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Cuando el toro dijo ¡basta!

Los clarines resonaron en el aire, sobre las cabezas de la agitada muchedumbre, igual que aquellos ya lejanos que daban música al color del Anfiteatro Flavio. Un hombre oculto, olvidado por las masas abrió una puerta roja como la sangre que se iba a derramar, y dejó al descubierto un túnel oscuro e incierto, que se perdía tras los altos muros. Como atraído por la luz, un morlaco negro corrió lejos de la apestosa cárcel en la que le habían confinado, y salió raudo a la arena que el sol quemaba, en cuyo centro el matador le estaba aguardando.
El animal dio cabezazos al ardiente aire de la tarde, intentando librarse de aquel mal sueño, mientras los sádicos rebuznaban su ignonimia en los tendidos.
En mitad de su persistencia, el toro vio al matador, portaba un manto de engaño, y una espada de muerte. Confiado corrió hacia él, con propósito de descalabrar el paño, pero sin darse cuenta había iniciado su propio Via Crucis.
¡Ole!, era lo que la muchedumbre enloquecida gritaba cada vez que el hombre burlaba las embestidas del animal, que poco a poco empezaba a cansarse, aún ajeno a lo que todos en torno a él tramaban.
De repente el torero cesó y como si huyera se alejó hacia la barrera que contenía aquel circo macabro. El toro se acercó a él, queriendo devolverle la moneda, pero un punzante dolor en el lomo le detuvo en seco: le habían clavado dos dardos envenenados, envenenados con el horror del que sólo es capaz el ser humano.
Después vino el turno del picador, que venía sobre su caballo cual caballero andante de los romances medievales, pero el toro se revolvió y atacó, y sus cuernos bien puestos se hundieron en la coraza del caballo, tan fuerte que el insensato cayó a la arena. Era ésta la oportunidad de pedir respeto, pero nada pudo hacer porque de nuevo se burlaron de él, con más capotes de engaño, y cuando se quiso dar cuenta el lancero ya se había marchado.
En éstas el matador regresó, para culminar su plan asesino, pero el toro ya no iba a caer en la trampa, y le embistió. Cuatro cornadas le dio, a cada cual más mortífera, y al final lo dejó tirado como el desperdicio que era, sobre la arena teñida de rojo.
Muchos hombres salieron en su ayuda, y a éstos también les atacó el bravo toro, pues a los asesinos ni agua, y después, lo que nadie se esperaba, saltó valiente a las gradas, y embistió a todo el que se le cruzaba por delante.
Cuantiosas bajas provocó el astado, y nadie era capaz de detener su avance, hasta que los policías lo acribillaron con sus traidoras armas, traidoras porque estaban en el bando equivocado.
Allí quedó el animal, postrado sobre algunos muertos, la sangre propia y ajena cubría su cuerpo, pero todo había sido en vano, porque la gente iba a seguir acudiendo en masa a ese espectáculo que consideraban la Fiesta Nacional, pero que en realidad era execrable, atroz y patético.
Datos del Cuento
  • Categoría: Educativos
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