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Día D, de Dunot

Normandía, 6 de junio de 1944, a cuatro kilómetros de la playa Utah

La oscuridad de la noche envolvía el paraje boscoso del Bocage, tan sólo iluminado por continuos destellos de explosiones de los obuses que la artillería alemana llevaba tiempo disparando contra los aviones de las fuerzas aerotransportadas. El Sargento Ben Dadley, de la 101, acababa de aterrizar junto a un sendero que cruzaba los campos de cultivo, tan sólo ornamentados por unos pocos arbolillos hasta donde alcanzaba el bosque. Un poco dolorido por la caída, Dadley se incorporó mientras sus ojos color miel oteaban las cercanías, se deshizo de la mochila del que colgaba el paracaídas abierto y se arrastró por detrás de unos setos hasta el sendero. Vio cómo otros soldados caían no muy lejos, amparados por la oscuridad y la sensible calma de la campiña.
Se puso de pie y agarró con ambas manos su arma, un M1 Garand con un cargador de ocho proyectiles. Echó un vistazo detrás de él y empezó a caminar ligeramente encorvado, en dirección al bosquecillo del otro lado del camino. Caminó despacio, y apenas se atrevió a respirar hondo. No hasta que hubiera reconocido el terreno. De pronto oyó voces que susurraban en alguna parte. Se acercó a ellas. Eran voces profundas, guturales, que hablaban animosamente en alemán.
El sargento se apostó detrás de los árboles y encañonó la oscuridad con su arma. Dio un par de pasos en el vacío y volvió a escuchar. Las voces venían acompañadas por risas animadas, y un siseo apagado.

- Joder, está meando - dijo en voz baja, intentando no reírse.

Se aproximó aún más. En un pequeño claro había una patrulla de cuatro hombres, y en efecto uno de ellos estaba orinando. En contra del viento.

- Estos esperan matarnos uno a uno, según vayamos cayendo al bosque. Seguro que están cubiertos por alguna parte. Sería un error atacarles yo solo.

De pronto el cañón de un M1 Garand asomó por detrás de otro árbol, a la derecha, a pocos pasos de los ociosos alemanes. Después otro. Dadley vio siluetas entre el follaje, haciéndole señales para que se adelantara. El sargento dudó un momento. Miró a los alemanes, y después a los recién llegados. Dio un paso titubeante, enfiló el claro, de repente la hojarasca crujió bajo sus pies. Los alemanes levantaron la vista hacia la oscuridad, como ciervos que se acaban de dar cuenta de que hay lobos cerca. Salió al claro por detrás de los alemanes y apuntó a la cabeza del que estaba orinando.

- Quietos o le abro un ojo en la nuca. Tirad las armas, ¡moveos!

El pulso le temblaba, ojalá los alemanes no se dieran cuenta. Los otros americanos salieron de su escondite y retiraron las armas enemigas. Uno de los alemanes empezó a chillar como un cerdo durante la matanza. Dadley le golpeó con la culata. Pero era demasiado tarde, quien quiera que fuera su refuerzo, ya estaba sobre aviso. Los compañeros de Dadley dispararon sus armas y los alemanes que permanecían de pie cayeron fulminados. También mataron al que estaba inconsciente en el suelo. Robaron las armas y las granadas de palo de los cinturones y bajaron una pequeña pendiente hacia un riachuelo. Entre ellos y el agua atravesaba una carretera de provincias, más bien un camino de asfalto que se perdía en la nada. A un lado de ese sendero fantasmal dos faros se iluminaron como los ojos de un depredador furtivo. Los soldados clavaron la mirada en el lugar de donde procedía la luz. Una sombra difusa surgió tras los faros, perfilándose mejor cuanto más se acercaba. Un ruido de motor acompañaba la espectral imagen, y un martilleante compás de botas sobre el asfalto. En pocos segundos se encontraron frente a un vehículo semioruga acompañado por dos pequeñas hileras de soldados a los lados. Dadley y los otros echaron a correr por la carretera con la esperanza de encontrar alguna buena cobertura. Por su parte, los alemanes se aproximaron unos pocos metros más y abrieron fuego. La oscuridad se iluminó con haces llameantes, y una lluvia de balas cayó sobre Dadley y sus compañeros. El joven sargento de New Jersey, estudiante de arquitectura antes de la guerra, contuvo la respiración mientras ordenaba a sus piernas correr como nunca lo habían hecho antes. Un proyectil le alcanzó en la espalda, a la altura de la clavícula. Dadley aulló de dolor y cayó de bruces al pavimento. Oyó las voces de los otros americanos, mezcladas con las del enemigo. También le pareció oír disparos procedentes de otra parte de la carretera. Los gritos de los soldados alemanes se volvieron nerviosos, casi angustiados, pero para entonces él ya había perdido la consciencia.

Ben Dadley despertó al pie de un árbol. Varios soldados de otras divisiones aerotransportadas, y de la suya propia lo rodeaban. Había un médico entre ellos. Dadley los contempló confuso, sintiendo un dolor agudo que le punzaba. Su visión era borrosa, pero pudo ver cómo el sanitario sacaba una jeringuilla diminuta de un bolsillo de su guerrera para clavarla después en su muslo. A pesar de las tranquilizadoras palabras de sus compañeros, un amargo escalofrío de temor recorrió sus entrañas, mezclado con el dolor, intenso y sofocante. El sanitario le dio algo para morder y a continuación hundió su cuchillo en la espalda del sargento, entre el omóplato y la clavícula, sacando instantes después la bala sin el menor esfuerzo. Por suerte la herida era poco profunda y apenas había perdido sangre. Puso unas gasas sobre la herida y sujetó éstas con una venda doble.
El rostro del médico reflejaba compasión, pero también esperanza. Los demás miraban a Dadley con sonrisas amigables, cuando no estaban escudriñando los alrededores con ojos de halcón.

- Ese hombro tiene que descansar. Yo que tú, amigo, no dispararía en un buen rato, así que cúbrete bien las espaldas.

La oscuridad de la noche fue cediendo lentamente terreno a la claridad, una luz tenue enturbiada por grisáceos nubarrones que hacían parecer al sol una insignificante mota lumínica en medio de la nada. El viento había amainado hacía tiempo, pero ahora agitaba los setos y árboles bajo la forma de una brisa fría y desconcertante, que silbaba y chirriaba a veces como lejanos vehículos. Al amanecer, Dadley caminaba con el mismo grupo de hombres que le había acompañado durante la pequeña operación de cirugía. Llegaron a una carretera bien pavimentada donde un cartel inmaculadamente blanco en forma de flecha rezaba “Sainte Mère-Église”. Todos miraron hacia la hilera de casas que daba comienzo a aquel pueblo, y lo que vieron les dejó helados…

- Hay que hacer algo, debemos ayudarles - dijo alguien.
- No hay tiempo para trazar una estrategia. Entraremos y haremos cuanto podamos.

Los hombres formaron dos filas en las cunetas y avanzaron agachados hasta la entrada del pueblo. No muy lejos, en algún lugar del interior, se produjo una explosión. Después hubo disparos esporádicos y gritos en inglés y alemán. Dadley lideraba la fila de la izquierda. Aún le dolía la herida pero se sentía capaz de disparar su Garand si se le presentaba la oportunidad. Llegaron hasta aquello que les había sorprendido tanto y observaron con cautela la carretera. El Panzer Tiger que descansaba delante de ellos giró el cañón hacia el flanco izquierdo durante un momento y después echó a andar hacia una especie de ensanche que había en medio de la calle. Las ruedas de oruga chirriaron como ratas gigantescas, amortiguando las voces de los soldados que iban delante.
Dadley y los otros siguieron el blindado hasta que se detuvo. La pequeña escolta se atrincheró tras un muro caído y abrió fuego contra un bloque de apartamentos.

- Cabrones, están montando una MG34. No podrán salir de ahí.

El hombre clavó en Dadley unos ojos llenos de pesadumbre.

- ¿Qué hacemos, sargento?

Dadley lanzó un profundo suspiro, y recorrió con la vista el parapeto alemán y el tanque, de nuevo en movimiento.

- Fila derecha, mantengan disciplina de fuego sobre el muro. Los demás síganme. No hay tiempo para buscar un arma anticarro, así que echaremos un par de granadas por esa escotilla.

Los hombres guardaron silencio. El joven sargento se adelantó hasta un poste de alta tensión e hizo señas para que sus hombres se colocaran tras el blindado. Por su parte, los otros abrieron fuego contra la infantería atrincherada, dando prioridad al soldado de la ametralladora portátil. El estruendo de los disparos se mezcló con los otros sonidos de la batalla. Nadie se dio cuenta de que estaban allí. Dadley ordenó mediante gestos que dos hombres treparan a la cubierta del tanque. Así hicieron. Un momento después, la tripulación del vehículo oyó con horror el tintineo de varias granadas rodando por el suelo metálico. Los soldados se ocultaron en el follaje de la cuneta y aguardaron la inminente explosión.
El fuselaje del tanque se abombó y una lengua de fuego surgió del interior envolviéndolo todo. Un ruido atroz enmudeció los disparos y los gritos. Los alemanes no eran conscientes de lo que acababa de ocurrir. La guarnición del tanque, que había estado apostada en un callejón para cortar la retirada de los soldados encerrados en el edificio, miraba ahora boquiabierta la improvisada hoguera en que se había convertido su tanque. Los soldados de la fila derecha aprovecharon el momento de desconcierto para abatirlos uno a uno.
La MG34 giró noventa grados en dirección a la carretera de entrada. Un error que pagaría caro. Ahora que estaban distraídos los soldados que habían estado entre la espada y la pared en el bloque de enfrente salieron por la puerta principal y los mataron igual que un pelotón de fusilamiento.

- Vaya, no esperábamos refuerzos tan pronto - dijo animadamente un soldado de mejillas pecosas en cuanto se unieron a ellos.
- Ejem, lo siento, no somos su refuerzo. Nosotros vamos un poco más lejos.
- Bueno, es igual, pero ya que están aquí podrían quedarse hasta que seamos relevados.

Dadley intervino.
- Nos gustaría, pero nos esperan para asegurar la carretera del suroeste. Hace una hora que deberíamos estar allí. Sinceramente, lo siento. Arréglenselas como puedan. Caballeros.

Se giró dispuesto a marcharse.

Otro soldado, un hombre delgado y con cara de hurón le puso una huesuda mano en el hombro.

- Vamos, señor, no nos deje en la estacada. Hágalo, o de lo contrario me veré obligado a…

El hombre deslizó la mano furtivamente hacia la pistola Colt que llevaba en el cinturón.
Ahora su voz se atenuó hasta convertirse en un susurro.

- Hijo de puta, nos vas a dejar en manos de los nazis. Tipos como tú no deberían mandar en el ejército, ni siquiera deberías estar vivo.

En ese preciso instante la precaria calma de la aldea se vio nuevamente turbada por el chirriar de cadenas de un tanque. Apenas tres segundos después, resonó en el aire un lejano disparo y el hurón que había pretendido aniquilar al sargento Dadley cayó a plomo en el asfalto.

- ¡Francotirador! Todos a cubierto.
- Busquen un arma anticarro en las casas circundantes.

Los hombres corrieron a esconderse en el interior de las viviendas, pero Dadley no pudo. Un obús se interpuso entre él y la seguridad. Aturdido, se escabulló por una calleja que se abría a la izquierda. Los soldados, incluso el francotirador que había matado al hurón dispararon contra él, pero por suerte desapareció antes de que pudieran alcanzarle. Dadley corrió por el empedrado calle abajo, sintiendo un doloroso pitido en los oídos. De pronto se topó con dos alemanes. Los hombres levantaron las armas. A pesar de la distancia, no fallarían. Uno de los americanos había visto a Dadley y quería ir en su ayuda, pero el francotirador le hirió en una pierna apenas se asomó.

- Sargento, póngase a cubierto. Sobreviva a este día - fueron sus pensamientos mientras volvía a la casa.

Dadley alzó su Garand contra los dos alemanes. Pero su visión era algo borrosa y las manos le temblaban tanto que apenas podía mantener firme el arma.
Disparó una vez, pero sólo consiguió arrancar un poco de polvo de una pared. Los alemanes se rieron divertidos. De repente una ventana que había justo encima de ellos vomitó una botella con un trapo gris en la boca, que ardía como una antorcha. La botella impactó contra el suelo a escasos centímetros de los soldados. En cuestión de décimas de segundo, el fuego del trapo inflamó la pestilente gasolina que contenía el vidrio y produjo una llamarada fugaz pero potente. Dadley contuvo la respiración, observando cómo aquellos hombres ardían como muñecos. Sus gritos fueron desgarradores, pero en unos segundos sólo se oyó el crepitar de las llamas, y luego nada.
Una puerta se abrió y un hombre vestido con una chaqueta de lana y pantalones modestos se acercó corriendo hacia él. Era un hombre joven, de cabello castaño y ojos penetrantes. Su mirada denotaba alivio.

- ¿Está usted bien? - dijo en inglés, vigilando que no aparecieran más soldados.
- Sí, creo que sí, un proyectil de tanque me cayó al lado. ¿Quién es usted?
- Un amigo, puede llamarme Dunot.

Dunot, el fantasma, no estaba allí por casualidad. Él, y otros tantos miembros de la Resistencia, se escondían en los sótanos y buhardillas de Normandía dispuestos a ayudar cuanto pudieran a los soldados aliados. Su misión, por tanto, no era sólo facilitar información o sabotear, sino también ser los ángeles guardianes de soldados como Dadley, y ángeles ejecutores cuando fuera necesario.
Dunot le pidió que le acompañara y ambos entraron en la casa donde instantes antes había estado el espía. Bajaron a un pequeño sótano con una mesa de madera y varias armas sobre ella.

- Supongo que ahí afuera hay algún panzerfaust. Pero por si no lo hubiera, hace unas horas robé este. Tome, destruya ese cabrón.

Dadley asintió con gesto agradecido. Subió a la segunda planta y se arrimó a una de las ventanas. El tanque seguía ahí, aunque ahora menos protegido. Los muchachos estaban haciendo un buen trabajo.
El sargento abrió la ventana cuidadosamente, se arrodilló y asomó la punta del proyectil por la abertura. Cogió aire, y apretó el gatillo.
Con un siseo, el cohete voló a través de la calle describiendo una trayectoria descendente, hasta hundirse en el fuselaje del tanque como un cuchillo en la mantequilla. Una segunda bola de fuego inundó la calle. Parte de los alemanes que aún quedaban en pie dispararon contra las ventanas. En el piso de abajo, Dunot disparó con un Gewehr 43, matando a dos de ellos. Una granada de palo silbó hasta la ventana donde estaba el espía, abrasando la fachada de la casa.

- ¡Americano, cúbrame! - rugió Dunot, clavando los ojos en el hueco de la escalera.

El espía volvió a abrir fuego. Momentos después, Dadley se unió a él. Un tercer tanque apareció a lo lejos, doblando una esquina. El sargento corrió al sótano en busca de otro proyectil. Subió las escaleras a trompicones y se situó de nuevo junto a la ventana. Estaba a punto de disparar cuando una inoportuna bala se incrustó en el marco de la ventana. Aquello le distrajo, y erró el tiro por pocos centímetros.

Desde su posición, Dunot vio el boquete abierto en la pared, y el tanque intacto cerca de él.

- Lo siento - gritó Dadley desde arriba - Tendremos esperar a que uno de mis hombres consiga otro panzerfaust.

- Demasiado arriesgado. Yo me encargaré.

Dadley no tuvo tiempo de hablar. Dunot bajó al sótano, cogió una Luger y dos granadas de palo de la mesa y salió como un rayo de la casa. Se asomó por detrás de una esquina a la calle donde estaba el blindado. El monstruo de metal tenía fijado el cañón en dirección al refugio del espía, donde Dadley permanecía expectante y confuso. Dunot echó a correr en dirección al tanque. El cañón osciló unos centímetros, buscando el nuevo objetivo. El espía zigzagueó intentando confundir al artillero. Unos metros le separaban del tanque cuando se abrió la escotilla y el comandante de la tripulación asomó medio cuerpo como un perrito de las praderas. El oficial extendió su brazo derecho, al final del cual una pistola relucía con los primeros rayos de sol. Dunot también sacó su arma. Un instante después el alemán disparó.
El espía tuvo el tiempo justo de echar a rodar contra las ruedas del tanque. La bala rebotó en el suelo de piedra, desapareciendo calle abajo. Dunot se puso de pie como empujado por un resorte y le alojó una bala en el cráneo. La gorra del oficial salió volando, mientras el hombre se desplomaba como un muñeco sobre la cubierta.
A continuación colocó las granadas cerca de las ruedas de oruga y huyó por donde había venido, sin quitar ojo al cañón. Podía haber desaparecido sin más, pero aquello formaba parte de su pequeña treta.
El artillero decidió que no iba a salirse con la suya. A pesar de su peculiar forma de correr, se propuso acertar de lleno. “No es la primera vez que le doy a un blanco en movimiento”, pensó, aunque el movimiento en ese caso se pareciera más al de un pollo sin cabeza. Fijó el cañón en un punto por donde creía que Dunot iba a pasar, y esperó. De pronto el espía se detuvo. Sus ojos se clavaron en el frontal del tanque, como si pudiera ver a la tripulación a través del metal. Esbozó una sonrisa jovial, y echó a correr en línea recta lejos del alcance del cañón, hasta que desapareció de la calle.

“Mierda”, masculló el artillero. Se volvió hacia el conductor y le clavó una mirada gélida. “Mueve este trasto”.

El tanque empezó a rodar. Un instante después, las cadenas toparon con las granadas de palo. Dos pequeñas explosiones sacudieron los bajos del vehículo, y las ruedas de oruga quedaron inutilizadas.

En la casa, Dunot se reunió con el sargento.

- Buen truco - felicitó Dadley - Al menos no lo tendremos pegado al culo.

Dunot echó un vistazo por la ventana.

- ¿Cómo van las cosas?
- Les estamos dando un buen repaso. No aguantarán mucho más.

Dunot suspiró, aliviado.

En ese preciso momento un proyectil de mortero cayó en medio de la calle donde permanecía el tanque destruido por Dadley.

- Joder, ahora qué – balbuceó el sargento contemplando el socavón, y los cuerpos de dos soldados americanos.
Se volvió hacia Dunot con gesto sombrío.

- He de irme, gracias por todo.
- Puedo ayudar.
Dadley negó con la cabeza.

- Ya ha hecho bastante. Seguramente sean unas pocas dotaciones de mortero. Su última carta en esta partida.

Sin decir una palabra más, bajó las escaleras y rodeó la casa. En el camino oyó la voz de Dunot, “buena suerte”.

El sargento ayudó a matar a los pocos soldados que resistían y luego ordenó a uno de sus hombres destruir el tanque inutilizado. Poco después desaparecían calle arriba, ante los atentos ojos de Dunot.
El espía pasó a uno de los dormitorios y descolgó el auricular de un teléfono arrinconado. Esperó con paciencia y cuando una voz rasposa respondió al otro lado del hilo, dio un pequeño mensaje en clave sobre la situación en el pueblo. Una risa contenida precedió a una solemne pero contundente palabra, “Regrese”.

Dunot colgó el teléfono y se quedó pensativo. Su aspecto jovial se endureció de pronto. Salió a la calle con la Gewehr al hombro y buscó el cadáver de un alemán. Lo desnudó y se llevó el uniforme bajo el brazo. Para entonces los americanos ya se habían ido o estaban a punto de hacerlo, y los pocos civiles que se habían negado a marcharse comenzaban a pulular con aire meditabundo por las desoladas avenidas. Dunot dejó atrás el pueblo y en un bosquecillo se enfundó la ropa del alemán. Cruzó los campos con cuidado de no topar con americanos, encontrando una hora más tarde nuevas guarniciones alemanas. Antes de que le obligaran a luchar contra los Aliados por error, se hizo con un rifle de francotirador y disimuladamente se alejó del lugar. Se apostó tras una roca rodeada de arbustos y echó un vistazo a la escena que tenía delante a través de la mira telescópica. Dunot revisó mentalmente la munición, cuarenta balas, y aguardó expectante.
En cuanto los primeros gritos y disparos llenaron el ambiente, Dunot comenzó a descargar su rifle en las cabezas y pechos de los alemanes. Los soldados enemigos llegaban a horcajadas a través de los árboles, mezclándose sus voces con el sonido sordo de lejanos motores. El espía trasladó momentáneamente la mira al lado americano para analizar en qué situación se encontraban. Eran ligeramente inferiores en número, pero se defendían bien. En el flanco izquierdo descubrió al sargento Dadley, agazapado tras una vaca muerta. El cañón del rifle volvió a apuntar a los alemanes cuando el sonido de una MG34 rasgó el aire. Un segundo después el casco del soldado que la manejaba se agujereó como nieve blanda.
Un semioruga irrumpió en el claro desde un camino trasero, abriendo fuego sin haberse detenido del todo. Dunot disparó al ametrallador, a uno de los soldados que iba detrás y luego a otros dos justo cuando ponían los pies en el suelo.

- Tres y el de la ametralladora, no está mal, pero deberían ser más. ¡Más rápido, Pierre!

Siguió disparando hasta que no le quedó más que una bala.

Observó a través de la mira a un soldado que manejaba una nueva MG34. Su dedo se deslizó suavemente sobre el gatillo. Un segundo. Contuvo la respiración, sintiendo que el corazón le daba un brinco. Se le habían adelantado. De haber disparado, hubiera desperdiciado la bala. Oyó la voz de un americano pidiendo ayuda médica. Sus ojos sobrevolaron el lado americano. En efecto, había un soldado arrastrando a un herido por detrás de los árboles. Dunot sabía que no estaban a salvo. Ladeó el cañón hacia los alemanes, descubriendo enseguida a un tirador concentrado en el hombre herido.
Detrás de la vaca muerta, Dadley se dio cuenta también de lo que estaba a punto de suceder. Pero tenía que recargar.

- ¡Cubrid el flanco izquierdo, tenemos heridos!

Su voz denotaba una creciente desesperación. Por desgracia, su orden se hundió en el mar de sonidos de la batalla. Los hombres de alrededor le miraron con ojos inquisitivos, esperando que repitiera lo que había dicho, pero Dadley estaba ahora preocupado en nutrir de nuevo su arma con munición.
Dunot apretó el gatillo y al instante el alemán se derrumbó sobre la hierba. El herido y su acompañante tenían un poco más de tiempo.
Dadley levantó los ojos al oír el inconfundible estallido de un francotirador. Por un segundo temió que hubiera sido un alemán, pero entonces volvió la mirada hacia el herido. Estaba a salvo. Su rostro, temporalmente endurecido por el combate, brilló por un segundo, mientras buscaba al oportuno tirador entre la maleza. Logró adivinar una lejana silueta con un arma entre las manos, que avanzaba de cuclillas disparando a intervalos sobre la retaguardia alemana. Aunque la figura era un tanto borrosa, se podía discernir que iba vestida con uniforme alemán.

- Dunot - sisearon sus labios. Una amplia sonrisa se dibujó en su cara - Gracias, y buena suerte a ti también.
Datos del Cuento
  • Autor: ruben
  • Código: 21486
  • Fecha: 31-08-2009
  • Categoría: Bélicos
  • Media: 5.88
  • Votos: 51
  • Envios: 0
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