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El perro y la luna

El perro y la luna




Se llamaba Gualdo y era un perro que había envejecido a golpe de correa y vara. Ya sé que suena muy duro decirlo así, pero la verdad solo tiene un camino. Lloraba amargamente todas las noches, pues por el día y a la vista de su malvado dueño, sus lágrimas sólo le podían acarrear más golpes. En el perro descargaba la furia acumulada durante el día en su nauseabundo trabajo; para él eran los palos que expresaban la rabia e indolencia de un ser despreciable y canalla, que devolvía por amor un odio visceral y desmedido. Pero Gualdo era noble y sufrido y jamás habría osado enseñar los dientes a su deplorable amo, sabía aguantar firme e impertérrito y, al final, debía lamer la mano cruel que lo apaleaba día tras día. Así vivía, con esa sumisión imperturbable, casi con el deleite del empequeñecido frente al grande que todo lo domina y debe soportar esa carga hasta que algo en su vida cambie… ¡aunque sea la propia vida!
Sin embargo, Gualdo continuaba allí, en aquella vieja masía anclada en plena naturaleza, rodeada de tantos atractivos que hubieran sido toda una delicia para él de haber sido las cosas distintas a como eran en realidad, atado con una reluciente cadena a una estaca, amarrado al suelo que era su mundo, el mundo que circunvalaba la extensión de la cadena.
Las noches eran su refugio (entre otras cosas porque el dueño dormía y se preservaba de arrearle palos). La inmensidad del campo era algo que asustaba, pero que a la vez confortaba, con sus flores y sus aromas. ¡Qué bonito sería ser libre y poder correr por él! Encharcarse de rocío y lucir como un brasa encendida mientras el viento va acariciando su largo cuerpo y besando su maltrecho rostro.
Y una noche miró al cielo… ¡Cuantísimas estrellas había allí! Parecían las lágrimas que se le habían escapado y luego subido hasta alcanzar ese lienzo azabache en el que ahora se veían prendidas. Pero… ¿tanto había llorado?... ¿tantas lágrimas derramadas para haber llenado el cielo?... Estaban allí, eso era obvio, y él las miraba con ojillos temblorosos y asustados.
Desde entonces y cada noche solía echar la vista arriba, y se asombraba, se emocionaba, sabía que aquellas estrellas eran como un poco parte de su ser, un poco de luz brillante de sus nobles sentimientos. Y allí se quedaba embobado, mirándolas, colgado de algún luciente destello que le permitía soñar y marchar en pos de ese sueño hasta las lejanas cotas de la felicidad. Soñando, sólo soñando…
Pero un día vio algo muy grande en el cielo. No, no era una estrella, sino algo más grande... No brillaba tanto, pero casi… ¡Era la luna!, algo que él aún no había visto hasta entonces pero que le agradó mucho su presencia. Pronto se familiarizó con ella y, cada vez que asomaba al cielo, el perro le hablaba y sólo le profesaba halagos y palabras aduladoras para que la altísima luna le enseñara el camino a tomar o, mucho mejor todavía, lo llevara con ella lejos del dolor y la sinrazón.
-¡Cómo puedo decirte, bella luna, que me lleves lejos de aquí, a otro lugar en la tierra o a otro lugar en el cielo?
La luna lo miraba con tristeza, la compasión se encendía en su rostro; pero las cosas no son tan sencillas como a un pobre perro le podían parecer.
-Lo siento, noble Gualdo, no puedo hacer lo que me pides, aunque es lo que más me gustaría en este mundo.
Y a la noche siguiente…:
-Bella luna, ayúdame a salir de este camino espinoso que me atormenta y hace sufrir.
Y la luna, apesadumbrada, no sabía qué decir.
Gualdo pudo percatarse que la luna iba menguando de tamaño a medida que pasaban los días hasta que desaparecía del cielo para volver a salir un tiempo después creciendo y volviéndose grande nuevamente. Cada vez que la luna completaba su ciclo y regresaba veía que el pobre Gualdo estaba más débil, más machacado, más… ¡apagado! Y las palabras del perro volvían a ser las mismas; idénticas palabras que las ya dichas para expresar la desolación que tenía.
Aquel día fue terrible. Al atardecer, regresó su dueño a la hacienda, borracho y alborotado, con un grueso garrote entre sus manos que blandía como un guerrero de cuento mueve amenazador su fría y brillante espada. ¡La paliza fue brutal! Luego se fue para casa, satisfecho y relajado, con el deber cumplido: ¡así se dormía mejor!
-¡Oh, bella luna!, perdona que casi no pueda hablarte; ni las palabras me salen pues la sangre corre aún por mi boca.
La luna palidecía. Si hubiera podido llorar lo hubiera hecho. Si hubiera tenido lágrimas se las habría regalado para que mitigaran las heridas del pobre Gualdo.
-Ya no sé, bella luna, si pedirte de nuevo que me lleves contigo. Ya nada importa. Creo que me es igual que continúe aquí o me vaya a tu lado. Tal vez es lo que me tengo merecido si algún daño he hecho sin yo saberlo.
Y la bella luna ya no pudo ver sufrir por más tiempo a aquel ser abandonado de la más ciega compasión.
-Ahora te diré, noble Gualdo, que irás conmigo allá donde yo pueda llevarte. Pero antes tendrás que descansar, estás en muy mal estado. Te prometo que cuando despiertes estarás tan dentro de mí que lucirás como el más brillante lucero del cielo.
Y el perro Gualdo se acostó, dolorido y magullado; pero le había llegado, como venido con el rocío de la noche, una bonita felicidad que lo iba llenando poco a poco.


A la mañana siguiente el amo de Gualdo se acercó hasta allí, enarbolando su temible vara y lo miró despreciable. Luego, el palo se le cayó de las manos: ¡Gualdo estaba muerto!, hecho un ovillo, en el frío suelo enmoquetado de hierba. El amo se volvió rabioso, injuriaba como un enloquecido y miraba encolerizado hacia los lados. Luego miró el cielo azul, y, deslumbrantes los rayos de sol, enceguecieron su mirada.
En el cielo no pudo ver la luna, que sabe muy bien guardar sus secretos, que sólo expande su luz sensible y arrebatadora para aquellos que saben mirarla y pedir sus deseos…



Moraleja: La muerte de Gualdo sirvió para que su noble espíritu vuele libre en el tiempo y en el espacio y todos nos veamos reflejados un poco en él. Veremos si somos capaces de profundizar en aquellos seres que no son humanos, pero que tienen tan loables sentimientos como cualquiera de nosotros.


© J. Francisco Mielgo 30/05/2005
Datos del Cuento
  • Categoría: Fábulas
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