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EL LAVATORIO CON AGUA

EL LAVATORIO CON AGUA
RIMOSI


La Calera 1956, una madrugada de Abril.
Se vistió calladamente sin apuro. A su edad los años pasaban y la prisa no era buena compañera.
En. Silencio se acercó al lecho de su mujer, con picardía le robó un beso. Ella sobre saltada abrió los ojos, tomó la mano de su hombre y se la besó con cariño. A pesar de sus años seguía siendo un viejo fresco.
Él, de su raído chaleco, sacó un antiguo reloj de bolsillo. Indicaba las cinco.
Había tiempo, la combinación del Norte no llegaba antes de la seis.
Hasta luego! – gritó hacia las piezas interiores, avisando al resto de su familia que él se marchaba al trabajo.
Voces dormilonas le respondieron:
¡ Hasta luego, papá!
Chao, abuelito
¡ Cállate hombre! – le reprochó su esposa – No ves que están durmiendo.
Se rió. Se despidió con otro beso y salió a la calle cerrando la puerta.
El amanecer era fresco, el otoño sé hacia sentir. Se encontró con el vecino que trabajaba en la Cemento Melón. Después del clásico saludo matutino se alejaron en dirección distinta.
Calera tenía vida, a esa hora muchos de los que hacían vida nocturna transitaban por sus calles.
Pasó frente a una vieja casona iluminada por un gran farol rojo.
Una muchacha de cortas polleras estaba apoyada en su portal.
¡ Buenas noches, abuelo! – saludó ella al tiempo que preguntaba - ¿a dónde va tan solito?
¡Buenos dias señorita! ¿No tiene frío con ese vestido? - contestó evadiendo
Nosotras las jóvenes no sentimos, abuelito. ¿No quiere pasar a que le convide un poquito de calor? – dijo la mujer, con con una picara sonrisa.
¡No, gracias señorita! Yo ya no estoy para esos trotes, con un cafecito me conformo – respondió el anciano sin detenerse.
Ella se quedó riendo a carcajadas.
Apuró el paso, tenía que llegar hasta la Estación.
Aún le faltaban algunas cuadras Saludó a todos los que se cruzaban en su camino.
Una costumbre muy sureña que él había heredado en su juventud.
Los dulceros ya se encontraban en la entrada de la estación. Hombres y mujeres allí reunidos esperando la llegada de los trenes para vender los ricos dulces de la Ligua.
¡Buenos días! – saludó al grupo
¡Buenos días! – le contestaron en coro.
En su interior, la Estación se encontraba vacía. El movimiento empezaba con la llegada de la Combinación del Norte.
Solitario allí, se sintió dueño de la Estación. Tantos años trabajando en Ferrocarriles se consideraba parte de él. Se subió a una máquina que se utilizaba en casos de emergencia. Hubiera querido ser maquinista para viajar de norte a sur Recordó su juventud cuando recién trabajaba colocando durmientes en las líneas. Después fue cambiando de trabajos pasando de una sección a otra. Ahora era “Guarda Vías” y tenía a su cargo el cambio de líneas. Un trabajo de mucha responsabilidad – aseguraba él. No podía equivocarse cualquier error podia dar paso al tren por otra línea terminando en una tragedia. Siempre hablaba de un choque de trenes ocurrido en Llay – Llay varios años atrás. Muchos muertos hubo en ese accidente.
A las seis diez llegó la Combinación del Norte.
Diez minutos de atraso – se dijo, consultando su reloj de bolsillo.
Haciendo sonar su silbato y con rechinar de fierro, mientras enormes bocanadas de humo se elevaban al cielo, entró el largo tren en la Estación. El vapor producía la sensación de cansancio, como si la máquina respirara con dificultad, cansada de su larguísimo viaje.
La llegada del tren dio comienzo a la actividad
¡Dulces de la Ligua, dulces! – con delantal blanco y una canasta gritaban los dulceros.
¡Diariooo! ¡El Ilustrado, El Mercurio! – atropellaban los muchachos vendiendo periódicos.
¡Queso de cabra! ¡Queso de higo! ¡Nueces, husillos, motemeiiii!
Campesinos que traían sus productos para venderlos en la estación
Los pasajeros se movilizaban de un andén a otro, cargando sus maletas, buscaban la combinación que debían tomar.
¿El expreso a Santiago? ¿Dónde sale el tren a Valparaíso?, El tren a Petorca? – La combinación a Los Andes es en Llay – Llay, señora- El tren al Norte no sale hasta la noche.
¿Para ir a Cabildo? – El tren a Petorca, señor.
Preguntas y respuestas chocaban entre sí.
Esperaban a los pasajeros los portadores de equipajes entraban y salían con sus cargas.
Pronto llegaría el Expreso a Santiago. Se dirigió a la entrada oriente del andén uno. Al pasar frente a las oficinas se topó con el Jefe de Estación.
¡Ah, maestro! Con usted quería hablar. Viene un tren de carga desde Los Andes con destino a Valparaíso y necesitamos que quede en la línea tres.
Encargándose de hacer el cambio. Tiene que ser entes que llegue el Expreso de Santiago.
Voy de inmediato jefe. Contesto, dirigiéndose al lugar indicado.
Conocedor de su oficio se dispuso a efectuar el cambio de línea
Con un potente bocinazo el tren avisaba su llegada. La suerte no estaba con él. Una piedra atasco los rieles. En una arriesgada maniobra logró sacarla, pero no pudo saltar fuera de la línea. El tren lo impacto de frente. Su cabeza azotó contra los fierros.
Por un momento todo fue oscuridad. Después vio gente que corría hacia él, se retiró asustado. A la distancia vio un cuerpo tirado a un costado de la línea. Los curiosos se agruparon alrededor del cuerpo.
No quiso acercarse. Recordó a aquel compañero que fue atropellado por el tren en el Túnel de Palos Quemados. Se impresionó mucho cuando vio su cuerpo allí tendido. Nunca más se acercó para ver a alguien muerto.
Dejó el lugar para dirigirse a la oficina. Sentado tras su escritorio el Jefe se tomaba la cabeza con sus dos manos. Unos lagrimones corrían por sus mejillas. No se atrevió a molestarlo y se retiró en silencio.
La estación seguía con su constante movimiento.
Volvió a la bodega. Se extraño de no encontrar a ninguno de sus compañeros.
Esperó un largo rato. Cansado, salió a caminar por los andenes. El enorme reloj mural marcaba la una. Hora del almuerzo, pensó, dirigiéndose a la salida.
De pronto sintió como se elevara. Contempló la ciudad desde lo alto. La gente se veía pequeñita Llegó a su casa, la miró sobre el techo, una lata suelta llamó su atención
Con razón nos llovimos el invierno pasado – se dijo mirando la plancha de zing que una leve brisa mecía.
La puerta estaba abierta. Adentro era un caos. Se escuchaban llantos y gritos por todos lados. Buscó a su mujer. No la encontró. Tampoco a sus hijos. Había gente a la que no conocía.
Fue al comedor de la casa. Esperaba poder comer algo pero allí estaba vacío no había mesas ni sillas, ni siquiera los cuadros colgados en el muro.
Esperó impaciente la llegada de su esposa. Rato después apareció desde la calle. Vestía totalmente de negro. Como si estuviera de luto. Tenía sus ojos rojos, se notaba que había llorado.
Se acercó para preguntarle la causa de su llanto, cuando por la puerta vio que sus dos hijos y unos vecinos entraban un ataúd. Alguien había fallecido.
Su mujer pasaba por su lado y le preguntó en voz baja.
¿Quién es el muerto?
Ella no le contestó, lloraba desconsoladamente.
Llevaron el féretro a la habitación desocupada. Lo colocaron en el centro de la sala rodeándolo por brillantes candelabros, uno de sus hijos encendió las velas. Algunos floreros fueron ubicados en el suelo.
Todos se retiraron quedando solo el ataúd. No le agradaba ver a los muertos. Él prefería recordarles como eran en vida.
La curiosidad casi le juega una mala pasada, se acercó para ver quien era el que allí descansaba. Se desistió, mejor esperaba a su esposa.
Retrocedió hasta la puerta miró de nuevo el ataúd. Hizo un recuento: había flores y velas... allí faltaba algo.
Su mujer entro en silencio. Ni siquiera se fijo en él. Se dirigió directamente donde estaba el cuerpo del difunto.
Lloró por largo rato.
Si sigues llorando así vas a llenar un lavatorio – le dijo, pero ella no le escuchaba ahogada por el llanto.
De pronto recordó lo que no había junto al muerto.
¡Un lavatorio! – gritó – Eso es lo que falta.
Se dirigió a su esposa.
Trae el lavatorio que esta en la pieza del fondo y llénalo con agua limpia.
Su mujer no le miró, ni siquiera le respondió.
Ella se levantó y desde la puerta llamo a uno de sus nietos pidiéndole que llevara el lavatorio que estaba en la pieza del fondo.
Llénalo con agua limpia insistió la abuela.
Él miraba la escena complacido. Su esposa siempre le hacia caso en lo que le pidiera.
Llegó el muchacho con el lavatorio lleno de agua. Ella le saco un poco y lo colocó en el suelo bajo del féretro.
El muchacho asombrado, miraba los movimientos de su abuela.
Sin poder contener su curiosidad le preguntó.
¿Para qué pone ese lavatorio con agua debajo del abuelito?
Él, que es encontraba al lado de su esposa, se extraño cuando el niño nombro al abuelito. Trato de preguntar pero, la abuela respondía al nieto.
Es una costumbre del sur mi hijito. Desde niña he visto que cuando alguien muere ponen un lavatorio con agua bajo el ataúd – se paso el pañuelo por los ojos secándose algunas lágrimas.
¿Y para qué, abuelita? Insistió el niño.
Es para que el finado no se lleva a nadie con él así decían los antiguos, y también sirve para que el cuerpo no se hinche. Así no se deforma la carita. – explicaba la abuela tratando de retener el llanto.
Él trató de participar en la conversación.
Cuéntele lo que pasó cuando al tío Moncho no le pusieron el lavatorio con agua – Topó con el codo a su mujer. Ella ni lo tomaba en cuenta. Se molestó y no volvió a hablar.
Me acuerdo – dijo la abuela – que la señora del tío;Moncho no quiso ponerle el lavatorio cuando este falleció por más que le dijimos. Al cabo de tres días murió el hijo mayor y a los tres meses ella también se fue con el finado.
Pero el abuelito no se va a llevar a nadie ¿verdad abuelita – pregunto el niño asustado.
No mi hijito. Él nos quería a todos – rompió a llorar la anciana – siempre nos va a querer.
Se rascó la cabeza. ¿De qué abuelo hablaban? No podía entender que fuera él, pues se encontraba ahí al lado de ellos.
Molesto porque no le prestaban atención salió al patio. Allí había un grupo muy entretenido. Su hermana era el centro de atención. Con sus chistes siempre.
Siempre le gusto alegrar los funerales. A él no le agradaban las risas en los velorios, lo encontraba una falta de respeto con el muerto.
Escuchó unos chistes.- ¡Ese si estuvo bueno! Se dijo para sí y se alejo del grupo con una sonrisa que le llenaba su rostro.
Volvió de nuevo donde estaba el ataúd. Encontró la sala llena de gente.
Todos sentados y en silencio. Entre ellos reconoció a varios compañeros de trabajo. También se encontraba el jefe de estación. Se extraño por la presencia del jefe en su casa nunca antes lo había hecho. Nadie pareció notar su presencia. Se acercó a saludar al jefe pero éste no contestó manteniéndose cabizbajo.
Avergonzado por la poca atención que le prestaban caminó hacia la puerta. Antes de salir de reojo miro la urna. Estaba rodeada por lindos ramos de flores y hermosas coronas. Busco el lavatorio. Ahí en el piso seguía lleno de agua. Más conforme salió a la calle. Se fue a la Estación. Su imaginación lo llevaba por paisajes hermosos. Le fue invadiendo un deseo de viajar, recorrer los lugares que por años había recorrido en esos largos viajes en los cuales su vida y sus años mozos fueron quedando, una nostalgia le sobrevino, a su memoria le llego el recuerdo de la Prosperina aquella boliviana que por tantas noches, la luna les acarició sus cuerpos entrelazados en las cálidas playas iquiqueñas, donde se juraban un amor eterno, un amor furtivo donde solo había cabida para los dos.
¡Hum!, que años aquellos. Bueno – se dijo para si – la vida pasa y los recuerdos quedan sintió en su viejo corazón un pequeño corcoveo.
Había un tren en la línea norte. Se subió de inmediato el tren emprendió la marcha. Le pareció muy extraño que nadie mas viajara en éste, sólo él. El paisaje era hermoso, pronto llegaron al túnel de Palos Quemados, arriba en la cuesta El Melón, no tenía buenos recuerdos de este lugar.
Catapilco, El Rayado, quedaron rápidamente atrás. En Los Vilos, el tren se detuvo. Contemplo el mar a la distancia. Vendedores se le acercaron. Mostraban apetitosos locos, ricas jaibas y hermosos pescados. No compró nada. En otra ocasión tal vez.
Pasaron Illapel, Combarbalá, Ovalle. Allí recordó el exquisito queso de cabra que comiera en sus viajes de antaño.
Coquimbo, La Serena, aquí se bajó.
Debe ser muy tarde – se dijo – mejor me regreso. El mismo tren lo esperaba en el andén del frente.
Tan solitario como antes, el tren emprendió veloz el regreso.
No va a ganar muchos ferrocarriles con este viajecito se dijo cuando comprobó que era, de nuevo, el único pasajero.
TERMINAL ESTACIÓN LA CALERA – COMBINACIÓN SANTIAGO – VALPARAISO – LOS ANDES – Se leía en el letrero a la entrada de la Estación.
Regreso a su casa. Nadie se encontraba en ella. Fue a la sala del velatorio. El ataúd ya no estaba. Sólo quedó el lavatorio con agua y algunas flores tiradas en el suelo.
Buscó una silla, se sentía cansado. Sus fuerzas se agotaban.
Parece que todos fueron al cementerio – dijo como si hablara con alguien - ¿Quién sería el muerto?
Después le preguntaría a su esposa. Un profundo sueño le invadía. De pronto tuvo la sensación que se elevaba, se encontró flotando sobre el techo de la casa.
Uno de estos días voy a clavar esa lata – dijo recordando la plancha de zinc. La tarde daba paso a la noche, las luces de la ciudad se encendieron. Con su vista recorrió La Calera de norte a sur, contemplo el rió, que con sus apacibles aguas bordeaba la ciudad, su casa y la estación...
Poco a poco todo se fue alejando, las luces se veían pequeñitas, después todo fue oscuridad. Le dio miedo esa oscuridad tan intensa y tan fría, por primera vez en su vida sintió miedo.
Lo oscuro fue quedando atrás, dando paso a una luminosidad etérea con bellos y tenues colores.
La figura de un hombre se le acercó lentamente, achicó sus ojos para verle mejor.
Estando a corta distancia lo reconoció:
¡Oiga! ¡Yo a usted lo conozco! – Se sintió aliviado – Usted es el mismo que está aquí en mi cruz – se llevó la mano al pecho donde colgaba una gargantilla que le había regalado su esposa - ¡Vaya! ¡Se me perdió!
El hombre, sonriendo le puso la mano en el hombro, sin decirle nada... Se alejaron desapareciendo entre la luz y color, luz y ... color.
Datos del Cuento
  • Categoría: Tradicionales
  • Media: 5.08
  • Votos: 66
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