad,
somos Padre, Hijo y Espíritu errante,
tres almas distintas en su igualdad
y un solo Diablo puro y constante.

-------------------FIN-------------------
Datos del Cuento
  • Categoría: Terror
  • Media: 7.04
  • Votos: 48
  • Envios: 1
  • Lecturas: 4670
  • Valoración:
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