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El Señor Comandante. sin epítetos

Lo encontraron con el moco colgado. Cercos de sudor cubrían su pecho lampiño. Su camisa azul de reo, raída, carecía de las coloridas condecoraciones que acostumbraba llevar sobre el hombro. Sus escasos cabellos, que apenas protegían el apachurrado círculo que siempre fue su cabeza, lucían como cortinas engomadas.
Encorvado sobre un tronco muerto, cerca de un charco presa de moscas, acariciaba su fláccido pene, hacia arriba y hacia abajo. Intentaba orinar, a cuentagotas, como tubería atrofiada.
Esperaron que terminara, empuñando sus AKAS en silencio.
Los cinco militares, que habían crecido para protegerlo y que ahora tenían orden de atraparlo, se mantuvieron alertas. No podían dejarlo escapar pero coincidieron, mudos, en respetar la intimidad de lo que sería su último acto de libertad.
Quizá pensaban que los rumores eran ciertos. Que el Señor Comandante padecía de asma, de alergia, de insomnio; que era débil, corrupto, mentiroso. Quizá lo vieron por primera vez como un hombre aturdido.
Sí sabían con certeza que una junta militar, que él mismo había creado, lo encontró culpable de homicidio y estaba por “eliminarlo”, de acuerdo con las reglas de la “justicia revolucionaria” que él, también, había diseñado.
Y ahora, eran testigos de lo que, quizá, siempre fue pero ellos ignoraron hasta ese momento: un enano disfrazado de héroe que el alúd de la victoria contra una dictadura de medio siglo, había colocado en el olimpo embriagante de los elegidos.
Teminó de orinar. Se sacudió el pene arrugado.
Siempre en silencio, el grupo esperó que, tembloroso, escondiera su pene en sus pantalones, ya no verde olivio, sino incoloro y sin brageta.
Lo vieron fallar por primera vez y no lo olvidaron nunca.
El Señor Comandante estaría caído, pero no había perdido su olfato. Se percató que no estaba solo, que lo observaban. Ni lo pensó. Sabía que sus otrora leales soldados lo habían descubierto y que le permitirían reflexionar un poco después de orinar.
Se mantuvo apoyado al tronco. Creyó verse ante un espejo ubicuo que le repetía, con el desenfado del reflejo cristalino, que si un día lo creyeron leyenda, ahora sabrían que no era ni una rana.
Le ardió el pellejo. Sabía que se había convertido en un perdedor.
Adivinó que la historia sólo lo recordaría como el responsable del asesinato de un promisorio --ese sí, revolucionario-- militante que mató porque no soportaba verlo brillar, con esos ojos pardos y ese rostro dionisíaco que seducía a todos, él incluído.
En verdad, pensó, el joven se había convertido en su enemigo íntimo por algo mucho más pedestre: el maldito hablaba inglés a la perfección, su sueño secreto. Siempre, desde niño, quiso dominar el idioma del enemigo, y no sólo para entenderlo, sino, se confesó escondido detrás de anteojos oscuros humedecidos que ocultaban su ceño, porque siempre quiso ser uno de ellos.
Nunca entendió cómo sus compañeros del directorio revolucionario descubrieron su delito. Tampoco porqué ello le mereció una sentencia de muerte. A él, que era intocable.
Recordó, no sin nostalgia, que le permitieron columpiarse en su jardín antes de llevarlo a la cárcel. Allí, donde no sería humillado. Allí, donde el Señor Comandante solía recitar, ante un público absorto, párrafos de Mark Twain y de Cervantes, sus autores preferidos.
Tampoco olvidó que, ese día, sólo su hija de 13 años lo acompañó, mirándolo con cierto desprecio atónito pero sin reclamo alguno.
Ese día, intentó recitarle pero no pudo. Había perdido su tono luminoso, su chispa exótica, aguda como cristal de ventana rota. Sus dotes histriónicos lo habían abandonado.
Mientras arrugaba su ceño y sentía su pene húmedo, descubrió que lo único elocuente que le quedaba era el fracaso, ese vacío de presente que pronto se convertiría en olvido.
Había perdido esa pasión indefinida de antaño. Sus manos ya no tenían la curva mágica del buscador de joyas enterradas bajo la arena.
Tuvo que aceptarlo. El edén que había inventado para que sus mariposas no tuvieran límites ni sus fantasías freno había desaparecido en el País del Nunca Jamás que murió en sus garras. Todo porque no hablaba inglés.
En ese vacío, era un ser frío y solitario, sin lugar definido; el sol nunca jamás le regalaría otro refugio.
Se secó el sudor de la sien. Y se confesó un egoísta sin escrúpulos, incapaz de amar, arbitrario hasta la náusea, incoherente, mendaz. Lo peor, ahora era uno del montón; un asesino común que no provocaba ni repulsión ni admiración. Se había quedado sin epítetos.
Los cinco militares que lo habían atrapado, y respetado sus últimos momentos íntimos mientras orinaba, finalmente se lo llevaron sin que él ofreciera resistencia alguna.
Tenía 72 años. El socialista sentimental moriría fundido como metal nocturno.
Datos del Cuento
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