Los ilusos encandilados
Los siete enanitos se encontraron con la harmónica mágica y le preguntaron si les podía tocar una canción que alegrara un poco el atormentado ánimo que tenían.
La harmónica les dijo que sí y les tocó una cancioncilla que todos disfrutaron bailando.
A la sazón llegó un mulo que sabía hablar cinco idiomas o más y que no se entendió con los enanos hasta que acertó con el que les era común a todos. También él se unió al baile y además hizo algunos saltos propios de mulo, que son divertidos de lo lindo.
El alocado mulo, un poco fanfarrón, les dijo a los enanos que podía tirar una coz capaz de arrancar un árbol o derribar una casa. Los siete enanitos se troncharon de risa por las ocurrencias del bicho y ninguno de ellos se lo creyó; y para más enojo del presuntuoso mulo unos cuantos se subieron sobre su lomo y allí bailaron y saltaron, juguetones y desafiantes.
Entonces dos personajes más se acercaron hasta allí: se trataban del viejo lobo y de Caperucita Roja. Venían agarrados de la mano, un poco cabizbajos y visiblemente asustados.
-¿Qué os sucede, amigos? –rebuznó el mulo.
-Nos ha asustado el ogro del bosque – dijo el lobo, aún temblando.
-Sí. ¡Jamás habíamos tenido tanto miedo! –aseguró Caperucita.
Un enanito barbudo y simpático se les acercó.
-Pues habéis venido al lugar indicado: Aquí todo es alegría y jolgorio. En este lugar nada os asustará. ¡Eso nunca lo permitiremos nosotros! Ahora venid y bailemos todos juntos la encantadora música de esta harmónica.
La verdad era que la música se llevaba las penas y todos se sentían dispuestos a gozar como nunca. Reían y saltaban, se caían o tropezaban, se escondían y escalaban los unos sobre los otros. Parecían enloquecidos; la música los emborrachaba, los encendía y los espabilaba como al viento y a la pluma, como al sol y su color. Parecían estar en el cielo de la noche o en el resplandor del día, en un rayo de ilusión.
El lobo corría a cuatro patas y aullaba arrebatado de alegría. El mulo se revolcaba y pataleaba sin respiro ni compostura hasta que llegaron los enanitos y se montaron a lomos de ambos, apaciguando con ello a las bestias.
Luego vino una rana que decía ser un príncipe encantado y no sé qué más tonterías, un gallo peleón y altanero, un perro viejo y flacucho y quién sabe si alguien más pues se preparó una algarabía que no tenía compostura, ni siquiera se podía adivinar cuántos seres estaban bailando al son de la harmónica mágica.
Poco después el cielo se volvió negro y comenzó a llover. Primero cayeron unas gotas gordas, y a quien le alcanzaba una se convertía en un charco. Después llovió mucho más fuerte y todos ellos se volvieron charcos, grandes y pequeños.
El campo se había nublado mientras la lluvia arreciaba aún más, saltando entre las piedras, golpeando los arbustos y salpicando de gris el paisaje.
Llovía… ¡y sólo se vieron charcos!
El extraño vagabundo parpadeó varias veces y meneó la cabeza.
-¡Vaya por Dios! –exclamó, mirando al cielo oscuro -. ¡Ya he vuelto a estar demasiado tiempo imaginando!
Se levantó del suelo y abrió su paraguas para protegerse de la lluvia. Luego miró lo que sujetaba en su mano y sonrió. Abrió su mochila y metió al interior la harmónica. Después se alejó de allí, con cuidado de no pisar los charcos grandes y pequeños.
Moraleja:
A veces, confiar demasiado, es inclinarse hacia el propio perjuicio de uno y encima sin haber visto o sospechado esa terrible tendencia, tras ser incautos, demasiado buenos, inocentes hasta la perdición.
© J. Francisco Mielgo/01/04/2005