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Principios de setiembre de 2003.
Berna era un hombre exitoso y como tal se define al sujeto que logra cumplir con sus anhelos más preciados. Como ejecutivo de la más prestigiosa multinacional de drogas oncológicas del continente tenía un pasar económico por demás acomodado y siempre pensó que, en virtud del opresivo monopolio que su empresa ejercía en el mercado, este estado de cosas difícilmente podría cambiar.
Hasta que escuchó hablar de Cáceres.
Al momento no existía forma de curar un cáncer, quizás una milagrosa remisión o la maravillosa acción de los medicamentos fabricados en el laboratorio del que él formaba parte, prolongando la vida de los afectados por tal enfermedad pero, ¿desaparecer? . No, un tumor maligno nunca desaparecía sin dejar ningún rastro, ni siquiera con cirugía. La inquietud surgida en el seno de toda la plana ejecutiva de la empresa era mayúscula. Si, por alguna milagrosa razón, el cuerpo de ese hombre era entregado a un honesto grupo de científicos era muy probable que en base a una detallada información genética fuera descubierta la tan temida cura definitiva del cáncer, algo que lo aterraba. Sus espías apostados en el Araoz le habían informado que no había dudas acerca del hallazgo, el sujeto había enfermado cuatro años atrás y ahora no mostraba signo alguno de que lo hubiera estado. Había que evitar que la prensa se enterara de nada pero Berna sabía muy bien que de alguna manera la información tarde o temprano se filtraría. No era que en el pasado no hubieran podido manipular al cuarto poder, siempre algo se podía hacer, a costos muy elevados claro, cada hombre tiene su precio. De otra manera quien sabe que cosas se podría haber descubierto en perjuicio de la empresa. Bien sabían tanto Berna como muchos de los científicos del laboratorio que la gran mayoría de las sofisticadas drogas que se elaboraban allí no eran más que simples combinaciones de especies botánicas exóticas, diluidas luego con algunos calmantes y demás yerbas para enmascarar la verdadera esencia del medicamento, que en realidad era lo que actuaba. También era cierto que estas insólitas especies habían sido descubiertas por ignotos y abnegados médicos investigadores a los que se les había arrebatado su descubrimiento o se les había comprado por monedas. Todo esto no hubiera sido posible sin el silencio cómplice de las grandes cadenas mediáticas que ignoraban abiertamente la verdad a cambio de sobornos y mega contratos publicitarios, pero ese silencio no podría ser mantenido por demasiado tiempo si no se eliminaba rápidamente aquello que había que acallar. Una vez que hubiera tomado estado público siempre habría intereses formados a partir de ello, los negocios si no se presentan se inventan y existen verdaderos especialistas en estas artes. De todas maneras toda la parafernalia de contactos había ya sido puesta en marcha para hacer que Cáceres siguiera siendo un vegetal común y corriente y que su maldita particularidad o don no fuera nunca conocido por el común de la gente. Para que él y tantos como él pudieran seguir disfrutando de la vida la gente debía enfermar de cáncer y para ello estaba dispuesto a todo. Giró su costoso sillón hacia el amplio ventanal de su despacho y centró su mirada en la panorámica expuesta tras los cristales, en el exterior. Desde el piso que ocupaba se podían observar las terrazas de la gran mayoría de los edificios de la ciudad. Reflexionó acerca de lo difícil que resultaba a veces mantener cierta estabilidad para alguien que solo pretendía vivir tranquilamente de su trabajo. Cuantas dificultades para alguien que, como él, trabajaba honestamente en pos de un futuro para si mismo y su familia. Se quedó así, contemplando el exterior mientras su mente se blanqueaba paulatinamente.
Mediados de Octubre del 2003.
No le gustaba Duarte. De todos los parásitos burócratas del ministerio era con el que menos hubiera deseado tratar. Para ello había una razón de peso y definitiva: Porque era un idiota. Y no un idiota cualquiera. La combinación de su idiotez con su inutilidad lo convertía en el sujeto perfecto para echar a perder cualquier cosa por insignificante que fuera su intervención. Hacía veinte años que trabajaba para la repartición y conocía absolutamente toda la plana escalafonaria, desde el más insignificante cadete hasta el más encumbrado burócrata. De todos ellos el que menos le agradaba era Duarte, por mediocre, por inservible. Le había hablado hacía un par de horas y pronunció la frase que él esperaba, la exacta frase que sus superiores seguramente le habían dado por escrito para que la pronunciara al pie de la letra.
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