Arriba y abajo, una y otra vez, el mismo trabajo deshaciéndole los brazos.
Isaías movía la palanca que controlaba la máquina cortadora de chapa. El ya no sabía para qué eran las piezas que fabricaba la factoría. ¿Tanques? ¿Vehículos de transporte?
A primera vista, él solo destacaría por tener el pelo gris, cuando el de los demás era de color negro. Aunque, dentro de pocos días, a todos se les volvería a cortar el pelo al cero. Para Isaías y los demás, solo contaba el presente. Innumerables horas de trabajo continuo con las máquinas, media hora para comer y vuelta al trabajo. No tenían pasado, o por lo menos nadie se atrevía a hablar de él en los escasos ratos libres.
Un día a la semana, siempre por la tarde, una sirena interrumpía el trabajo. Venían unos guardias armados con porras eléctricas y obligaban a las dos docenas de obreros de la factoría que se dirigieran en fila india al llamado Cuarto de Adoctrinamiento. Obligaban a todos a sentarse en pupitres individuales ya asignados y cada obrero se le ponía un casco que le cubría toda la cabeza y la franja de los ojos.
Entonces, de los cascos surgía una música lenta y pegadiza, mientras una voz masculina y monocorde exaltaba los logros del Sistema, el cual gobernaba al mundo entero con mano férrea desde hacía décadas y lo mantenía a salvo de las “hordas bárbaras” que de vez en cuando descendían de más allá de los cielos de la Tierra y saqueaban los escasos recursos de la civilización humana.
Aquel día, Isaías se puso el casco y escuchó como los demás el acostumbrado discurso, el cual siempre empezaba de la misma manera: explicando como era el mundo antes del advenimiento del Sistema.
“Antes del Sistema, la Tierra era un sitio anárquico, intranquilo, donde el libre albedrío de las personas hacían imposible la armonía y el orden...”
“Eso no es cierto” pensaba Isaías desatendiendo el mensaje de la doctrina. “Claro que había problemas, pero por lo menos la gente podía decir lo que pensaba.”
La voz del casco electrónico seguía su funcionamiento.
“Cada individuo trabaja donde le corresponde. Todos tienen su lugar.”
Isaías, a pesar de sus años, era un hombre robusto, un fruto de la generación anterior, cuando las funciones de la reproducción humana no dependían de la ingeniería genética.
Miró alrededor. Ninguno de sus compañeros llegaría a los cuarenta años de vida. Aunque ahora pareciesen jóvenes de veinte años de edad que hacían rendir la maquinaria a pleno de rendimiento, el trabajo sin interrupción les mataría paulatinamente, como un cáncer.
El discurso proseguía.
“Las armas que fabricáis aquí son útiles contra los bárbaros que arrasan nuestro preciado planeta”.
“¿Y si la guerra fuera una mentira? ¿Y si hubiese acabado ya?” rebatía Isaías para sus adentros “Nunca salimos de aquí, toda nuestra vida se reduce a trabajar, comer y dormir.”
Recordaba el mito de la caverna de Platón, en la que unos prisioneros encadenados en una caverna a oscuras sólo percibían la realidad a través de las sombras que se proyectaban en una pared a lo lejos.
Isaías recordaba… hubo un tiempo en que la vida era mejor. El era un joven profesor de filosofía antes de que estallara la guerra contra los bárbaros que venían de las estrellas. Ahora el mundo ya no necesitaba profesores universitarios; sólo obreros o soldados.
Isaías se mordió la lengua. La nostalgia le traicionaba. Todavía recordaba el verdadero objetivo de la clase de adoctrinamiento.
Estaba oyendo la doctrina del Sistema y lo estaba poniendo en duda.
Mientras sus compañeros obreros sólo eran animales de trabajo bien domesticados que se limitaban a trabajar sin razonar si quiera, Isaías todavía tenía pensamiento crítico, y los demás no.
Isaías quiso gritar de terror, mientras los demás rumiaban el discurso que emitían los cascos electrónicos.
En una habitación situada tres pisos por encima del cuarto de adoctrinamiento, un guardia que vigilaba una consola vio como ésta hacía que una de sus pantallas titilara emitiendo una luz rojiza. El guardia, rechoncho y bajito, llamó a su compañero de turno, un oficial de seguridad que acudió con cara de pocos amigos.
-Alarma de pensamiento crítico- señaló el guardia tecleando un código de acceso. En otra pantalla, apareció la identidad del individuo que había provocado aquella alarma.
El oficial leyó las palabras que se iban formando en letras mayúsculas en la pantalla.
“Isaías M. Obrero no especializado de la planta R-XIV de piezas metalúrgicas. Número de identificación 58/7960-J”.
La nostalgia hizo que Isaías olvidara que la clase de adoctrinamiento servía para buscar a los que albergaran en su pensamiento cualquier atisbo de razonamiento crítico. Los cascos electrónicos identificaban aquella denominada como “Actitud Subersiva” que podía poner en peligro la estabilidad del Sistema.
El oficial abrió con llave un pequeño armario colgado en la pared, sacando un revólver calibre 38, cuyo diseño de fabricación había permanecido inmutable en los últimos ciento cuarenta años.
-Termina el turno de trabajo a las nueve de la noche- especificó el guardia de la consola- No será difícil eliminarlo.
-Lo haré cuando él esté solo.- respondió el oficial de seguridad.
Sabía muy bien que la mejor forma de mantener a los obreros en su sitio era con aquellas ejecuciones sumarias. Y además, era en extremo fácil reemplazar a los obreros no especializados.
El oficial de seguridad limpió el revólver y revisó el arma. En la empuñadura del letal instrumento lucían cuatro muescas.
Isaías sería la quinta.
Me ha gustado tu historia, sobre todo por que siempre que haya una alarma de pensamiento crítico es por que seguiran habiendo personas que sigan pensando con el corazón y si hay sexta muestra debería llevar mi nombre. Gracias y un 10 para todas las muescas que queden en ese revolver