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El informe

~¿Alguna vez te ha pasado que la maquina no ha funcionado justo cuando más lo necesitabas?
Generalmente eso sucede cuando has venido de un muy mal día y por más que quieras que el día acabe de una vez por todas debes rogar contrariamente a que el reloj no dé las doce, porque entonces será demasiado tarde y el día se te habrá ido muy pronto sin haber hecho todo eso que debías y tenías programado hacer.

Entonces, agotado, enciendes el ordenador, te frotas los ojos ante la fluorescente luz del monitor y te resignas a terminar de tipiar ese odioso informe que debe ser presentado en menos de cuatro horas, significando que tienes al menos dos horas para redactarlo, formatearlo e imprimirlo; más tiempo no te queda, porque aún debes comer algo y con suerte, podrás echarte una siestita en el colectivo de camino a la facultad.

Desde ya, durante los minutos que perdiste pensando en todo esto, en lo tedioso que es el trabajo que debes hacer, forzando tu vista, recién ahora notas que la máquina no ha iniciado correctamente. ¡Demonios! Ahora empiezas a maldecir, estás muy furioso y en segundo plano queda tu preocupación por no llegar a presentar a tiempo tu informe en caso que la computadora que rehusara a arrancar.

La pantalla en negro te indica unas líneas blancas en inglés. Y tú no entiendes inglés. Y lo que es aún peor, no es necesario que recuerdes que tu diccionario de inglés lo tu tiene tu ex hace más de cinco años. Aprietas con furia “any kay” y no das en la tecla que ayude a que tu máquina colabore contigo. La reinicias, es la opción más rápida y fácil.

Pero al reiniciarla, no sólo tarda horrores en encenderse nuevamente sino que además, notas que el teclado no reacciona esta vez, pues las luces que indican que está encendido no titila ninguna de verde. Recorres el cable y te agachas de bajo del escritorio (incómodamente) para corroborar que esté bien enchufado. Encuentras justo detrás de la maraña de cables (y telas de araña) aquel papel aovillado que habías buscado con desesperación por dos semanas seguidas y te habías resignado a hallarlo. Maldices muchas veces más, y recuerdas cada una de las palabrotas que conoces porque, además, desenchufas y vuelves a conectar el cable del teclado y éste no reacciona. En contra de tu humor, ese que te prohíbe que lo hagas porque empeorarás tu estado, consultas el reloj. Ya has perdido casi quince minutos ¡y aún no has podido siquiera abrir el programa de texto!

Reinicias la máquina nuevamente, porque no entiendes de computación y tampoco te interesa, sólo quieres terminar tu maldito informe.

Mientras espera que el ordenador reaccione, repasa en su mente el texto que debe reescribir. ¡Qué irónico! piensa, pues ese trabajo se trata justamente sobre un texto que detalla la actual vida cotidiana ligada y acostumbrada a la tecnología, ese tipo de vida a la que rehúsas adaptarte, porque, de hecho, eres un tanto tecnofóbico. Y sabes que por más que le pongas buena voluntad las máquinas no quieren hacerse amigas tuyas, ningún tipo de artefacto moderadamente “nuevo”, en su caso ni su celular, ni el microondas, y su enemiga personal por excelencia, ésa que se supone es una herramienta de trabajo, una “facilidad”, la computadora, no hace más que agravar tu fobia y tu humor, obligándote a replantearte si fuera necesario acudir a terapia para superar esa enemistad que en vez de hacerle la vida “más fácil” sólo la empeora en los momento más críticos.

Comprarse una computadora fue una decisión que lo tenía obligado, debía tener una, porque sus tiempos, sus horarios ajustados, le impedían tener tiempo para acudir a un ciber; además, ¡que gasto más inútil que pagar por un servicio que ni siquiera sabes usar! De manera que lo que estarías pagando sería el tiempo perdido empleado en descifrar cómo demonios ingresar a un programa que te permita escribir un miserable par de líneas que debes presentar prolijamente. Entonces, cuando por fin te decides a comparte una, como en el caso de él, gastas tus ahorros (esos que tenías destinado a otra cosa, como una cafetera, cortadora de césped, equipo de música) y te compras una de ésas de promoción, las que por el dinero justo que tienes y puedes gastar, te ofrecen monitor, CPU, teclado, mouse y parlantes. Y por un poco más (ese poco más que seguramente puedes gastar porque lo tenías de repuesto) te llevas “de regalo” una impresora. ¡Qué ganga! Pero exactamente pasado un mes del período estipulado que cubre la garantía, la máquina empieza a mostrar la hilacha, y tu vida de aprendizaje no sirvió de nada en esos dos años de garantía porque, ahora que más o menos te las arreglas con esta nueva tecnología, resulta que tu máquina se rompe, así porque sí, y debes llevar el ordenador a un letrado de esos que surgieron ahora, “los capos”, “los salvadores”: los del servicio técnico de PC. De manera que no te sirvió de nada el curso de computación que te viste obligado a hacer por tres tediosos y costosos meses, porque hay otro, encima de ti, “un capo” que sabe más que tú y debes pagarle para que mime un rato al ordenador y así la computadora acepte amigarse por un tiempo contigo y te ayude así con los quehaceres computacionales.

A él le pasó exactamente eso ya una vez, y no piensa llevar su maldita máquina al técnico otra vez. De manera que, una vez que el ordenador encendió y reconoció al teclado y éste se comprobó funcionando, abrió el programa de procesador de textos y comenzó con la tediosa tarea de transcribir su informe que se había aprendido casi de memoria.

Tenía tanto sueño, estaba tan cansado, que por momentos sus párpados se cerraban y la pantalla, desapareciendo por unos fugaces segundos, le hacían despertarse rápidamente del sopor, para caer nuevamente en él los próximos minutos.

Pensó habérselo imaginado, acaso por el cansancio, la fatiga, pero no. Su pantalla comenzó a titilar, convirtiendo a su texto en una danza de letras articuladas que se movían a intervalos, mostrándose cual lluvia ante sus ojos.

Su mal humor ya había eclipsado su mente en este punto y se levantó de la silla con violencia, propinándole una patada (no muy fuerte, se lo indicó su subconsciente, justo a tiempo) y su furia, a pesar de que iba en aumento, comenzó a disminuir a partir del golpe. Pero entonces, la máquina comenzó a rebelarse ante él. No sólo el teclado volvió a desconectarse sino que el mouse empezó a recorrer sólo la pantalla, perdido, sin que él lo manejara. Él movía el mouse hacia un lado y la flecha del dispositivo hacía exactamente lo contrario.

Cansado, decidió reiniciar nuevamente el ordenador, pero éste le dio una pequeña descarga de corriente y se lo impidió.

¡Te desenchufaré, entonces! ¡Maldita porquería! –estalló él.

Es la otra solución más directa y fácil, desenchufar la computadora, siempre lo haces aunque sabes que se puede perder información o, en el peor de los casos, puede quemarse, pero, ¡qué más da, si en ese momento sólo quieres que la máquina deje de comportarse como si tuviera razonamiento y dominio sobre ti! ¡Tú quieres dominar la máquina, tú la controlas! Y quitarle su alimento, la electricidad, la convierte en un artefacto vulnerable, sin uso…

Pero ni la interrupción de la energía causó efecto sobre su computadora. Ésta siguió prendida. A este punto, él ya comenzó a aterrarse. Ya no cabía preocupación alguna sobre la fecha de entrega de su informe ¡qué importaba eso si su máquina estaba funcionando sobre las leyes de la electrónica! ¡Qué importaba eso!

Pero claro, pronto, en esos fugaces instantes en los que tu mente te traslada y te devuelve al lugar de origen, en ese instante, él sonrió con una brillante esperanza (muy chiquita esperanza, pero espontánea) y se dijo que estaba dormido. Recordó las veces que había caído en sopor y, creyéndose sumido en ese sopor aún, pero medio conciente en ese estado, sospechó que estaba imaginándoselo todo. Es más, se convenció de que estaba soñando.

Perdió el miedo por un instante y miró la pantalla de su ordenador. El mouse describía con su flecha una ruta regular, independiente, sobre el escritorio del monitor. Le prestó atención.

Y deseó con todas sus fuerzas estar de verdad dormido.

“Estás acabado” le amenazó la máquina. Se lo comunicó con el mouse, que danzaba describiendo las letras que componían la advertencia. Él miró de reojo el mouse. Hubiese preferido verlo moverse al compás de la escritura y así al menos sospechar que un invisible fantasma estaba jugando con él. Podía aceptar un fantasma, pero jamás, jamás, aceptar que su computadora se había apoderado de él, amenazándolo de muerte.

No despertó, porque no estuvo dormido. Tampoco pudo dormirse, porque la máquina se aseguró de que no volviera a respirar.

Lo hallaron ahorcado con el cable del mouse una semana después de aquella noche que intentó completar su informe. “Suicidio” fue la carátula de su caso, pues el ordenador, desenchufado, inocente, no tenía “nada que ver” para los ojos de los investigadores.

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