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tristes hechos de la escuela Santa María

Cruzaron el desierto de Atacama. Primero cantaron con el puño el alto, después el sol que caía verticalmente, el cansancio y las el frío nocturno fueron menguando el entusiasmo minero. Pero un día sintieron en el aire un olor distinto. Luego se descolgaron por cerros y vieron La ciudad y el mar. No concebían tanta agua junta y tanto cielo. Los recibieron los estibadores del puerto con vítores y consignas proletarias. Luego vino La milicia y los ubicó en La escuela Santa María y a los otros en el Club Hípico.
Los huelguistas traían un pliego de peticiones donde reclamaban por salarios justos y trato digno por parte de los señores del salitre. Estaban hartos de dejarse pisotear sin decir ni pío. Ahora los dirigentes conversarían con los ministros y el intendente. Mientras las señoras de bien iban cargando sus riquezas a los barcos apostados en La bahía para tales menesteres. Habían echado a correr La voz que los huelguistas quemarían La ciudad y pasarían a cuchillo a los burgueses.
Pasaron un par de días sin que los obreros obtuvieran respuestas. Sus esfuerzos se minaban por La incertidumbre y esos barcos de guerra que venían llegando, el estado de sitio, los soldados y laceros que circulaban por las calles provocándonos. Pero nosotros no caíamos en el juego. Mas de los días llegaban de La pampa los trenes con vagones planos atestados de mineros que venían a apoyarnos. Todos se alojaban en La ecuelita de madera. Dormíamos en los pasillos, en las salas, hacinados como piño de animales.

Apostaron una ametralladora, La caballería y La Infantería formada en La plaza. Todos apuntando a La escuela, al balcón donde los dirigentes tenían su oficina. Un megáfono invitaba a salir a los compañeros con los brazos en alto, que se devolvieran a La pampa. Que le daban cinco minutos. Que nosotros no venimos en son de guerra. Que somos pacíficos y que sólo queremos un trato digno, como proletarios de patria que somos. Que les quedan dos minutos. Que La historia dará cuenta de tan testaruda decisión de quedarse. Que si son tan cobardes, disparen. Aquí está mi pecho. Corrí justo en el momento que una descarga de fusil derribó al compañero dirigente. Después lo relevó su secretario y también lo matan. Entro a escuela y una ráfaga de metralla comienza a despedazar mineros, mujeres y niños. Una mujer cae herida protegiendo a su hijo de meses. Todos corren y gritan. Se buscan. Se llaman. Se pagan. Se quejan. Agonizan con sus miembros mutilados. Escatimo esfuerzos. Tomo La bebé entre mis brazos y se lo paso a una mujer de mas edad. el humo de La pólvora. El olor a sangre, todo se confunde. Hasta que me toca una bala loca y desgarra mi hombro. Quienes logran salir a La calle son alcanzados por las lanzas que atraviesan sus cuerpos. Las familias que logran darle asilo y son vistos se le fusila en el acto....

Un sacerdote sale corriendo, lleva un bulto entre los brazos, se arrodilla ante el general y le muestra el bebé que antes le había entregado a La anciana. ¡¡General tiene que detener esta locura!!. El hombre en su caballo, el fraile de rodillas, parece un diálogo de sordos. Tanto grita el cura que general levanta el brazo y lo deja caer en señal de cese al fuego. Mientras que por los intersticios de La vieja escuela comienza salir a La sangre a chorros y comienza a teñir de rojo las calles de Iquique.
Datos del Cuento
  • Categoría: Aventuras
  • Media: 5.11
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