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Categoría: Terror

El hombre que aprendio a temer

Esta, es la historia de Manuel. La historia de aquel hombre que una noche aprendió a temer. Manuel era un tipo recio, fuerte y bien parado. Para cuando le sucedió todo lo que narraré a continuación, Manuel tenía la curiosa edad de treinta y tres años. Era 31 de octubre, víspera del día de los muertos y el mismo día en el que Don José, quien se consideraba el hombre más fuerte del pueblo, era enterrado. Como Manuel quería ocupar tan prestigioso lugar, esa misma noche de 31 de octubre, decidió retar al mismísimo diablo, en quien no creía.

Ese día, bien temprano, cuando todo el pueblo volvía del cementerio, Manuel sacó su peinilla y comenzó a sacarle filo, en frente del portón de su casa. El hacer eso en aquel pueblo era sinónimo de que iba a haber una riña, pero como Manuel no tenía enemigos aún, la gente se extrañaba de verlo en tal situación. Muy pronto una murmurante multitud rodeaba a Manuel y tapaba el paso por la vieja calleja. Nadie se atrevía a preguntarle nada a Manuel, pues su rostro empapado en sudor y su mirada fija en las chispas que salían de la hoja de su machete, lo hacían ver inquietante y amenazante. Por fin, luego de un rato, el lechero del pueblo, Don Gustavo, dio un paso adelante y con trémula voz le preguntó a Manuel:

-¿Con quien vas a pelear vos?-

Manuel respondió sin voltearle a mirar:

-Le voy a demostrar a todos, quién es ahora el más fuerte en el pueblo. Esta noche, víspera del día de los muertos, iré a lo que todos conocen como la curva del diablo y pasaré la noche ahí. Como el diablo no existe, les demostraré a todos que no hay porque temerle. Pero en caso de que exista, con esta misma peinilla le cortaré el rabo y las orejas y al amanecer los traeré para que todos los vean-.

Dicho esto, la gran mayoría lo tomó por loco, pues ya eran muchas las historias que se contaban aquel sitio, reconocido porque quien pasase por ahí luego de las seis de la tarde, seguramente el diablo lo mataría y robaría su alma. Las viejas rezanderas se persignaban, otros le rogaban que no cometiera tal locura y otros le animaban, invadidos de júbilo al ver la valentía del hombre. 

Al caer la tarde, Manuel se puso de pie y con su peinilla, más afilada que nunca y blandida al cielo, gritó a los cuatro vientos:

-Mañana, con las primeras luces del día, este pueblo tendrá un nuevo héroe, pues probaré que ni dios ni el diablo existen y que para el hombre no hay imposibles. Mañana entraré al pueblo lleno de gloria, con un rabo y una cola, bien sea del diablo o del guatín que cace para comenzar las fiestas del pueblo, 

Así pues, Manuel partió hacia el oriente, a la salida del pueblo y cuando ya el día sofocaba sus luces en el horizonte, Manuel llegó al famoso sitio. Ahí, al lado de un viejo pozo que había en el lugar, se sentó a esperar el día, confiado de que nada pasaría, más que animales, pájaros y algo de frío.

Mientras pasaban las horas, Manuel se iba llenando de orgullo y de satisfacción. Ya se imaginaba rodeado de las muchachas del pueblo y del respeto de todos. Ya se imaginaba lleno de regalos y al mismo alcalde condecorándole por sus valerosos actos. Pasaron las diez, las once, la doce, la una y nada sucedía. Manuel, confiado de su triunfo, decidió recostarse y dormir las horas que faltaban para que amaneciera. Al fin y al cabo, y según él, nada iba a suceder y le esperaba un día glorioso.

Cuando Manuel estuvo profundamente dormido, iban siendo casi las tres de la mañana, hora en la que dicen que todo lo oscuro deja este mundo y huye despavorido a su profundo encierro. En medio de su sopor, Manuel escuchó un ruido infernal, como si cien cerdos murieran a la vez, como si cien toros bufaran a la vez, como si cien volcanes estallaran a la vez. Manuel, se despertó sobresaltado, pero no vio absolutamente nada. Todo a su alrededor estaba tranquilo y normal. Manuel vio la hora y decidió no dormir más. Se inclinó en el pozo para sacar un poco de agua, pues sentía su garganta reseca como si hubiera comido arena. Estaba en aquella tarea cuando un repugnante olor le llegó a su nariz. Era un olor fétido, como a carroña o como a azufre quemado. Manuel supuso que aquel olor provenía del agua del pozo y decidió devolver el agua. La noche era clara por la luna llena y le dejaba ver perfectamente lo que hacía y hasta alcanzaba a ver su cara reflejada en el fondo del pozo. De un momento a otro, Manuel sintió que sus manos estaban pegadas al lazo que sostenía el balde y sintió su cuerpo paralizado y sintió un escalofrío como de muerte. Luego escuchó unos pasos que se acercaban detrás de él. Unos pasos firmes y pesados. Sonaban como los cascos de un toro al andar. Manuel, hacía enormes esfuerzos para respirar y lograr moverse pero nada valía. Quería sacar su peinilla y amenazar a lo que sea que estuviera ahí, pero sólo podía mover sus ojos y medio balbucear algunas palabras. Entonces su mirada se fijó en el fondo del pozo y dicen que lo que sus ojos vieron no se puede describir…

Al otro día, a las siete, Don Gustavo el lechero, pasaba por aquel lugar a llevar su leche al otro pueblo y se llevó la sorpresa de encontrar a Manuel tirado a un lado del camino. Cuenta Don Gustavo que Manuel estaba desnudo y con su cuerpo rígido. En un principio, creyó que estaba muerto pero al acercarse, vio que Manuel movía sus ojos alocadamente de un lado para otro. La boca, la nuca y el pecho los tenía ensangrentados y llenos de moscas. Manuel se había mordido la lengua y se la había cercenado por la mitad. Don Gustavo, hombre viejo y sabio, sabía que la leche pura de sus vacas podía cortar muchos males y lleno de fe, lavó el cuerpo de Manuel en leche y fue así como logró sacarlo de la rigidez y al menos hacerlo caminar. Cuando don Gustavo llegó con Manuel al pueblo, muchos lo estaban esperando con ansia de saber qué había pasado aquella tétrica noche pero nadie pudo saberlo con exactitud. Manuel nunca pudo contar lo que vio en el fondo del pozo pues, ya no tenía lengua y sus sentidos ya no eran los mismos. Desde entonces Manuel es conocido como el bobo del pueblo y todos los domingos se le ve llegar muy puntual a la misa de seis de la mañana. Desde aquel día, Manuel aprendió a temer.

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