Acostumbrarme al humo del cigarro... sí, definitivamente eso fue...
Todavía no logro recordar si lo hacía desde antes de conocernos o si comenzó tiempo después, pero sé que nunca lo pude resistir. No he podido (y tampoco tengo intenciones de hacerlo) hallar una razón que sea lo suficientemente convincente como para permitirle a mi conciencia y a mi cuerpo el dejarse intoxicar por el sofocante humo de un cigarrillo.
No me resigno a permanecer impávida mientras observo cómo se apodera de mis fosas nasales, provocándome esa desagradable sensación, viendo cómo se introduce a fuerza en mi garganta, en donde se propaga como el fuego en la paja seca, e impregna mi boca con ese sabor seco, amargo, hasta aferrarse a mis pulmones.
Tal vez esa cercanía a mis pulmones, a mi boca, a mi garganta, quizás esa manera de invadir mi cuerpo me halla hecho vulnerable a su sentir, a su presencia, aún y cuando mis ojos no lo advirtieran. Fue difícil entablar el puente de comunicación entre el mencionado vicio y yo, pero ¿Qué otra cosa podía yo hacer? La única salida sensata ante mi sorprendente permisividad, era intentar hacerlo desistir del cigarrillo.
Le hablé de los riesgos de cáncer y de la disminución de su calidad de vida, de las angustias y los ataques al corazón, del mal olor en la ropa y del desagradable sabor al besar. Aún ignoro cuál de los argumentos tuvo más peso, pero poco a poco el número de cigarrillos ha ido disminuyendo a tal punto que dejé de ver las cajetillas, antes numerosas y de todas las clases. A parte del que sé que lleva en el bolsillo delantero de la chaqueta, y del encendedor, no hay en casa mayores vestigios del funesto vicio.
Tal esfuerzo mereció la licencia de un único cigarro a la hora del café. Justo para acompañar nuestras interminables charlas, cuando sus ojos negros y brillantes miran a los míos, haciéndome temblar por dentro. Así, entre un tópico y otro, el humo va a perderse en mis pulmones...
Definitivamente fue eso... ¿Cómo no me di cuenta antes? ¿De qué otra manera podía haberlo hecho? Tuvo que haber sido a través del cigarrillo como se apoderó de mis sentidos, estando dentro de mí ¿qué defensa podía yo usar?
Un pulpo de mil tentáculos apoderándose de tus hilos, manejándote a su antojo, jugando contigo, utilizándote, sin la menor intención de abandonarte. Discutir por la comida, por la película de esta noche, por el cigarrillo, por la ventana abierta toda la noche, por el crucigrama en el periódico... monstruo terrible que acechando en lo sombrío esperas el momento oportuno para atacar, destilar tu veneno y acabar con la libertad del espíritu, con el libre albedrío de mi voluntad.
¿En qué momento tomaste posesión de mis actos y de mis pensamientos?
Podría haber sido... ¿sí, por qué no? A la hora del café, al encender tu único cigarro, mientras le ponía el azúcar a tú café.
¡Ah, la costumbre! Pulpo de mil tentáculos, monstruo al acecho, aquí me tienes sirviendo un café que no voy a tomar, abriendo la ventana para ver si el aire me trae algún aroma que me haga recordar, tal vez alguien que pase fumando...
¡Tener que acostumbrarme al humo del cigarro... sí, definitivamente eso fue...
Tomó un sorbo del licor servido sobre la mesa, demasiado dulce para la amargura que la estaba consumiendo, y se quedó sentada a un lado de la ventana. Aspiró profundamente, escuchó el lejano rumor de la ciudad que insistía en perturbar sus pensamientos, en querer persuadirla a formar parte de un mundo que continuaba girando.
Escuchó las notas de una melodía que le pareció conocida, y entonces, sintiéndose vencida, lloró amargamente mientras lo que quedaba de ella, de su voluntad, era devorado por un informe monstruo cuyo rostro desconocía, pero que sabía presente en su vida desde el primer momento en que, atacada por un fuerte sentimiento de soledad, se dejó arrullar por la melodía agridulce de aquella voz.