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Epístola a mi maestra

Maestra Silvia:
Ya sé que nunca le gustó que le dijera así, pero esa costumbre se me arraigó tanto en mi infancia, cuando viví allá en el campo donde mi padre trabajaba de peón; y la orfandad de recursos económicos, de educación y para que le nombro la cultura, nos aplastaba de sumisión ante cualquiera que pudiera calzar zapatos con suela completa, tuviera un techo que no se lloviera, se alimentara todos los días y que decir si además era la profesora de la escuela, como lo era usted; lo que para nosotros significaba un pedestal de status y sabiduría inalcanzable.
Debido a que hoy se inician las clases escolares nuevamente y me he visto estos días envuelta en el trajín de uniformes, cuadernos y cuanta cosa necesitan mis hijos para enfrentar la escolaridad de este año, es que la vuelvo a recordar; además, en ésta ocasión no he podido dejar de visualizarme en mi infancia; siempre muy pequeña para la edad, delgadísima, cubierta apenas lo necesario para no estar desnuda, y mi estómago siempre reclamante del alimento que sólo estaba en abundancia en la casa de los letrados.
Yo sé, maestra, que debiera; pero no le doy las gracias por las tantas veces que me invitó a su habitación, esa grande y cómoda que arrendaba en casa de la directora, ubicada al lado de la escuela. Allí usted me atosigaba de comida, de halagos, me enseñaba a peinarme, me hablaba de la importancia de cosas que en ese tiempo yo no entendía mucho: el aseo, la verdad, la honradez, el hacerse respetar por un hombre, los buenos modales y otras tantas.
Todos los momentos que podía pasar con usted era el único solaz que tenía en mi vida de niña campesina, pobre y humillada. Lo triste para mí era cuando llegaba el viernes; pasado el medio día, terminando las clases usted tomaba la micro que la llevaba al pueblo donde estaba su casa, su familia; allí además veía a su amado y sólo regresaba el domingo al atardecer cuando él la llevaba de vuelta a su lugar de trabajo en su rojo y hermoso auto deportivo. Yo siempre estaba escondida por ahí esperándola y observando a hurtadillas los besos de despedidas que se daban; siempre quise escuchar lo que se decían pero nunca me atreví a acercarme más. Miraba embelesada como usted lo veía partir, haciéndole señas con la mano hasta que el techo del auto se perdía en la bajada de la loma; de ahí se entraba presurosa y siempre con más de algún paquete, y yo observándola anhelante tratando de adivinar cual de ellos era para mí. Invariablemente al otro día, después de terminada las clases, con cualquier pretexto me hacía ir a su habitación, donde me probaba los zapatos de su hermana que me había traído o alguna ropa que ya no ocupaban en su casa; y yo no se porqué razón no lo hacían, considerando que todas las prendas que me regalaba estaban en perfectas condiciones; y aunque no hubiese sido así, de todas formas, cualquier cosa de vestir era un tesoro que ayudaba a disimular lo precario de mi situación. Cuantas veces le negué descarada lo grande o chico que me quedaba alguno de sus regalos; usted; y conste que tampoco le doy las gracias por eso, me sonreía comprensiva diciendo: - Dile a tu mamá que te lo arregle -.
Había un solo punto de divergencia entre nosotras ya que nada le gustaba que yo llegara tarde a clases y me catalogó muchas veces de taimada porque me negaba a dar explicaciones; pero en ese tiempo nunca me animé a confesarle que cuando mamá se dormía, mi padre, siempre embriagado, me arrastraba hasta el pajar donde me "enseñaba a ser mujer", como él me explicaba tratando de vencer mi terror y resistencia. Cuando se satisfacía podía yo volver, siempre sucia, frustrada y llorando hasta el amanecer.
Lo siento maestra, pero no puedo darle las gracias por su proceder cuando usted, aburrida ya de mis llegadas siempre tarde, un jueves que se me gravó muy bien, en cuanto llegué me llevó a la oficina para interrogarme, ésta estaba vacía pues la directora también hacía clases ya que como seguramente no habrá olvidado, éramos muchos alumnos y de muy distintas edades como para que nos atendiera usted sola. Me sentí muy sorprendida de la dureza con que lo hizo, ¡era esa una actitud tan inusual en usted! Forzada por sus palabras y amenazas a decirle la verdad lo hice sólo a medias; y esa mitad arreglada tratando que fuera creíble: - Lo que pasa maestra, - le dije -, es que por las noches mis papás siempre pelean y yo para no oírlos me voy al pajar, allí se me pasa la hora esperando que ellos dejen de pelear y se duerman; por eso me acuesto muy tarde. -
Supongo que quiso ver por sus ojos cual era la realidad ya que esa misma noche, cuando mi padre estaba sobre mí, dándome la lección acostumbrada, entró usted con los ojos desorbitados y una tranca en la mano. Me causó placer verla golpearlo; él estaba tan borracho y sorprendido por los golpes propinados por usted que no se defendió y creo que ni siquiera fue capaz de comprender lo que pasaba. Cuando usted terminó de desahogar su furia se sentó unos instantes hasta que su respiración se calmó, todo ese rato mantuvo la tranca en sus manos y observando amenazadora el cuerpo caído y muy asustado de mi padre; enseguida, silenciosa y con dulzura me llevo a donde usted vivía; sin preguntar ni comentar nada, pero sí, con sus ojos húmedos. Me ayudó a bañarme, me puso un pijama suyo después me dio leche caliente y un trozo de queque de chocolate que usted había horneado.
Al día siguiente, después de hablar con la directora, me llevó al pueblo, fuimos donde los carabineros, sólo recuerdo que algo dijeron respecto a que ya no había evidencias así que nada se podía hacer.
Me enteré que usted era sobrina del Alcalde cuando de ahí nos fuimos a hablar con él; gracias a esa influencia consiguió que me aceptaran becada, en el internado de la ciudad próxima, le aclaro que no le doy las gracias, pero eso arregló mi vida.
El domingo próximo, ya entrada la noche y gracias a que su amado fue a dejarnos llegamos a mi casa, mi padre sentado en un rincón nos miraba con la cabeza gacha y los dedos entrelazados descansando sobre sus piernas; mi madre, parada a unos metros de él, la escuchó llorosa y en silencio asintiendo a todo lo que usted propuso, después juntó mis pocas pertenencias y me las entregó dándome un largo abrazo y el único beso que recuerdo de ella. A usted, en forma muy avergonzada, le dio las gracias por su ayuda; quedando a continuación con la cara triste y mojada en lágrimas mientras nos miraba alejarnos del lugar.
Gracias a ese internado y, a que me recibieran en casa de sus padres los fines de semana y vacaciones, además financiaran mis gastos, me transformé en señorita educada; sé que principalmente se lo debo a usted, pero le insisto, no le doy las gracias.
Muy luego usted se casó con el hombre dueño de su corazón; los dos siguieron siempre muy atentos a mis necesidades y a darme esparcimiento cuando sus obligaciones y las mías dejaban un espacio para eso. Con sonrisa en los labios recuerdo cuando su marido me enseñaba a manejar el auto, y yo, de puro nerviosa lo choqué contra el aromo que estaba a la entrada de su parcela; enseguida usted salió de la casa a prestarme consuelo, me abrazó y acarició mi cabello hasta que logré calmar mis lágrimas, más tarde escuché como reprendía a su marido por no estar atento a mis maniobras sabiendo que yo estaba recién aprendiendo.
Después de transcurrido unos pocos años, más o menos un mes después que usted estuvo tan grave a consecuencia de la complicación que tuvo tras el parto de su único hijo, me di cuenta que por primera vez me había enamorado, y creo que él de mí. Era el hombre más hermoso y dulce que había conocido, pero no acepté su amor, no podía, no debía hacerlo. Terminando ese año, y con eso mi enseñanza media, conocí un muchacho que aunque a su marido no le gustó, usted lo encontró apropiado para mí; esa opinión me fue suficiente para que al poco tiempo aceptara casarme con él y venirnos de inmediato a la capital. Nunca he logrado amarlo, pero aún así pudimos formar una buena familia, tranquila y de buen pasar.
Supe que hace poco usted enviudó y que eso le fue mas bien motivo de descanso, ya que el amor hacía tiempo se había acabado entre ustedes y sólo la inercia de los prejuicios mantenía unido su matrimonio; a raíz de eso y; como ya le conté, de las clases que ya empiezan, es que la estoy recordando con detenimiento; y he decidido además, aclararle porqué no le doy las gracias, siendo que siempre usted tuvo una bondad extrema para mí: - Maestra, usted me enseñó muchas cosas, todas de alguna forma me sirvieron para obtener y conservar un lugar digno en nuestra sociedad; pero hay algo que jamás me dijo; usted maestra, nunca me instruyó sobre el grado superlativo de la palabra "gracias"; término que ahora tanto necesito para expresarle el verdadero volumen de la enorme intensidad del agradecimiento y cariño que siento hacia usted y; si como prueba de mi verdad le sirve, yo tengo que decírselo maestra, siento que ahora puedo, estoy segura que ya no resulta una infamia:
-Maestra, el hombre que rechacé, a pesar de que lo amaba tanto... era su marido.

Rosaura Castillo.










Epístola A
Mi
Maestra


Cuento Inédito de
VIRGO
Datos del Cuento
  • Autor: Irismo
  • Código: 7356
  • Fecha: 25-02-2004
  • Categoría: Sin Clasificar
  • Media: 6.24
  • Votos: 17
  • Envios: 0
  • Lecturas: 4302
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