Ayer fue jueves y como todos los quintos de la semana me tocaron mis dos horas de locura autorizadas, un taller literario que frecuento desde hace algún tiempo.
Hablamos de esos personajes que surgieron poderosos de la tinta del escritor; llegaron para permanecer por siempre y, de paso, aniquilar superando en fama y poder a quienes les dieron vida.
Así fue como vimos a un señor delgado y de estatura respetable, junto a un gordito pequeño en una mesa larga de mantel blanco sirviéndose deliciosas costillas humanas a la parrilla con salsa de queso roquefort. Pertenecían a un tal Miguel de Cervantes, tal vez lo conocen.
Entonces el orador dio rienda suelta a sus tremendos conocimientos y experiencia. Habló de la vida propia que, con sólo abrir una página, le da a cada libro el lector. Habló de los riesgos de la demencia al escribir, dándole vida a personajes ficticios que con sólo extraerlos del lápiz, nacen y viven para siempre. Dijo tener una técnica para no enajenarse viendo cómo los personajes de las novelas que escribe cobran vida propia.
Ahí vino la pasión, la mente como siempre tomó rumbo propio e incierto para situarme en el estadio nacional. Era la final de la copa "Polla Gol" del año 81. Camiseta verde fuera del pantalón, medias abajo y el número 9 tatuado en la espalda.
Habló de lo poderoso que resultaba para el escritor ver cómo la vida de los personajes que creaba alzaban las velas, y las emprendía a favor del viento inexorable de la imaginación del vate.
0-0 la cuenta y se jugaban los descuentos, Carlitos Rivas, de Colo Colo, le hace un mal pase al Yeyo Inostroza. Le birla la pelota en medio de la cancha el gran Carlos Ramos para rematar al arco desde 40 metros. La tapada del Gato Osbén fue formidable y el árbitro no tuvo más que decretar córner para el glorioso Audax Italiano.
"Cuando el personaje se empieza a apoderar de mí, evito enloquecer yendo al patio, revolcándome en el barro, converso con un niño o una persona simple... me descontamino"
La pelota la toma Ribamar Batista desde el banderín y pone un centro como sólo él los ponía. Comba alta y venenosa que caía a la altura del punto penal. Inostroza y Leonel Herrera se preocuparon de marcar a Juan Carlos Letelier. Severino Vasconcelos y Carlos Caszely hacían lo que podían con el Perro Zamorano y el flaco Delgado respectivamente. 21 jugadores y el árbitro en el área colocolina. Sólo faltaba Miguel Ángel Laino, el portero itálico, quien, brazos en jarra, observaba las acciones finales del partido desde la mitad de la cancha.
"Me tiro al pasto, giro y giro por el suelo. Busco barro y me lo empiezo a pasar por los brazos, por las piernas, por la cara y el cuerpo"
Detrás de mí, el maestrito Salinas, ducho en estas lides, aguardaba ladino el balón. Pero ella no lo buscaría a él ni a Letelier, no buscaría al Cocha Belmar ni al turco Arad Anabalón. Ni menos buscaba morir en las manos del Gato Osbén. Ella venía hacía mi; desmarcado en el corazón del área grande la aguardé ansioso sin entender el menosprecio de los rivales que me dejaron sólo cuando el último balón de la noche caía lento rumbo a mi diestra.
"Comienzo a hacer movimientos tambaleantes, como un primate y empiezo a gemir, Uh, Uh, Uh"
La agarré chanchita de medio voleo y se la crucé al segundo palo al Gato Osbén, quién sólo atinó a mirar como la esférica abrazaba amorosa las redes albas del arco norte del principal coliseo deportivo de la Capital.
Fue el instante justo en que interrumpí indolente al orador para inquirir angustioso "¡y esos gestos que haces son para NO rayarte!"
La fuerte risotada de los asistentes al taller y las ochentamil gargantas que vitoreaban el triunfo de la escuadra verde de la calle Lira fueron una sola cosa.
Y fue porque se la puse en el ángulo.