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Efraín

Efraín es un vagabundo. Vive a unos cuantos metros de mi lugar de trabajo. Es un viejo invisible, quienes pasan por allí, no lo ven. Su única posesión; unos cuantos harapos y los cartones con los que se cubre para dormir. Resignado, pasa sus últimos días en esta condición de abandono. Su único compañero de miseria es el cejita, un perro tan roñoso y pulguiento como su amo. Con el tiempo nos hemos hecho amigos, de vez en cuando, un café en la mañana, un sándwich del puesto de abarrotes de la esquina.

Una mañana de invierno pasé por ahí con mi talante habitual. En lugar de encontrarme a Efraín, hallé una Ambulancia. Apuré el paso y me acerqué a los paramédicos que subían la camilla.
—Hipotermia —me dijo uno, mientras, diligente, cerraba la puerta.
—Pero… ¿está bien, cierto? —pregunté con auténtica preocupación.
No hubo respuesta. Se marcharon sin prisa, sin sirenas.

Esa noche no hubo cobertura periodística para Efraín. Los titulares mostraron el trascendental acuerdo para construir la flota aérea y naval, más poderosa de la región, miles de millones de dólares para la industria bélica; Más miedo, más miseria, menos esperanza. Mientras la Presidenta estrechaba la mano de su par, en un país remoto y desarrollado, acá, en su propio país, Efraín sucumbía ante el frío glaciar de la dura acera. Ni el vino, ni los cartones, ni los harapos fueron suficientes. Esta vez fue la fría indiferencia, el abandono, la pena, lo que heló su mismísimo corazón. Las arcas fiscales alcanzaron para lujos militares, pero no para la dignidad de Efraín.

Efraín jamás volvió. Nadie lo extrañó, sólo Cejita, que deambula con su mirada perdida. La millonaria flota militar finalmente arribó, primera plana en los medios, pero de Efraín, ni el obituario dio cuenta.

Ya no trabajo en ese barrio, y cuando ocasionalmente la suerte te lleve por esas callejuelas, de seguro encontrarás, bajo la lluvia de otoño, un clavel, justo allí dónde solía encontrarme a Efraín.
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