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EL ZORRO CONFESOR

Estaba el viejo zorro más muerto que vivo, del hambre que venía arrastrando. Hasta telarañas sentía en el estómago. Y es que, claro, como era tan viejo, todos los animales se conocían sus tretas, aparte de que ya no estaba para pegar aquellos brincos de siete metros, como cuando era mozuelo. Así las cosas, los conejos se reían en sus barbas y los ratones se paseaban por delante de sus narices.

-Como no encuentre una solución, ya mismo estoy en el infierno -se decía el pobre raposo- ¿Y los animales domésticos? ¡Quien los pillara!

Estaba el corral del cura a rebosar de ellos, pero muy bien protegidos por una malla de cuatro metros y por un mastín a las puertas que daba miedo oírle roncar.

-¡Ay, señor! -clamaba el zorro- ¡De ésta, palmo!

Y suspiraba, contemplando desde fuera aquella suculenta ración de gallinas y pavas, patos y demás ponehuevos.

-¿Y no habría un agujerito? ¡Qué va!

Por más vueltas que daba, ni el más pequeño hueco.

 

En fin, que parece que lo escuchó el cielo. Vino a saberse que el señor cura iba a predicar a un convento, dejando parroquia y corral unos días sin dueño.

-¡Esta es la mía! -se alegró el zorro. Y por una ventana abierta se coló en la sacristía. Abrió cajones y armarios y sacó los ornamentos. Con ellos se disfrazó como si fuera a decir misa mayor. Acto seguido, se puso a voltear las campanas como en los días de fiesta.

¡No había cosa que más gustara a los feligreses!

Y héteme aquí a la señora gallina, colocándose peineta, y a la pava, saya nueva, y a la pobre viuda del señor pato, mantón y toquilla negra.

¡Todo el mundo para la iglesia!, incluidas descedencias. La pata con sus patitos, la pava con sus pavitos, y la otra, sus polluelos.

-Hijas mías -predicó el zorro primero-:

Tiempo ha que os observo desde lo alto (iba a decir de una piedra, pero corrigió enseguida) de la torre de la iglesia. Y sé que muchos pecados habréis de confesaros. Así que poneos el fila ante aquel confesionario.

Dentro se metió el truhán, con misal y con Rosario.

-Acúseme, padre -manifestó la gallina-, que cada semana oculto tres huevos al señor amo.

-Eso está muy mal, señora mía. De penitencia lo pongo tres mil padresnuestros, y que los rece en la sacristía.

 

La pava, ¡que es más pava!, llegó la segunda:

-Acúseme, padre, de que estando clueca, me hago la tonta y así me alimentan.

-Resulta fatal lo que usted manifiesta. Mil credos le pongo, y juntito a aquélla.

Así fue la pava donde la gallina; las dos de rodillas, reza que te reza.

No buscaba el zorro más que irlas juntando, con penas muy largas, que tiempo le diera a tenerlas todas en la sacristía. Limpias de pecado, se las comería, y al cielo derechas irían sus almas.

-Acúseme, padre -confesó la pata-, que a veces me baño sola en la pileta, para que las otras el agua no beba.

-¡Eso está muy mal! Y por ser tan mala, mil avermarías, ¡y a la sacristía!

Lamíase de gusto el zorro malvado, la barriga llena sólo de pensarlo.

Ya iba a levantarse cuando vio venir, ¡si sería mentira!, al perro del amo, que también quería quitarse de encima sus muchos pecados. El zorro temblaba hasta las orejas, y además que los hombres por delante confiesan.

-Acúseme, padre, de haberme comido un par de polluelas el otro domingo.

-¿Y cómo es que el cura, que diga, yo mismo, no me diera cuenta?

Casi le delata decir lo que dijo, de no ser porque el perro no era muy listo. Algo, sin embargo, olióse el zorrero.

-Acúseme, padre -siguió éste diciendo-, que a la pobre pata le dejé viuda, y que ésos que esconde señora gallina, me los zampo yo en cuanto se descuida.

 

-¡Vaya, vaya, vaya! ¡Quién lo diría! Lo que  no me explico es cómo ese cura, perdón, cómo es que yo mismo no me he percatado de su mal instinto.

Ya era segunda la equivocación, y al perro hacía un rato que a zorro le estaba cantando el olfato.

-¿No se acuerda, padre, haberle yo dicho que era el viejo zorro el que cometiera todos los delitos?

-¡Conque esas tenemos! Encima que al pobre le suena el pellejo, y que  no se le ve por este cortijo, lo cargas de culpas que no ha cometido.

¿Sabes qué te digo? Que no puedo darte yo la obsolución, porque ese pecado no tiene perdón.

-¡Cómo va a tenerlo, maldito raposo! ¡Si tú no eres cura, ni yo soy tan bobo! -dijo el perro y fue a hincarle el diente.

Pero el zorro se escurrió como una anguila (de algo había de servirle estar tan canijo) y salió de estampía camino de la sacristía, -y de la ventana abierta-. Allí estaban las tres pazguatas cumpliendo sus penas.

-¿Padre, usted cree que iremos al cielo? -preguntó una de ellas.

-Vosotras rezad, que ahí viene el perro dispuesto a ayudaros. Yo voy por delante, abriendo las puertas.

Y colorín, colorado, este religioso cuento se ha acabado

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