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El Peligroso Oficio de un Plomero

I
 
Luego de recibir el misterioso llamado, Rubén Britos, de profesión plomero, se dirigió de inmediato a la dirección facilitada por su cliente. Eran tiempos malos, y Rubén tenía poco trabajo, por lo que estaba dispuesto a realizar la tarea a cambio de poco dinero. Debían ser las seis o siete de la tarde y ya había comenzado a oscurecer. El hombre golpeó la puerta de la casa y al rato salió a atenderlo una mujer de unos setenta años, con el cabello recogido en un pulcro rodete. La señora lo hizo pasar a un living repleto de fotografías viejas, casi todas de un deprimente color sepia, y lo invitó con una taza de café, que el plomero rechazó gentilmente. Luego de las presentaciones de rigor, el hombre le preguntó cuál era el problema que la aquejaba. A lo que la mujer, sin perder la compostura, respondió lo siguiente:
-Señor Rubén, quiero que me diga que estoy loca.
El plomero pestañeó estúpidamente, mirando con creciente sorpresa a la mujer.
-¿Perdón?- dijo.  
-Pues eso: que quiero que me confirme que estoy loca, que todo esto que estoy viviendo es cosa de mi mente enferma- repitió la mujer, jugando nerviosamente con el dobladillo de su vestido-. Verá, le contaré. Esto comenzó hace ocho días atrás, mientras una noche me cepillaba los dientes frente al espejo. En ese momento yo pensaba, mejor dicho, intuía, que algo estaba por suceder. ¿Nunca le ocurrió algo así, señor Rubén?- no esperó que el azorado hombre respondiera, de hecho siguió hablando sin pausa alguna-. Escuché los primeros ruidos segundos después, al agacharme para escupir la pasta dental. Provenían desde lo profundo de las tuberías, y despertaban ecos cavernosos, como si éstas tuvieran kilómetros de longitud y se perdieran en el centro mismo de la Tierra. Yo me eché hacia atrás, sobresaltada, y sin querer me tragué la pasta dental. Un escalofrío me recorrió de punta a punta el cuerpo y abandoné el baño de inmediato. Y esa noche… -la mujer bajó los ojos, avergonzada-. Esa noche tuve que hacer mis necesidades en el patio trasero.
Rubén, que escuchaba atentamente el relato de la mujer, de repente sintió la necesidad de mirar hacia atrás. “Hay algo aquí que no está bien”, pensó. Pese a que estaba acostumbrado a toda clase de delirantes parloteos por parte de sus clientes, aquello era bien extraño. No obstante, luego de asegurarse de que no había nada peligroso en la habitación, alentó a que la mujer siguiera con el relato, porque después de todo él se dedicaba a arreglar tuberías, y muchas veces el parloteo estúpido de sus clientes venía en el combo.
-¿Y cómo eran esos ruidos, señora?- preguntó, alzando una ceja-. Tal vez se trataba de alguna rata…
-No eran ratas- dijo la mujer de inmediato, clavándole una mirada vidriosa, que hizo que el plomero se sintiera más inquieto aún-. Eran voces. Y risas. O quizás gritos. Sentí que alguien, una voz rasposa y cargada de enojo, me llamaba por mi nombre. Y luego alguien, un niño, volvió a gritar. Al principio me pareció una voz conocida, y al rato supe por qué. Era la voz de mi nieta, que desapareció en un bosque cuando tenía ocho años. Gritaba y reía al mismo tiempo. Quería que fuera con ella. Dijo…
La voz de la mujer se quebró. Rubén aguardó sin decir nada, consciente de que aquél era un momento delicado. Mientras la mujer se enjugaba las lágrimas con la falda de su vestido, el plomero, siguiendo un irrefrenable impulso, volvió a mirar hacia atrás, pero no vio nada fuera de lo común, excepto quizás esas horribles fotos antiguas, que parecían robadas de las lápidas de un cementerio.
-Mi nieta… mi nieta dijo que sufría mucho, porque estaba en el Infierno- siguió la mujer, luego de un breve e incómodo silencio-. La siguiente vez que escuché los ruidos, fue hace tres días atrás, mientras miraba televisión en la cama. Esta vez nadie dijo nada, sólo se escuchó un grito interminable, terrible, que llenó toda la casa y me dejó paralizada de miedo. Parecía que cientos, miles de personas gritaban a la vez. O tal vez reían. No lo sé. La tercera y última vez fue ayer a la noche. Yo había cerrado la puerta del baño, de hecho hace una semana que no entro ahí y hago mis necesidades en una bacinilla, pero los sonidos de las tuberías se escuchan igual. Y ahora me habló una voz nueva, una voz gruesa y potente y odiosa, que yo supe enseguida era la voz del Demonio.
-Jesús, señora- dijo Rubén, sin poder evitarlo.
-Prometió venir por mí esta noche- una lágrima de miedo, única y brillante, corrió por las arrugadas mejillas de la mujer-. Y yo tengo tanto miedo, y estoy tan sola y cansada…
-No sé qué es lo que quiere que yo haga, señora- dijo Rubén, apiadándose un poco de la mujer-. Yo sólo soy un plomero. Este tipo de cosas debe consultarlas con otra persona… quizás un cura, o algo así.
-Quiero que revise esa tubería. Por favor- suplicó la mujer-. Le pagaré el doble. No tengo mucho dinero, pero puedo hacer ese esfuerzo. Quiero que me diga que no hay nada allí abajo. Que simplemente estoy loca. Sería un alivio para mí. Prefiero estar loca antes que todo sea real. Porque si fuera así… el dueño de esa voz también lo será…
Rubén sentía mucha inquietud, era un hombre profundamente religioso, y sabía que lo que contaba la mujer podía tratarse de algo demoníaco, pero no pensaba reconocer su debilidad delante de una dama. Era un hombre chapado a la antigua y tampoco creía correcto marcharse del lugar y dejar desvalida a una mujer, por más que, efectivamente, aparentase estar más loca que una cabra. Así que recogió su caja de herramientas, abrió la puerta del baño (de inmediato un olor repugnante invadió sus fosas nasales) y se metió en el lugar.
Y apenas dio dos pasos hacia el interior, escuchó que la puerta a sus espaldas se cerraba.
 
II
 
Rubén primero permaneció quieto, sin saber si la puerta se había cerrado por alguna brisa o qué diablos. Recién cuando tiró del picaporte, y éste presentó su resistencia de acero, tuvo que reconocer que estaba encerrado en forma premeditada.
-Señora, ¿qué está haciendo?- dijo, sacudiendo todavía el picaporte-. Abra de inmediato.
-¡Ahora!- comenzó a chillar la mujer desde el otro lado de la puerta, con una voz horrible de pájaro-. ¡Es ahora, mi Señor de la Oscuridad! ¡Te he traído al siervo que te prometí! ¡Haz un festín con su carne corrompida, y devuélveme a mi querida nieta, que tan injustamente me has arrebatado!
-Señora… abra de inmediato. Deje de decir estupideces…
-Es la Hora, Señor de lo Oscuro- ahora la voz de la anciana había cambiado, parecía más bien un susurro-. Es la hora de reclamar tu ofrenda. Yo te invoco. Te invoco en nombre de la Sangre y el Cordero. Te invoco en nombre de los cien…
El plomero tomó carrera y arremetió contra la puerta. Era un hombre fornido, casi gordo, y sus ciento cinco kilogramos de peso astillaron la madera y de repente la fuerza que retenía la puerta cedió. Rubén asomó la cabeza justo a tiempo para ver cómo la mujer salía despedida hacia atrás, para luego caer de espaldas sobre los duros mosaicos del suelo.
-¡¡NOOOOOOoooooo!!- gritó con desesperación la señora.
-Maldita loca…
Salió del baño y pasó por encima de la mujer, sin preocuparse en verificar si estaba bien o no. Sólo quería marcharse de allí, porque era evidente que algo en aquella casa estaba mal. Hizo dos o tres pasos en dirección a la puerta, y cuando estaba llegando a la pared con aquellas inquietantes fotografías sepias, escuchó, para su infinito asombro, que una voz a sus espaldas, una voz cavernosa y maligna, lo llamaba por su nombre:
-Rubén…
El plomero se detuvo y miró hacia atrás. Sintió que, pese al miedo, no tenía otra alternativa. A través de la puerta abierta del baño, vio que algo estaba saliendo desde el agujero del lavamanos. Parecía un tentáculo viscoso, con el extremo rematado en una larga uña negra, que rascaba la porcelana blanca del lavatorio. De todas maneras nunca estuvo seguro de lo que vio, porque en ese momento sintió un dolor agudo en el tobillo derecho, que hizo que saltara de la sorpresa. Miró hacia abajo. La mujer se había arrastrado hacia él y le mordía, a través de la gruesa tela de sus pantalones de trabajo, la pierna derecha. Tenía los ojos desorbitados y de su boca manaba una increíble y repugnante cantidad de saliva de color amarronada. Al parecer se había quebrado la columna al caer, porque su torso mostraba una posición antinatural, por lo que se movía y reptaba como una serpiente enloquecida. Rubén trató de desprenderse de la mordida, pero la mujer le había clavado muy profundo sus dientes amarillentos, y cualquier movimiento le arrancaba horribles destellos de dolor. Mientras se debatía aullando de miedo y rabia, descubrió que aún sostenía la pesada caja de herramientas en una de sus manos. Sin pensarlo dos veces, estrelló la caja de metal contra la cabeza de la mujer. El ruido que se produjo fue estremecedor, fue como un chasquido repugnante de metal y hueso, y supo en ese instante que jamás lo olvidaría. La señora de inmediato aflojó la mordida y quedó inmóvil sobre el piso. Rubén abandonó renqueante la casa, sin mirar atrás, balanceando la caja de herramientas -que ahora tenía un abollón horrible en uno de los laterales de chapa. Se metió en la camioneta y regresó a toda prisa a la ciudad. En el camino se detuvo para arrojar la caja al río: estaba seguro que había matado a la mujer, y no quería tener consigo la prueba del delito.
Al llegar a su casa se limpió, con manos temblorosas, la herida de la pierna. Era profunda y se veía muy mal. Le echó un frasco entero de alcohol medicinal y luego la cubrió con una venda. Hizo todo esto en el baño, echando nerviosas miradas hacia el sumidero. Pensaba que si escuchaba algo raro se pondría a gritar hasta quedar ronco. Pero no sucedió nada, aunque durmió en el sillón del living, que era el cuarto de la casa más alejado del baño.
Durmió, extrañamente, toda la noche, casi sin soñar. Y recién se despertó a las seis de la mañana, cuando alguien comenzó a aporrear la puerta con terrible violencia. 
 
III
 
Saltó del sillón y se acercó a la mirilla de la puerta. Vio, con creciente miedo, que eran policías. ¡Ya sabían todo! Durante un instante de vértigo pensó en huir, pero luego desechó la idea. Sería inútil. Así que, casi resignado, abrió la puerta.
-¿El señor Rubén Britos?- preguntó uno de los policías.
-S-soy yo- tartamudeó el plomero.
-Venimos por una denuncia de la señora. Dice que en el día de ayer, ella le pagó una suma de dinero para realizar un trabajo, que usted nunca cumplió.
-¿La señora? ¿Qué señ…
Y entonces, para su desasosiego, la vio. Venía detrás de los policías, apoyada en un bastón de fina madera. Imposiblemente, increíblemente, parecía en perfectas condiciones de salud, como si en vez de sufrir un ataque con una caja que pesaba veinte kilos, volviera de un spa para ancianos.
-Yo… -dijo Rubén, confundido. Volvió a observar a la mujer, incrédulo. Ni siquiera evidenciaba un golpe en la cabeza, cosa que por supuesto era imposible, dado que aún resonaba en su mente el sonido tétrico de la caja metálica al quebrar el hueso del cráneo. ¿Y qué diablos era eso de que le había pagado una suma de dinero? Si nunca le había pagado nada… Aunque supo que ése era el menor de los problemas que se le podía presentar-. Yo… creo que hubo una confusión. Pido disculpas por lo sucedido, y prometo devolver el dinero… que la mujer me pagó. No recuerdo la cifra, pero…
-Eran ocho mil quinientos pesos- dijo la señora de inmediato, sin dejar de mirarlo de esa manera tan inquietante.
Rubén enrojeció. Esa cantidad de dinero era lo que él ganaba con un mes de duro trabajo. Comenzó a protestar, pero calló cuando la mujer agregó:
-Aunque se lo dejaré en ocho mil. Me considero una persona bondadosa, y sé que usted perdió algo fundamental para el oficio de plomero: su caja de herramientas- sus ojos, de un azul desteñido, por momento se volvieron burlones. O tal vez era imaginación del plomero-. No pienso aprovecharme de su situación, señor Britos. No soy de esas personas. Sólo quiero que me devuelva algo de mi dinero, y todos quedamos en paz.
-Vamos, amigo, ya escuchó a la señora- intervino el policía, mirándolo con desprecio-. Le está haciendo un descuento por su caja, ¿qué más quiere?
Así que fue a buscar el dinero. Sabía que pasaría por apuros económicos el resto del mes. Pero, visto y considerando que minutos atrás se había imaginado detrás de las rejas, el precio a pagar le parecía toda una ganga.
Regresó con el dinero y se lo dio a la anciana, que luego de meterse el fajo en el corpiño, miró a los policías:
-¿Me permiten un momento con el joven?
-¿Segura, señora?
-Sí, por favor.
Una vez que los policías se retiraron, la anciana se acercó unos pasos al plomero. El hombre retrocedió, con el corazón latiéndole a mil por hora. “¿Y ahora qué quiere?”, pensaba.
-Con respecto a lo de ayer…
-¿Lo de ayer, señora?
-No te hagas el estúpido- la mujer miró hacia atrás, para ver si los policías se encontraban lo suficientemente lejos como para escucharla-. No fue nada personal. Lo lamento.
-No, claro. Sólo trató de encerrarme en el baño con… con esa cosa… y ofrecerme en un maldito sacrificio… ¿Qué es usted, una bruja?
-Algo así. Pero sólo trato de recuperar a mi nieta. Hice un pacto y debo cumplir mi parte. Es todo- volvió a mirar hacia atrás, y luego sacó unos billetes de su corpiño-. Tome. Le devuelvo parte de su dinero. Pero quiero que me haga un favor.
-No quiero el dinero. Sólo quiero que se vaya.
Y era verdad. Rubén sólo podía pensar: “estoy hablando con una mujer que debería estar muerta”.
-Quiero que envíe a uno de sus colegas a mi casa- dijo la mujer, clavándole sus ojos de águila-. Necesito la carne para el sacrificio, ¿entiende? Y prometo que todo quedará olvidado.
Rubén dijo que no, que todo aquello era una locura, que no quería involucrarse en brujerías así. Y le cerró la puerta en las narices. Pero a la noche, cuando desde el sumidero de su baño escuchó que una voz lo llamaba por su nombre, y luego risas, y luego sollozos de dolor y de locura, y luego la voz inconfundible de su mujer, muerta años atrás, que le decía que iría a buscarlo a la noche, cambió de idea. A primeras horas de la mañana llamó a Antonito, que era su única competencia en el pueblo, y le dijo que por motivos de apretada agenda no podía atender a un cliente, que si no la quería tomar él.
-Claro- dijo Antonito, a quien no le sobraban muchas neuronas. Parecía sorprendido y agradecido al mismo tiempo-. Muchas gracias, Rubén.
Le pasó la dirección de la anciana, y nadie volvió a saber de Antonito. La anciana apareció muerta al día siguiente, sentada en el inodoro del baño y con heridas horribles en el rostro. La policía valló la casa con una cinta, no sin antes retirar, con absoluto desconcierto, a una joven de unos dieciséis años de su interior, que al parecer era la nieta de la vieja y que se encontraba en la lista de “Niños perdidos” desde hacía por lo menos diez años.
“La dábamos por muerta”, admitió tiempo después el jefe de policía, frente a los numerosos periodistas. “Aún está en estado de shock, y no ha podido decirnos dónde estuvo todo este tiempo…, pero yo creo que se trata de un milagro”.

Mientras el país debatía el caso, Rubén, sin muchos sentimientos de culpa, se aprovechó de su condición de único plomero del lugar, y su situación económica mejoró notablemente. Pero luego, una noche, al escuchar la voz de Antonito llamarlo burlonamente desde el desagüe de la cocina, sin perder un momento se marchó del pueblo, y nunca nadie volvió a saber de él.

Datos del Cuento
  • Categoría: Terror
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