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Zeto y Anfión

Hallándose el rey tebano Polidoro, hijo de Cadmo, postrado en su lecho de muerte, confió a su hijo Lábdaco, menor de edad, a la tutela de su suegro Nicteo. Éste gobernó por espacio de varios años en nombre de Lábdaco, hasta que su pupilo llegó a la mayor edad. Sólo un año, sin embargo, gozó el joven rey de la nueva dignidad; al cabo de él murió y Nicteo hízose cargo de la tutela de Layo, hijo de Lábdaco, niño todavía.

Tenía Nicteo una hermosa hija, Antíope, de la que Zeus es­taba prendado; pero el rey de Sición, Epopeo, conocedor también de su belleza, presentóse secretamente en Tebas y raptó a la doncella, a quien hizo su esposa al llegar a su patria. Nicteo, enfurecido, irrumpió al frente de un ejército en el país de Epopeo y, en una batalla que se libró, cayeron heridos los dos soberanos. Mas la victoria quedó de parte del raptor, y los tebanos hubieron de retirarse llevándose consigo a su moribundo regente. Éste, antes de morir, designó por sucesor suyo a su hermano Lico, hasta que el pequeño Layo llegase a la mayoría de edad. También le conjuró con gran vehemencia a que se vengase de Epopeo, rescatara a Antíope y la devolviera a Tebas.

Lico juró solemnemente a su hermano moribundo cumplir su voluntad y se aprestó a la guerra contra Epopeo. Pero entre­tanto, éste había sucumbido también a sus heridas, y su heredero Laomedonte cedió voluntariamente a Antíope. En el curso del viaje de regreso a su tierra en compañía de Lico, y en la región de Eleúteras, la joven dio a luz a dos gemelos, que fueron aban­donados en el monte. Un bondadoso pastor de ganados los acogió y crió, hasta que se convirtieron en dos gallardos mozos. Nadie sospechaba que Anfión y Zeto fuesen hijos del propio rey de los dioses, y aunque a ambos les unía un íntimo afecto, sus temperamentos, al desarrollarse, hiciéronse totalmente con­trapuestos: Zeto se convirtió en un vigoroso pastor, dotado de agudo ingenio y gran fuerza corporal, mientras Anfión, en cam­bio, se deleitaba en el canto y la música, pues había recibido del propio Hermes una lira; y mostraba tanta maestría en su arte, que aun el excelso dios Apolo se complacía en su trato.

Mientras los hermanos veían transcurrir su vida, desconoci­dos, en equella soledad, su madre Antíope tenía que soportar duras penalidades. Si bien el rey Lico era hombre dulce y bondadoso, su esposa Dirce era una mujer perversa, a quien ofuscaban los celos, creyendo que su marido amaba a la hija de su hermano. En su ciega ira, hacía objeto a la infeliz de los tratos más crueles; ya le chamuscaba con un hierro candente los dorados rizos, ya hería a puñetazos su delicado rostro; y así la atormentaba de mil malvadas maneras. La pobre Antíope se veía forzada a hilar y trabajar como una esclava ordinaria y apenas si recibía otro alimento que pan y agua. Días enteros se pasaba languideciendo en inmunda cárcel, sin otro lecho que la dura piedra. Al fin, sin embargo, se colmó la medida de sus sufri­mientos; una noche Zeus hizo que cayeran las ligaduras de sus manos y que se abriesen las puertas de su prisión y la desven­turada huyó a las cumbres del Citerón, sola, desconocedora del camino, en plenas tinieblas, acosada por frío viento tempestuoso; y así llegó a una solitaria cabana de pastores en medio del bosque. Al pedir allí cobijo, salieron dos mozos, sus propios hijos, que no conocían a su madre. Anfión mostróse en seguida dispuesto a acoger a la desvalida; su corazón sensible se sintió instintivamente atraído hacia ella; en cuanto al altanero Zeto, su primer impulso fue impedirle la entrada. Al fin, sin embargo, venció la naturaleza y concedieron hospitalidad a la suplicante.

Llegó entonces Dirce a toda prisa, pues, habiéndose dado cuenta de la fuga de la cautiva, iba siguiendo su rastro. Valiéndose de falsas acusaciones, supo convencer a los jóvenes de que Antíope era una vulgar delincuente. Los hermanos no se atrevieron a resistir a los ruegos y amenazas de la Reina, y ya conducían un toro salvaje al que querían atar a su propia madre, destinada a morir de aquel modo por mandato de Dirce, cuando, interponiéndose el viejo pastor que antaño salvara la vida a los dos gemelos, reveló el secreto:

—¡Antíope es la madre de Zeto y de Anfión!

Volvióse entonces la justa cólera de los hermanos contra la indigna Dirce, la cual fue atada al salvaje animal, que la arras­tró por la montaña hasta que rindió el alma entre atroces tormentos. El dios Dionisos trocó su cadáver en una fuente en las cercanías de Tebas, fuente que mucho tiempo después siguió llevando el nombre de la perversa reina Dirce.

Entonces Anfión y Zeto acompañaron a su madre recuperada a Tebas y, arrojando al débil Lico, se apoderaron del trono. Como fuese que la ciudad, construida bajo el antiguo castillo erigido por Cadmo, no tenía murallas, los hermanos decidieron rodearla de ellas. Mientras Zeto traía del monte enormes bloques de roca y los disponía para su emplazamiento, Anfión hacía sonar su lira; y he aquí que al son de su música poníanse en movimiento bloques de gran tamaño y se colocaban por sí solos y juntaban en el lugar debido. Así surgieron las famosas murallas de Tebas, y como Anfión había inventado la lira de siete cuerdas, en su honor recibió la ciudad siete puertas.

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