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El carro de Don Fulgencio

En la plaza, bajo un gran árbol, aparcaba todas las tardes Don Fulgencio su carro de chucherías. Cuando llegaba el frío también vendía castañas asadas el hombre, y así, de paso, se calentaba con las brasas. 

Unos niños jugaban al balón muy cerca del lugar donde Don Fulgencio aparcaba el carro. El hombre los miraba receloso, pues muy cerca veía el dichoso balón y más de una vez había visto peligrar el contenido de su viejo carro.

-¡Eh, niños! ¡Tened cuidado! -les gritaba Don Fulgencio. Pero eso solo hacía reír a los niños, que cada vez encontraban más divertidas las cabriolas que el hombre del carro hacía para esquivar el balón. 

-¡Tened cuidado, que me espantáis a la clientela! 

El tiempo pasaba. Los niños crecían y Don Fulgencio se hacía viejo. Los niños jugaban con balones cada vez más grandes y daban patadas cada vez más fuertes, pero el hombre ya no estaba para giros bruscos. Y una tarde de verano, tras una de esas gracias poco graciosas de los muchachos, el carro se fue al suelo y Don Fulgencio detrás. 

Los muchachos no podían parar de reír hasta retorcerse. La gente que había en la plaza pasaba de largo, como llevaban años haciendo. 

Cuando los chicos aflojaron las carcajadas, uno de ellos gritó:

-¿¡Qué pasa, Don Fulgencio!? Hoy no nos sermonea.

Pero Don Fulgencio no respondía. Tampoco se levantaba.

-¡Venga, hombre! Que no ha sido para tanto.

Los chicos empezaron a mirarse unos a otros. La gente de la plaza empezó a mostrar curiosidad. Don Fulgencio no dejaba pasar ni una, mucho menos cuando el balón le daba un golpe al carro, por pequeño que fuera.

Los chicos dudaron. No sabían qué hacer. Estaban preocupados. Don Fulgencio era un cascarrabias y un gruñón, y eso de que no les dijera nada no iba con él. Finalmente, uno de los muchacho se acercó con cautela.

-Don Fulgencio, ¿está usted bien? Conteste, por favor.

No hubo respuesta.

-Don Fulgencio, hombre, no nos haga esto. Nos hemos pasado de la raya, pero ya no lo volveremos a hacer. Se lo prometo. 

Don Fulgencio seguía inmóvil. 

-¡Chicos! Deberíamos llamar a una ambulancia. Don Fulgencio no contesta. 

La gente empezó a colocarse alrededor, a ver qué pasaba. 

-¿Es que nadie va a hacer nada? -gritó el muchacho.

-¡Pues menuda novedad! -exclamó Don Fulgencio, al tiempo que intentaba incorporarse. El muchacho no lo dudó un segundo y lo ayudó a sentarse.

Los chicos se unieron y ayudaron a Don Fulgencio a levantarse. 

-¿Se encuentra bien? -preguntó uno de los muchachos-. ¿Buscamos ayuda? ¿Le llevamos a casa?

-De momento ayudadme a recoger el carro, pequeños demonios -dijo Don Fulgencio, con su tono habitual. Los chicos respondieron con tímidas risas.

-Don Fulgencio ha vuelto -dijo uno. 

Entre todos recogieron el carro y acompañaron a Don Fulgencio a su casa, una construcción vieja y destartalada en la que no había nadie esperándole. Los chicos se quedaron de piedra. Nunca se habían parado a pensar dónde viviría el hombre del carro de dulces ni por qué, siendo tan mayor, seguía tirando de aquel carro viejo. 

Al día siguiente, los chicos volvieron a casa de Don Fulgencio dispuestos a llevarle el carro hasta la plaza.

-A partir de ahora vendremos todos los días a ayudarle, Don Fulgencio -dijo uno de los chicos-, y le acompañaremos de vuelta a casa. 

-No es necesario -gruñó Don Fulgencio.

-Es lo menos que podemos hacer -dijo uno de los chicos-. No nos habíamos dado cuenta del daño que le hacíamos ni de lo mucho que necesita usted seguir trabajando. Le ayudaremos en todo lo que podamos.

-Bueno, bueno, pero tened cuidado -volvió a gruñir Don Fulgencio-, y no esperéis que sea amable con vosotros, después de todo lo que me habéis hecho.

-Usted sea como siempre, Don Fulgencio, que así es como nos gusta.

Don Fulgencio esbozó algo parecido a una sonrisa que a ninguno de los chicos pasó desapercibida. Con ello se dieron por satisfechos y pusieron rumbo a la plaza, empujando el carro.

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