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El hombre que dormía

~El hombre que dormía
-Déjame echarle- dijo el que había estornudado.
-Toma- gesticula el otro.
El brazo se alarga con la lucecilla y con cierto desgano; un rostro se oscurece hasta lo invisible y el otro comienza a emerger de forma crepuscular, mientras el humo roe la posibilidad de distinguirlo.
Los dos acaban de entrar, esperan a que la pupila se adapte y absorba suficiente luz como para poder operar, por eso fuman tal vez, para que la nicotina que sale de sus bocas, nublada, enturbie la penumbra. Meditan en rumias o en señas, esperando unos minutos para robar. Los ronquidos del hombre acostado estremecen la oscuridad. La lucecilla con niebla viaja de un lado a otro y alterna los rostros. Cae al suelo, y es exprimida haciendo estallar sus restos en total mudez. Los dos se miran y se ven, entonces el que había estornudado deja escapar otro, y el individuo frente a él mira a la cama donde un bulto blanco, ondulaba, así como intenta resistir un velamen en una tormenta, la masa liposa sube y baja tras la batuta de la tonada de fondo, los ronquidos. El hombre regresa la vista a la nariz del otro y le hace una seña. La orden, los introduce en sus respectivas obligaciones y las gavetas y armarios seducidos o violados, despiertan, y las cosas, ropas y prendas, comienzan a desfilar hacia una bolsa que cuando llega a pesar es puesta en el suelo por el hombre de la coriza, el más largo de los dos, y el más sonso.
En la cama la argamasa hace una contorción como para incorporarse y una cadena de oro y un reloj dejan pendientes sus brillos opacos en el aire, esperando llegar hasta al saco, detenidos en su falta de forma, oscuras, colgadas de las manos de los ladrones.
Cuando la marea se ha acomodado nuevamente en su vaivén sobre la cama, ya el flaco exhala el humo de otro cigarro, y cuando el otro trae hacia él la vista se sorprende de la estupidez del yunta: Ahora que han visto lo que respira en el cuarto, es aún menos aconsejable el ruido:
-Si se levanta nos demuele- se acerca a decirle en tono casi de ultrasonido, mientras se guarda la cadena en el bolsillo.
El flaco desenfunda una sonrisa y destapa en la cintura una forma de cuchillo mientras; se pone el reloj. El bajito le arrebata la claridad de la boca, y se retira a fumar mientras roba.
Durante un rato, pareciendo atraídos por un epicentro, algunos objetos abandonan su comodidad para reunirse, unos llevados por el flaco, otros por el bajito, en el saco. Y cuando ya casi la procesión de objetos ha llenado la bolsa, unas manos vuelven a hacer ruido: se cae un.... El que parecía ser el jefe se volvió para mirar lleno de rabia al imbécil que lo acompaña, luego mira a la cama de donde continúa llegando el run-run de aquellos pulmones que duermen, después de oxigenar durante el día a esa mole.
El hombre fue va a hacerle un gesto al otro con el puño pero al parecer, recuerda el cuchillo y regresa al trasplante de pertenencias. Al llenarse el saco y los bolsillos, los individuos sopesan el bulto, y ayudado llega hasta los hombros del que lo trajo vacío; el jefe abre la puerta, deja pasar al que daba tumbos y después sale.
Sobre la cama cesan los ronquidos, el gordo abre los ojos y mira a la puerta. Acto seguido los cierra, estira la mano y coge de la mesita a su lado, un cigarro.

 

 

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