El hombre de blanco seguía caminando lentamente en el lóbrego cuarto. Sudaba y con la cabeza hacia abajo contaba cada uno de sus milimétricos pasos. Cada vez que llegaba a la pared, miraba su reloj y maldecía mordiéndose los dientes.
En el piso de losas viejas y despintadas, decenas de cigarrillos eran tenazmente aplastados.
El sonido de la puerta no lo sorprendió, caminó hacia ella y sin preguntar quién tocaba, abrió.
- Pasa, te estaba esperando.
Un hombre pequeño de rostro pálido y nariz redonda se le quedó mirando.
- Pensé que no ibas a venir.
- Vine porque no tenía otra alternativa - contestó el hombre pequeño con una voz rendida. Después cruzó la puerta lentamente, arrastrando los pies como lo hacen los condenados al cadalso. Llevaba un sombrero de ala corta y un sobretodo que cubría su sinuosa figura. Dio unos pasos más y desvió sus ojos hacia el techo del cuarto.
El hombre de blanco sacó medio cuerpo por la puerta para examinar los pasadizos del edificio, al no ver a nadie cerca, se dio vuelta y cerró la puerta girando la chapa para no hacer mucho ruido, al cerrarla, los dos se miraron fijamente y dibujaron una sonrisa nerviosa.
El cuarto era pequeño, de techos bajos y muros carcomidos por la humedad. En una esquina había un colchón cubierto con sábanas sucias y en el medio, dos sillas debajo de un foco que proyectaba una luz blanca.
El hombre de blanco arrimó una silla a su amigo e indirectamente lo invitó a sentarse, luego cogió otra silla y se sentó con las manos apoyadas en el respaldar.
- Pensaste en lo que hablamos – le dijo el hombre de blanco a su compañero mirándolo fijamente, sin pestañear.
- Sí, lo pensé, y ya sabes mi respuesta – musitó el hombre pequeño sin levantar los ojos.
- Confiaba en ti, creía que ya habías aceptado, sino por qué estás aquí- habló el hombre de blanco enérgicamente – además, tú también estás en peligro- añadió.
El hombre pequeño se levantó el sombrero y alzó la cara para observar a su amigo, pero gracias a la tenue luz del lugar y al movimiento tembloroso de sus párpados, no podía enfocarlo claramente, y a medida que lo intentaba, sus ojos se nublaban cada vez más.
- Sí, lo sé, pero para mi no es fácil – logró responder con mucho esfuerzo y al dejar de hablar se escuchaba el sonido tembloroso de sus dientes.
El hombre de blanco se levantó de la silla y la empujó bruscamente tirándola al piso.
- No te enojes, es una situación difícil – dijo el hombre pequeño.
Luego empezó a sudar y tartamudeaba de un modo fatigoso, como si estuviera confesándose.
- Además...sé que tienes razón – añadió haciendo un esfuerzo para terminar su oración.
El hombre de blanco caminó moviendo la cabeza, frente a la ventana la abrió y sintió como una obscena humedad ahogaba su piel. Apoyó sus brazos en el alféizar y empezó a tomar bocanadas de aire. A lo lejos se escuchaba el ruido de los carros que pasaban delante del edificio.
A sus espaldas, el hombre pequeño lo miraba compungidamente. Pensaba en todo el tiempo que se conocían y en todos los negocios que hicieron juntos y como muchas veces estuvieron metidos en problemas, pero, gracias a la habilidad de su amigo, siempre salían muy bien de cada uno de ellos. El siempre había obedecido, como buen discípulo, todas sus ideas, pero esta situación había llegado a extremos insalvables.
- No tenemos derecho a matar – habló el hombre pequeño con un tono de voz muy bajo, casi imperceptible.
El hombre de blanco se dio vuelta.
- No tenemos derecho – repitió elevando el tono de voz – y menos así, como lo planteas. a sangre fría.
El hombre de blanco se acercó, se paró delante de la silla donde se encontraba sentado su amigo, apretó los puños con fuerza y tragó saliva.
- Sí, pero nos metimos en este lío y sabes que no tenemos otra alternativa, una vez adentro ésta es la única solución – habló como dictando una sentencia, además – continuó – tarde o temprano tendrá que pasar.
- Pero, podríamos escaparnos – gritó el hombre pequeño efusivamente como si hubiera encontrado la solución perfecta.
El hombre de blanco lo miró con lástima y adoptando una actitud más sosegada lo cogió por el hombro.
- Ya hablamos de eso – dijo – nos encontrarían en cualquier lugar, tú sabes lo desgraciados que son.
El hombre pequeño, con un suave movimiento, apartó la mano de su amigo y dio unos pasos, caminaba como buscando una salida, pero se sentía encerrado y dándose la vuelta en un tono resignado le dijo:
- No hay otra solución ¿no?
- No, ésta es la única, ya lo acordamos
Luego el hombre de blanco le ofreció un cigarrillo a su amigo y mientras lo hacía, lo miraba detenidamente. Pensaba que siempre todas sus ideas habían resultado y ahora ésta no era la excepción, aunque fuera la última estaba decidido a cumplirla, además, era la que más se podía ajustar después de la oscura situación en que habían caído. Pero también comprendía que era muy difícil para su amigo, aunque fuera el único que lo podía hacer.
- Sabes una cosa – habló el hombre de blanco que por primera vez tenía la voz temblorosa – tú eres el único que lo puede hacer, es un instante, no lo pienses, luego de esto nos libramos para siempre, entiendes, para siempre, además – seguía hablando temerosamente – yo soy incapaz de hacerlo solo.
Un silencio helado recorrió toda la habitación, como sin ella una densa neblina la hubiera ocupado totalmente.
El hombre de blanco apoyó fuertemente los brazos sobre la mesa y se dejó ver el rostro pálido por la angustia, y entre el sudor que inundaba su frente y los dientes apretados, sus ojos brillaban cada vez más.
El hombre pequeño comenzó a respirar agitadamente hasta el punto que su corazón parecía estallarle entre sus pulmones. Luego, con una mano que se mantenía rígida como un plomo se recogió el sobretodo y sacó una pistola. Sin revisarla, la puso entre las cejas de su amigo y sin titubear, cumplió el acuerdo.