Invierno de 1943, en algún lugar de los Alpes franceses.
Una pequeña carretera cubierta de nieve conducía a una base del ejército alemán, cuyo objetivo era controlar el abastecimiento de suministros al frente occidental procedentes de Italia.
A las diez horas un nuevo convoy arribó al campamento, de camino a Calais, donde los alemanes habían comenzado los preparativos ante la esperada invasión aliada de Europa.
La hilera de camiones se detuvo para repostar y los soldados fascistas entraron en la cabaña principal para calentarse. Nadie advirtió la llegada de un inesperado visitante por detrás de la colina próxima a la carretera. Era Dunot.
Oculto tras un promontorio rocoso el espía escudriñó lentamente el reducto alemán, pese a haber estudiado varias fotografías antes de partir. Luego clavó los ojos en el convoy: ocho camiones, más la escolta.
Junto a la estación eléctrica que proporcionaba energía a la base había una avioneta de color azul claro. Dunot observó la torre de vigilancia que se elevaba cerca de la entrada al recinto. Necesitaba un rifle de francotirador para el plan que acababa de esbozar. Con un poco de suerte todo iría bien.
Arrastrándose por la nieve, se aproximó lo suficiente a la torreta como para darse cuenta de que el vigía estaba silbando una canción francesa.
Dunot sacó una piedra grande del bolsillo y la arrojó contra el tronco de un abeto próximo. Como consecuencia, un pequeño alud se precipitó sobre el suelo.
El soldado miró en esa dirección, más molesto que sorprendido.
- Joder con el arbolito, menudo susto que me ha dado.
Y aunque no sospechaba nada, decidió quitar el seguro de su rifle por si acaso.
Dunot se deslizó por la escalera como un gato y se tumbó detrás del soldado. Sacó su cuchillo y arrastró al hombre hacia atrás para apuñalarle en el estómago. Luego cogió el rifle de francotirador y se alejó de allí sin levantar sospechas.
Se encaminó por un sendero que cruzaba la montaña hacia un risco donde estaba otro francotirador. A éste lo acuchilló por la espalda y sumó su munición a la que ya tenía.
Ahora tocaba la parte menos sencilla del plan: llegar hasta el pequeño polvorín que había junto a la cabaña.
Rodeó la base y se acercó a ésta por la parte trasera. A través de una ventana pudo ver a italianos y alemanes charlando amigablemente al calor de varias estufas.
Se apostó detrás de una esquina y esperó. A unos metros estaba el polvorín, custodiado por tres soldados. Estaban de espaldas a las cajas, ya que no creían que nadie vendría de las montañas para robarles, y además uno de ellos estaba un poco alejado de los otros, de forma que si le atacaba no se darían cuenta.
A pesar de que podía llevarse una caja con total impunidad, Dunot creyó conveniente eliminar al tercer soldado, así que se acercó y tapándole la boca le seccionó la yugular.
- Veamos, ¿qué tenemos aquí? – dijo para sí mientras forzaba una de las cajas con una pequeña palanca – Mierda, son minas anticarro. Probaré con otra.
La segunda caja contenía lo que estaba esperando: granadas de palo.
Cogió dos, colocó una de ellas semienterrada al lado de la cabaña y regresó a la torre de vigilancia.
Desde allí se puso a observar el campamento, fijándose sobre todo en la pequeña estación eléctrica (los otros edificios de la base, unos pocos cobertizos y un refugio antiaéreo, no revestían importancia alguna).
Subió la colina que se extendía a su derecha y moviéndose sigilosa pero rápidamente llegó a la estación. Colocó la otra granada en la nieve y desapareció. Oculto tras unos árboles que crecían en la colina, tomó el rifle de precisión y apuntó al cascote verde que sobresalía de la nieve detrás del polvorín. El sonido de un disparo cortó el aire, y poco después sobrevino una explosión que se llevó por delante la mayor parte de la cabaña.
Varios hombres salieron a cielo abierto envueltos en llamas, ante los atónitos ojos de los pocos soldados que guardaban el convoy. Dunot disparó de nuevo y la pequeña estación de energía quedó cubierta por una enorme nube de fuego, matando a sus dos guardianes.
Aprovechó tal clima de confusión para abatir a placer a los pocos supervivientes, y luego, cuando estuvo todo despejado se acercó corriendo a uno de los cobertizos, donde le habían informado que habría una radio. Efectivamente, sobre una mesa pegada a la pared encontró una consola de comunicaciones.
- Aquí Fantasma, cambio – al otro lado del hilo sonó una voz femenina – Te recibo, Fantasma, ¿todo en orden?
- Afirmativo, misión cumplida. Vuelvo a casa.
- Bien, nuestros amigos harán la recogida a la hora prevista. Buen trabajo, chéri, cambio y corto.