Esa sensación de Nada comiéndole a uno las entrañas. Ese amasijo de hierros en el que se ha tornado mi esqueleto. El óxido de las costillas, óxido procedente de ese reguero de agua, de hilachos de agua, que tengo por corazón. Y esa mirada ausente, mis pupilas alargándose hasta el infinito, cavando caminos imprecisos en el éter. El alma hecha jirones, como una sábana vieja y desgastada, aquella que solía usar de niño para jugar a los fantasmas, retorcida tras mi piel. Yo consumido como una colilla apurada, abandonado y solo, con un piso por cenicero y mis últimos cuadros, aún sin vender, últimos vestigios de mi realidad física, por cenizas. Destrozado, desolado, abatido. Vencido.
Las formas rectilíneas de mi cuerpo de templo griego, tus ondulaciones de Ticiano: los dos bandos de una guerra, dos ejércitos en lucha cada noche; tus trincheras y las mías acercándose, superponiéndose, uniéndose. Tus gemidos como la más dulce de las rendiciones o la más mortal de tus armas, disparos que se me clavaban cada vez más adentro, dejándome sin defensas.
Mi mente de blancos y negros, de colores puros y ordenados, convertida en un lugar de culto para Gropius y la Bauhaus. La tuya extraña y salvaje, crecida como una hierba silvestre, donde los colores y las formas nacían, vivían con intensidad, se reproducían con pasión y morían para dejar paso a otras nuevas.
Y yo perdido en ese laberinto que no entendía, muriéndome entre tus caderas mientras intentaba ascender a tus ideas. Y yo, que pensaba civilizarte, domarte como domino al lienzo, a pinceladas convertidas en caricias. Y yo, con más años a mis espaldas, deshaciéndome en tu juventud, dormitando como un niño entre tus pechos tibios. Y yo, que todo lo sabía, aprendí un nuevo dolor: el de tu pérdida, la sensación de sentirme puramente mierda.
Tus sombras inexistentes en la pared son lo único que me acompaña, el perdido vuelo de tu pelo, tu ausencia al otro lado de la cama.