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El juicio de Salomón

Beatriz y su prima Anabel jugaban en la piscina del abuelo. Las dos niñas era muy amigas. Las dos habían nacido el mismo día y siempre celebraban juntas su cumpleaños. Como era tradición, siempre recibían el mismo regalo de su abuelo. Por su octavo cumpleaños este les había regalado una barca hinchable a cada una. Para que no hubiera problemas, las dos barcas eran exactamente iguales. 

Pero mientras jugaban una de las barcas se rompió. Las dos se echaban la culpa la una a la otra e insistían en que la barca que no había sufrido daños era la suya.

-La barca que se ha roto es la tuya -decía Beatriz.

-De eso nada, la que está rota es la tuya -insistía Anabel.

Después de un buen rato discutiendo las niñas decidieron ir a ver al abuelo.

-¿Qué pasa aquí? -preguntó el abuelo.

-Beatriz ha roto su barca y ahora dice que no, que la barca que está rota es la mía -dijo Anabel.

-De eso nada -intervino Beatriz-. Yo no he roto ninguna barca. Has sido tú. Tú has roto tu barca y ahora quieres endosármela a mí. 

-Está bien niñas -interrumpió el abuelo-. Como las dos barcas son iguales es muy difícil saber de quién es la barca rota. Tampoco estaba allí para ver lo que pasó y como vuestras versiones no coinciden no podemos saber exactamente qué ocurrió. Así que aplicaré el juicio del rey Salomón.

Las dos niños se quedaron petrificadas. ¿Qué juicio sería ese? El abuelo adivinó en sus caras que las niñas no tenían ni idea de lo que estaba hablando, así que les contó la historia.

-Os voy a contar una historia muy interesante. Hace mucho tiempo hubo un rey, el rey Salomón, que heredó el trono de Israel de su padre, el rey David.

-¿El rey de los judíos? -preguntó Beatriz-. ¿Nos vas a contar una historia de la Biblia ahora, abuelo, con este lío que tenemos montado? ¿En serio?

-En serio, Beatriz -dijo el abuelo-. Tú escucha, que lo mismo hasta aprendes algo.

-No entiendo qué tiene que ver esto con la barca -dijo Anabel-. La verdad, abuelo, estás empezando a chochear un poco.

-Déjame acabar y luego me dices a ver si chocheo o no -dijo el abuelo. Y siguió con su historia.

Salomón había heredado el trono de su padre siendo muy joven. Un día, Dios se le apareció en sueños y le dijo que le daría lo que él quisiera. Salomón, al ser tan joven, tenía miedo de no ser lo suficientemente sabio como para gobernar y guiar adecuadamente a su pueblo, así que pidió a Dios sabiduría para ello. Esto gustó mucho a Dios, pues cualquier otro hubiera pedido riquezas y gloria para sí mismo, mientras que Salomón no pensaba en él, sino en los suyos. Por eso Dios, además de la sabiduría que Salomón le había pedido, también le bendijo con gloria y riquezas.

Poco tiempo llevaba gobernando Salomón cuando aparecieron ante él dos mujeres, ambas madres de dos recién nacidos. Ellas se disputaban a uno de los bebés, pues el otro había nacido muerto. Como no se ponían de acuerdo, Salomón dictaminó:

-Cortad al niño por la mitad y entregad una parte a cada una de las mujeres.

Una de las mujeres dijo:

-Pues ni para ti ni para mí. Que lo partan por la mitad.

La otra se tiró a los pies de Salomón y le suplicó:

-Por Dios, no hagáis eso, señor. Prefiero que mi hijo viva con esa mala mujer antes que verle muerto.

-No toquéis al niño y entregádselo a esta mujer -dijo el rey Salomón, señalando a la mujer arrodillada a sus pies.

Así el rey demostró a su pueblo que era un rey sabio y justo en el que podían confiar. 

-Y ahora, ¿qué? ¿Nos propones que partamos la barca por la mitad para que una de las dos se ponga a llorar pidiendo que no la rompas, y diciéndote que se la dé a la otra? -preguntó Beatriz-. ¡Qué cutre, abuelo, qué cutre!

-A mí también me parece de lo más cutre -dijo Anabel-. Si querías hacernos esa propuesta no tenías que habernos contado la historia. Además, las dos barcas son iguales. Aunque hubiéramos caído en la trampa eso solo demostraría quién de las dos es la más egoísta. La verdad es que jugábamos con las barcas sin saber cuál era de la una y cuál la de otra.

-Entonces, ¿qué hacemos? -preguntó el abuelo.

Las niñas se miraron. Ambas se habían dado cuenta de que habían sido muy egoístas. Ni siquiera sabían quién había roto la barca.

-¡La compartimos! -exclamaron las dos a la vez.

-Me parece estupendo, niñas -dijo el abuelo-. Ahora dadle un beso a este abuelo que chochea y a jugar a la piscina.

-¡Que no chocheas, abuelo! -dijo una.

-Eres el mejor -dijo la otra. Y las dos le plantaron sendos besos, una en cada mejilla, y se fueron a jugar.

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