El hombre agarró con sus dedos a modo de pinzas una colilla de cigarrillo. Hacía frío y el esperaba en la esquina que apareciese su novia. Iban al cine y como siempre, ella estaba retrasada. Hastiado por la espera, el individuo arrojó lejos el pitillo, el que fue a caer a los pies de un vagabundo que, acuclillado en un rincón miraba pasar la vida con sus ojos legañosos. El tipo lo cogió con desgano y aspiró lo poco y nada que quedaba por aspirarle a ese miserable pucho, lanzándolo a su vez a cualquier parte. Pero el lugar en donde cayó no era cualquier parte ya que fue recibido al voleo por un chiquillo de unos trece años, quien, entusiasmado por esa repentina dádiva, entrecerró sus ojos y dejó entrar a sus pulmones esa miseria de nicotina que aún pugnaba por sobrevivir. Un acceso de tos obligó al muchacho a abandonar el pitillo en el quicio de una ventana, en donde una mujer madura, lo contempló con ojos codiciosos y se abalanzó sobre él. Cual si el cigarrillo fuese un tesoro, fue tomado cuidadosamente por las manos blancas y finas de la hembra y llevado a esos labios de comisuras un tanto arrugadas. Un tenue humo azul fue exhalado por esa boca mustia que después se desdibujó en una sonrisa triste. El pucho quedó abandonado en la ventana y minutos después fue aspirado por los labios doctos de un cirujano que caminaba con la cabeza semiescondida en su abrigo de fino paño. Había sido un mal día para el médico, un paciente se le había muerto en plena mesa de operaciones y la familia del fallecido amenazaba con una querella. El difunto era un concejal de renombre por lo que el asunto fue divulgado de inmediato en los medios de comunicación. Una bocanada de ese casi extinto cigarrillo, alivió en parte la congoja del galeno, quien prosiguió al instante con su desolado paseo. El pucho aún latía al compás de mínimas incandescencias, ahora en medio de la vereda. Su pequeño ojo de rubí fue atisbado por un anciano a quien se le había prohibido fumar, puesto que un cáncer terminal amenazaba con desbancarlo de esta existencia. Con la misma actitud de un niño que le pasa el dedo a la crema de una apetitosa torta, el anciano se agachó y con la crujidera de huesos como música de fondo, asió el pucho y lo aspiró, asomándose en sus facciones deslavadas algo parecido a un profundo misticismo. Su rostro desencajado se iluminó con el mortecino fulgor del cigarro, el que ya parecía estar a punto de extinguirse.
La mujer no apareció por ningún lado. La noche estaba bastante avanzada y ya no quedaba ningún boliche abierto. El tipo pateó con furia una caja de cartón que apareció delante suyo como víctima propiciatoria. Su celular no funcionaba, el frío era aún más intenso y calaba los huesos y ni una maldita cabina de teléfono estaba disponible para hacer tan sólo un simple llamado. Además, un ingente síndrome de privación le descomponía en grado sumo su ya de por si revolucionado estómago. Buscó febrilmente entre sus vestimentas antes de alcanzar a visualizar aquel pucho que agonizaba junto a una apestosa ruma de excremento de perro. Comprendió que era lo último que quedaba por hacer en aquella jornada infausta. Agachándose lentamente, como si aquel gesto fuese lo más trascendente de su vida, asió con sus dedos en forma de pinzas aquel casi cadáver nicotinoso y lo aspiró con delectación antes de arrojarlo nuevamente al azar que una vez más no fue azar sino un quiosco de diarios que comenzó a arder como yesca, inmolándose de tan triste modo aquel pucho que tanto consuelo brindó en los últimos momentos de su vida…
que de tarde en tarde se vean en la página propuestas intentando salirse de lo "normal". Tu relato lo ha hecho. Te felicito. Un saludo, compañero, y a seguir.