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EL ABISMO.

(Inspirado en el relato IMÁGENES. de la joven intelectual Argentina Berenice Kei)

El ruido enloquecedor de los greedars, tractores y palas mecánicas subiendo por el gigantesco tobogán de los imponentes camiones que le llevarían –misión cumplida- a los aparcamientos de la empresa contratista, mientras los pequeños motores y bombas succionadoras hacían lo mismo una cuadra más abajo, aturdían un poco la mente de Alberto quien no dejaba de pensar en aquellas palabras ominosas de su novia, Kei: “hoy es el día de mi muerte”.

Los obreros que habían dado los últimos retoques al último piso ya se cambiaban la ropa para disfrutar de aquel gran momento, el edificio había sido recibido satisfactoriamente por sus propietarios. Cuando se apagaron los últimos ecos de la caravana de máquinas en retirada, un compacto Pioneer encendió sus poderosas bocinas y el Rock de Queen rompió la tarde en un estampido desordenado de champagne, sidra y coñac. Los peones, capataces, ingenieros, técnicos y contratistas se lanzaban chorros de bebidas alcohólicas con los propietarios del enorme rascacielos, al tiempo que tarareaban la lírica de la melodía: We are the Champion, se había armado una verdadera fiesta celebrando la culminación de la obra, sin embargo Berenice Kei, la arquitecta creadora y directora del exitoso proyecto, no estaba.

Cuando todos notaron su ausencia, Alberto volvió al recordar su frase “hoy es el día de mi muerte” y se asustó. Ella había elaborado los planos, diseñado y dirigido el proyecto desde el primer día; era una obsesionada con los detalles, acostumbraba a remontar en helicóptero para verificar desde los privilegiados ángulos de las alturas, los más mínimos pormenores. Alberto recordó que esa mañana le pareció que ella lloraba porque se enjugaba sus delineados ojos café con un pañuelo de algodón blanco. Salió de su ensimismamiento para pensar de nuevo en aquella frase inquietante de su novia y reparó en La Azotea; ella podía estar allá por lo que salió raudo a su encuentro.

“..Y precisamente ella estaba en la azotea; tanteaba con sus frágiles dedos largos la firmeza de las losetas recién colocadas; luego irguió sus largas piernas y empezó a caminar como un fantasma borracho que se dirige a su destrucción, no preveía el peligro, era como si el borde la llamara; superó las primeras y segundas barreras de seguridad, y luego, aparentemente sin darse cuenta del gran riesgo que enfrentaba, deslizó su esbelto cuerpo hasta los tubos amarillos colocados allí para más protección de quien subiera a la cafetería, sus cabellos ondeaban como la bandera de su querida Argentina, bajo unos vientos poderosos como los de su añorado Comodoro Rivadavia. Su extraviado y bacante caminar la llevaban inexorablemente al abismo”.

Alberto se lamentó de que los ascensores no estuvieran funcionando aún, pero sin perder el tiempo empezó a subir aquellos escalones recién construidos, sabiendo que su meta inmediata implicaba superar 32 pisos para llegar a La Azotea.

“Los tacos de sus zapatos de pana negro frenaron a milímetros del abismo, clavó sus hermosos ojos en lo mas profundo del horizonte, como buscando el perdón de Dios, luego bajó lentamente la cabeza y mientras lo hacía las imágenes de Kafka, de Eluard y de Abelardo golpearon suavemente su cerebro, la saliva quemante de Milán le indicaba algún vinculo con lo que observó a continuación: Al bajar completamente la mirada un abismo inmenso, inacabable se abrió ante ella, unos inmensos ojos azules, como de niña, parpadeaban en una mirada triste, desconsolada; vio lo que nunca quiso ver: la pequeña Roque le hacía señas que viniera a salvarla, que ese hombre cruel vestido de negro quería violarla, entonces sintió el vértigo, esas ganas terribles de lanzarse, el abismo la llamaba, la atraía, la halaba; la pequeña Roque lloraba”.

“Se lanzó, y su cuerpo entró en un torbellino alucinante donde las imágenes de Kiergargaard se contorsionaba horriblemente junto a la de Eluard, para llegar tarde puesto que del otro lado de la sima el violador había huido, la pequeña Roque lloraba y no podía alcanzarla, pero desde el ángulo en que se encontraba pudo apreciar que de sus pequeños muslos brotaban finos hilos de sangre, entonces la llamó con toda las fuerzas de su alma hasta lograr cargarla entre sus brazos, trágicamente inmortal”.

Alberto llegó jadeante a La Azotea, y Kei no se inmutó, lo esperaba.

--¿Por qué no estás con nosotros allá abajo? todos te extrañan, los propietarios disfrutan con nosotros y confirman lo que todo Paris sabe, que es el edificio más hermoso y encantador de la ciudad y los méritos son tuyos, sólo tuyos

--Todos, menos tú, expresó la hermosa arquitecta de los ojos café con un tono de resentimiento, sorbiendo la Bud tibia liada a una servilleta amarilla, que disfrutaba.

--Pero amor, acaso estás enfadada por mi valoración a tu relato?

¡No me llames amor, Alberto!, decretó tajantemente Kei, --lo nuestro terminó, y sí, leí tu apreciación de que debí escribir los rigores y no los ecos de mi infancia, como también que odio a los franceses, especialmente a Maupassant, que no encontraste la saliva de Kundera en el deseo de caer de ella y el abismo que le llamaba, claro que sí, mi querido Alberto, que todo lo que escribí lo hice por resentimiento de un pasado colonial, defendiendo los abusos ancestrales que se cometieron contra mis antepasados. No hallaste a Eluard ni a Kiergargaard, sólo venganza. Eso encontraste. --Siempre creí, prosiguió, que eras un pésimo amante, ahora descubro que eres un pésimo crítico.

--Hasta nunca Alberto, sentenció, dando un portazo en sus narices, colocando la botellita semivacía de Bud en el mostrador de la Tasca, lanzando la servilleta al viento.

Alberto sintió un malestar agudo en el estómago, su corazón se ocultó de sus abstracciones, caminó lentamente hasta alcanzar a ver la multitud como enjambre de hormiguitas minúsculas. El vacío inmenso se abría delante de su figura titubeante respecto de bajar de nuevo los escalones. Permaneció un buen rato allí golpeado por la profundidad de aquella frase aciaga con la que ella inició el relato, y el vértigo, aquel aturdimiento que le hacía creer que el abismo le llamaba era ahora una siniestra realidad, además del deseo incontrolable de alcanzar aquella servilleta que caía jugueteando con el viento, como si se imaginara lo que Berenice había escrito allí: “Es verdad que hay verdades que producen dolor, dolores tan penetrantes que son capaces de destruir un gran amor. BK”

Joan Castillo,
30/12/2004.
Datos del Cuento
  • Categoría: Románticos
  • Media: 5.32
  • Votos: 69
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