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EL CUENTO BURLÓN

Por

Gerardo Oviedo


* * *

Para Vinik, mi sobrinito


Cuando me regalaron ese Cuento el día de mi cumpleaños número siete, supe que este era un Cuento diferente a todos los demás, intenté leerlo cinco veces hasta que una noche lo arrojé, sumamente enojado, dentro del closet y no volví a saber de él sino hasta muchos años después, cuando mi hijo Sebastián lo encontró una tarde en que visitábamos a la abuela y él, aburrido y sin tener nada que hacer, andaba husmeando por toda la casa. -¿Qué es esto? -me preguntó cuando llegó todo empolvado y con algunas telarañas sobre la cabeza. Yo lo miré y, en vez de regañarlo por andarse ensuciando la ropa, tomé el ejemplar.
-Un Cuento tonto -le dije mientras le quitaba con la mano el polvo de la cubierta y de la pasta.
-¿Un Cuento tonto? -dijo con la boca abierta-. ¿Y de qué trata un Cuento tonto, papá?
Quedé callado un momento, hasta que le dije con un poco de vergüenza al descubrir mi falta de empeño por saber de que trataba cuando era pequeño.
-No sé. Me lo regaló tu abuelo cuando yo era un niño de tu edad.
-¿Mi abuelo? -preguntó con entusiasmo.
-Sí, contesté, tu abuelo. Exactamente hace veinticinco años, me lo regaló diciéndome que era para niños y que a ver si yo le entendía.
-¿Puedo quedarme con él?
Yo estuve tentado a decirle que no, que mejor ni lo intentara, que era absurdo hacerlo, pero supongo que él quizás podría llegar más lejos de lo que yo había llegado y hacer algo que yo no pude: pasar de la página uno a la dos.
-¿Anda papá, puedo quedarme con él? -insistió Sebastián.
-Bueno -le dije cariñosamente mientras le sacudía el polvo de la cabeza y le quitaba las telarañas-, pero te digo una cosa, hijo, ten mucho cuidado con sus palabras, se burlan de ti.
Sebastián me miró con sus grandes ojos cafés y no dijo nada, luego se fue a seguir husmeando por la casa a ver que más encontraba hasta que nos despedimos de la abuela y nos marchamos a casa.

Esa misma noche, Sebastián pidió permiso a mamá para acostarse tarde porque tenía cosas que hacer. Ella quiso saber qué eran esas “cosas tan importantes” que tiene que hacer un niño de siete años.
-Cosas, mamá -y cerró la puerta de su habitación.

Al día siguiente, mientras desayunábamos para luego irnos a la escuela, Sebastián me preguntó qué eran las hadas. Yo le dije que eran unos seres maravillosos que cumplían los deseos de príncipes y de reyes, de doncellas que eran buenas, como Campanita, el hada de Peter Pan, o las tres hadas de la Bella Durmiente.
-Ah... -me miró con sorpresa- el Cuento dice que son unos bichos que vuelan como zancudos y que se pasan todo el día dormidas borrachas dentro de las axilas de los niños que no se bañan.
-Ummm -me acaricié la barba-, ¿bichos? ¿Eh?
Mamá preguntó de qué hablábamos. Ninguno de los dos contestamos, no porque ella no fuera a entender, sino que era como un secreto que a veces teníamos Sebastián y yo, como cuando rompimos el cristal de la cocina por jugar fútbol y le dijimos a mamá que un pájaro enorme se había estrellado y qué él había sido el culpable. De todas maneras ese día fui a la vidriería para reponer el cristal roto.
-¿Y qué más te dijo el dichoso Cuento? -le pregunté cuando lo llevaba en el auto para la escuela.
-Nada, contestó, me quedé dormido.
-¿Y te fijaste en qué página?
Sebastián se encogió de hombros.
-Bueno, para la otra ves en que página te quedas para que luego continúes desde ahí.
Unos minutos después dejé a Sebastián en la entrada y nos despedimos como de costumbre. Después me fui al trabajo a llenar horas y horas sentado frente al escritorio, haciendo avioncitos de papel y uno que otro garabato sobre las hojas blancas.
Cuando regresé a la escuela por Sebastián, la maestra Eduviges me estaba esperando.
-¿Es usted el papá de Sebastián? -me preguntó inmediatamente cruzando la línea que divide la escuela de la calle.
-¿En que puedo servirle, maestra? -le dije segurísimo de que me iría a decir que Sebastián había reprobado matemáticas o español.
-Por favor -me dijo ella mientras Sebastián nos miraba -no dejé que Sebastián vea tanta televisión.
-¿Por qué? -le pregunté cambiando la seguridad por sorpresa.
-Es que cuando le pregunté la tabla del dos, me contestó que las lagartijas son dragones que roban a las princesas hormigas, ¿puede creerlo? -dijo enfurruñada la maestra.
-Ummm -me volví a tomar de la barba-. ¿Lagartijas? ¿Hormigas? Descuide, maestra, veré que puedo hacer. A ver Sebastián -me volví hacia él-, ¿no sabes que los dragones echan fuego por la boca y que las pobres lagartijas apenas si pueden comer una que otra mosca y lo único que lanzarían serían las patas que están muy duras y además, si se besara una princesa con un dragón, ella se quemaría la boca?
La maestra me miró como diciendo ”De tal palo tal astilla”.
-Se lo encargo, por favor -dijo mientras se alejaba por el pasillo hacia su salón refunfuñando quien sabe qué cosas.
Sebastián y yo echamos a reír. Luego le compré un helado y otro para mamá, quien nos esperaba en casa.

En la madrugada, cuando estábamos dormidos, Sebastián llegó despacito y me quitó la cobija.
-Papá -dijo asustado-, el Cuento.
Medio dormido, le pregunté de qué cuernos me hablaba.
-El Cuento del abuelo.
Me incorporé y me quité dos lagañas que tenía encimadas en un solo ojo.
-A ver, ¿qué pasa, hijo?
Sebastián se subió a la cama. Mamá se movió hacia un lado pero no nos escuchó.
-El Cuento no tiene palabras, está vacío -dijo tiritando de miedo.
-¡Ah!, era eso -le dije-. No te preocupes ha de estar descansando, o de vacaciones, así es él. Mañana veremos.
Sebastián comenzó a meterse dentro de las sábanas.
-A no, chiquito -le dije-, a tu cama.
Lo dije no porque fuera yo malo, sino porque sabía que Sebastián era muy valiente-. Y si quieres, para que no te vuelva ha hacer lo mismo, hazle como yo, ciérralo y bótalo al closet -le dije mientras se iba a su recámara y volví a dormirme, pensando en el mentecato Cuento. Como era posible que las palabras se fueran de vagas y dejaran las hojas en blanco, vaya, las muy ladinas.
Cuando desperté, vi que mi esposa estaba levantada.
-¿Qué pasa? -le pregunté adormilado.
-Oí unos ruidos -me dijo-, como si alguien golpeara algo, o como si se arrastraran cadenas por el pasillo, ¿no las oíste?.
-Duérmete, mujer, estás soñando.

Al despertar por la mañana, fui al cuarto a levantar a Sebastián y mi sorpresa fue grande al ver que no estaba.
-Sebastián -lo llamé-. Sebastián.
Pero el no contestó. Salí al baño y tampoco lo vi, fui a la cocina y no lo hallé. Empecé a preocuparme. Ya iba a decirle a mi esposa cuando oí un ruido en su cuarto. Me acerqué.
-¿Sebastián?
-Papá -me gritó quedito desde abajo de la cama-, aquí estoy.
-¿Qué haces ahí, chamaco, me tenías preocupado?
Sebastián se arrastró hasta salir de abajo.
-Es que conocí a unos nuevos amigos -dijo sumamente impresionado-, se llaman Alfa y Beta.
-Serán amigas -dije con la certeza de que la letra A y la letra B del alfabeto griego eran mujeres. -No -interrumpió Sebastián-, son unas letras que vinieron a enseñarme cómo son los fantasmas.
-¿Y cómo son?
-Pues no los vi, porque son fantasmas, papá, y son invisibles -me lo insinuó como si yo no supiera una obviedad tan grande como esa.
-¿Entonces?
-Bueno, es que además nos pusimos a jugar trabalenguas y se me olvidó preguntarles después sobre los monstruos que no veíamos, pero cuando se fueron, me dejaron aquí solo, entonces me espanté.
-¿Y en que página te quedaste?
Sebastián se acercó al Cuento y señaló la tercera página.
-¿Todavía no pasas a la siguiente? -le pregunté.
Sebastián no contestó.
-En fin, le dije, ya es tarde y tienes que bañarte para irnos a la escuela.

Cuando Sebastián ya estuvo vestido tomó su mochila y le preguntó a mamá:
-¿Tú le tenías miedo al coco cuando eras chica, mamá?
Ella quedó sorprendida mientras calentaba un poco de café y preparaba el pan, pero contestó rápido:
-Aún le tengo miedo -e hizo una cara que en vez de parecer espantada parecía como si le fuera a dar chorrillo-. ¿Por qué lo preguntas? -dijo mamá mientras ella servía el pan con mantequilla y yo iba por la leche al refrigerador.
-Es que el coco ya está muy enojado de que digan que espanta, no tiene con quien jugar, siempre anda solo -dijo Sebastián.
-Muy mala fama se ha de haber ganado, el tonto -interrumpí a Sebastián cuando llegué con el bote de la leche-, de seguro es un borracho, parrandero y jugador y por eso sólo se le nombra por las noches.
Mi esposa entonces me dijo:
-Ay, papá, no le digas eso a Sebastián, no ves que aprende malas palabras.
-Las palabras no son malas -le respondí para que Sebastián no viera que teníamos prejuicios-. Son las intenciones las que cuentan, no es lo mismo que te diga enojado: oye tú, cara de perro, a que te diga que tienes cara de chango, riendo, ¿verdad?
Mamá y yo estuvimos de acuerdo. Así que Sebastián tuvo que estarlo también.

El domingo, como casi todos los domingos, lo único que quiero es descansar, pues toda la semana trabajo como un burro. Pero ese día fue diferente. Yo estaba descansando en una silla que tengo en el pequeño jardín que hemos ido construyendo, ahí hay pasto y una serie de plantas que sería inútil mencionar aquí, pero que por las noches despiden un aroma que inunda toda la casa, es cuando nos salen ronchas en la piel y empezamos a estornudar muy fuerte, pero esa es otra historia. El fin de semana al que me refiero tuvo que ver con un hecho insólito dentro de la casa, o mejor dicho dentro del Cuento que ahora pertenecía a Sebastián. Como recordaran siempre le preguntaba en que página se había quedado el día anterior, por x o por z, Sebastián decía que se había quedado dormido o que tenía mucha tarea y que no había podido avanzar en su lectura, o que el cuento echó a correr asustado y que no pudo alcanzarlo, o que un duende lo hipnotizó durante la tarde y que se la había pasado durmiendo por ello, y cosas así por el estilo. Bueno, ese fin de semana, Sebastián llegó corriendo a donde descansaba plácidamente:
-Ya lo terminé -dijo con una satisfacción que se le notaba en la cara y en la voz. Yo supuse que había terminado de hacer la tarea, pero de repente dijo-: Ya terminé el Cuento.
Yo quedé azorado, mi hijo había logrado algo que yo no pude por más que lo intenté muchos años antes, cuando tenia su edad. Entonces me sentí muy orgulloso.
-¿Y de qué trata? -le pregunté con emoción, pues por fin sabría el final de la historia, en que acababa el Famoso Cuento.
Sebastián me miró sin pestañear con sus ojos redondos como dos monedas de diez pesos, alzó el cuento hacia mí y me dijo cariñosamente:
-Ah, no, papá, lo tendrás que leer tú.
Luego dio media vuelta y se fue a jugar luchitas con sus muñecos de plástico mientras yo quedaba con el Cuento en la mano inuyendo que el tambien me consideraba bastante valiente. Abrí la pasta y comencé a leer la primera página que decía así:
"Cuando me regalaron ese Cuento el día de mi cumpleaños número siete, supe que este era un Cuento diferente a todos los demás..."
Datos del Cuento
  • Categoría: Infantiles
  • Media: 5.8
  • Votos: 46
  • Envios: 2
  • Lecturas: 5119
  • Valoración:
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