En la oficina, Enrique se destacaba por su inveterada costumbre donjuanesca, y siempre tenía una historia para contar a la hora del café, , en la que, por supuesto, él era el héroe de la misma.
Todos, incluyendo el Jefe, le permitían aquellas interminables conferencias telefónicas con sus enamoradas de turno, sabedores de que luego tendría jugosas historias para compartir.
Quien más le festejaba las conquistas era, tal vez, el más tímido del grupo, y amigo de la infancia: Ambrosio, seguramente como una manera de compensar sus limitaciones a los ojos de los demás.
El trabajo de Enrique lo hacían sus compañeros, nada importaba con tal que éste tuviera campo libre para sus hazañas.
Alguien comentó: “¿porqué festejan tanto las “cosas” de Enrique?; detrás de ellas debe haber gente traicionada, engañada”.
Todos rieron a carcajadas; nada más ridículo que lo que acababan de oír.
Ambrosio simuló desentenderse del tema pero desde otra línea telefónica llamó a su casa: ocupado.
Luego tuvo una corazonada, esperó que colgara Enrique y volvió a llamar: libre.