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Voy a contaros ahora una historia que oí cuando era muy niño, y cada vez que me acuerdo de ella me parece más bonita. Con las historias ocurre lo que con ciertas personas: embellecen a medida que pasan los años, y esto es muy alentador.
Algunas veces habrás salido a la campiña y habrás visto una casa de campo, con un tejado de paja en el que crecen hierbas y musgo; en el remate del tejado no puede faltar un nido de cigüeñas. Las paredes son torcidas; las ventanas, bajas, y de ellas sólo puede abrirse una. El horno sobresale como una pequeña barriga abultada, y el saúco se inclina sobre el seto, cerca del cual hay una charca con un pato o unos cuantos patitos bajo el achaparrado sauce. Tampoco, falta el mastín, que ladra a toda alma viviente.
Pues en una casa como la que te he descrito vivía un viejo matrimonio, un pobre campesino con su mujer. No poseían casi nada, y, sin embargo, tenían una cosa superflua: un caballo, que solía pacer en los ribazos de los caminos. El padre lo montaba para trasladarse a la ciudad, y los vecinos se lo pedían prestado y le pagaban con otros servicios; desde luego, habría sido más ventajoso para ellos vender el animal o trocarlo por algo que les reportase mayor beneficio. Pero, ¿por qué lo podían cambiar?.
-Tú verás mejor lo que nos conviene -dijo la mujer-. Precisamente hoy es día de mercado en el pueblo. Vete allí con el caballo y que te den dinero por él, o haz un buen intercambio. Lo que haces, siempre está bien hecho. Vete al mercado.
Le arregló la bufanda alrededor del cuello, pues esto ella lo hacía mejor, y le puso también una corbata de doble lazo, que le sentaba muy bien; le cepilló el sombrero con la palma de la mano, le dio un beso, y el hombre se puso alegremente en camino montado en el caballo que debía vender o trocar. «El viejo entiende de esas cosas -pensaba la mujer-. Nadie lo hará mejor que él».
El sol quemaba, y ni una nubecilla empañaba el azul del cielo. El camino estaba polvoriento, animado por numerosos individuos que se dirigían al mercado, en carro, a caballo o a pie. El calor era intenso, y en toda la extensión del camino no se descubría ni un puntito de sombra.
Nuestro amigo se encontró con un paisano que conducía una vaca, todo lo bien parecida que una vaca puede ser. «De seguro que da buena leche -pensó-. Tal vez sería un buen cambio».
-¡Oye tú, el de la vaca! -dijo-. ¿Y si hiciéramos un trato? Ya sé que un caballo es más caro que una vaca; pero me da igual. De una vaca sacaría yo más beneficio. ¿Quieres que cambiemos?
-Muy bien -dijo el hombre de la vaca; y trocaron los animales.
Cerrado el trato; nada impedía a nuestro campesino volverse a casa, puesto que el objeto del viaje quedaba cumplido. Pero su intención primera había sido ir a la feria, y decidió llegarse a ella, aunque sólo fuera para echar un vistazo. Así continuó el hombre conduciendo la vaca. Caminaba ligero, y el animal también, por lo que no tardaron en alcanzar a un individuo con una oveja. Era un buen ejemplar, gordo y con un buen «toisón».
«¡Esa oveja sí que me gustaría! -pensó el campesino-. En nuestros ribazos nunca le faltaría hierba, y en invierno podríamos tenerla en casa. Yo creo que nos conviene más mantener una oveja que una vaca».
-¡Amigo! -dijo al otro-, ¿quieres que cambiemos?.
El propietario de la oveja no se lo hizo repetir; efectuaron el cambio, y el labrador prosiguió su camino, muy contento con su oveja. Mas he aquí que, viniendo por un sendero que cruzaba la carretera, vio a un hombre que llevaba una gorda oca bajo el brazo.
-¡Caramba! ¡Vaya oca cebada que traes! -le dijo-. ¡Qué cantidad de grasa y de pluma! No estaría mal en nuestra charca, atada de un cabo. La vieja podría echarle los restos de comida. Cuántas veces le he oído decir: ¡Ay, si tuviésemos una oca! Pues ésta es la ocasión. ¿Quieres cambiar? Te daré la oveja por la oca, y muchas gracias encima.
El otro aceptó, no faltaba más; hicieron el cambio, y el campesino se quedó con la oca. Estaba ya cerca de la ciudad, y el bullicio de la carretera iba en aumento; era un hormiguero de personas y animales, que llenaban el camino y hasta la cuneta. Llegaron al fin al campo de patatas del portazguero. Éste tenía una gallina atada para que no se escapara, asustada por el ruido. Era una gallina derrabada, bizca y de bonito aspecto. «Cluc, cluc», gritaba. No sé lo que ella quería significar con su cacareo, el hecho es que el campesino pensó al verla: «Es la gallina más hermosa que he visto en mi vida; es mejor que la clueca del señor rector; me gustaría tenerla. Una gallina es el animal más fácil de criar; siempre encuentra un granito de trigo; puede decirse que se mantiene ella sola. Creo sería un buen negocio cambiarla por la oca».
-¿Y si cambiáramos? -preguntó.
-¿Cambiar? -dijo el otro-. Por mí no hay inconveniente y aceptó la proposición. El portazguero se quedó con la oca, y el campesino, con la gallina.
La verdad es que había aprovechado bien el tiempo en el viaje a la ciudad. Por otra parte, arreciaba el calor, y el hombre estaba cansado; un trago de aguardiente y un bocadillo le vendrían de perlas. Como se encontrara delante de la posada, entró en ella en el preciso momento en que salía el mozo, cargado con un saco lleno a rebosar.
-¿Qué llevas ahí? -preguntó el campesino.
-Manzanas podridas -respondió el mozo-; un saco lleno para los cerdos.
-¡Qué hermosura de manzanas! ¡Cómo gozaría la vieja si las viera! El año pasado el manzano del corral sólo dio una manzana; hubo que guardarla, y estuvo sobre la cómoda hasta que se pudrió. Esto es signo de prosperidad, decía la abuela. ¡Menuda prosperidad tendría con todo esto! Quisiera darle este gusto.
-¿Cuánto me das por ellas? -preguntó el hombre.
-¿Cuánto le doy? Las cambio por la gallina -y dicho y hecho, entregó la gallina y recibió las manzanas. Entró en la posada y se fue directo al mostrador. El saco lo dejó arrimado a la estufa, sin reparar en que estaba encendida. En la sala había mucha gente forastera, tratante de caballos y de bueyes, y entre ellos dos ingleses, los cuales, como todo el mundo sabe, son tan ricos, que los bolsillos les revientan de monedas de oro. Y lo que más les gusta es hacer apuestas. Escucha si no.
«¡Chuf, chuf!» ¿Qué ruido era aquél que llegaba de la estufa? Las manzanas empezaban a asarse.
-¿Qué pasa ahí?
No tardó en propagarse la historia del caballo que había sido trocado por una vaca y, descendiendo progresivamente, se había convertido en un saco de manzanas podridas.
-Espera a llegar a casa, verás cómo la vieja te recibe a puñadas -dijeron los ingleses.
-Besos me dará, que no puñadas -replicó el campesino-. La abuela va a decir: «Lo que hace el padre, bien hecho está».
-¿Hacemos una apuesta? -propusieron los ingleses-. Te apostamos todo el oro que quieras: onzas de oro a toneladas, cien libras, un quintal.
-Con una fanega me contento -contestó el campesino-. Pero sólo puedo jugar una fanega de manzanas, y yo y la abuela por añadidura. Creo que es medida colmada. ¿Qué piensan de ello?
-Conforme -exclamaron los ingleses-. Trato hecho.
Engancharon el carro del ventero, subieron a él los ingleses y el campesino, sin olvidar el saco de manzanas, y se pusieron en camino. No tardaron en llegar a la casita.
-¡Buenas noches, madrecita!
-¡Buenas noches, padrecito!
-He hecho un buen negocio con el caballo.
-¡Ya lo decía yo; tú entiendes de eso! -dijo la mujer, abrazándolo, sin reparar en el saco ni en los forasteros.
-He cambiado el caballo por una vaca.
-¡Dios sea loado! ¡La de leche que vamos a tener! Por fin volveremos a ver en la mesa mantequilla y queso. ¡Buen negocio!
-Sí, pero luego cambié la vaca por una oveja.
-¡Ah! ¡Esto está aún mejor! -exclamó la mujer-. Tú siempre piensas en todo. Hierba para una oveja tenemos de sobra. No nos faltará ahora leche y queso de oveja, ni medias de lana, y aun batas de dormir. Todo eso la vaca no lo da; pierde el pelo. Eres una perla de marido.
-Pero es que después cambié la oveja por una oca.
-Así tendremos una oca por San Martín, padrecito. ¡Sólo piensas en darme gustos! ¡Qué idea has tenido! Ataremos la oca fuera, en la hierba, y ¡lo que engordará hasta San Martín!
-Es que he cambiado la oca por una gallina -prosiguió el hombre.
-¿Una gallina? ¡Éste sí que es un buen negocio! -exclamó la mujer-. La gallina pondrá huevos, los incubará, tendremos polluelos y todo un gallinero. ¡Es lo que yo más deseaba!
-Sí, pero es que luego cambié la gallina por un saco de manzanas podridas.
-¡Ven que te dé un beso! -exclamó la mujer, fuera de sí de contento-. ¡Gracias, marido mío! ¿Quieres que te cuente lo que me ha ocurrido? En cuanto te hubiste marchado, me puse a pensar qué comida podría prepararte para la vuelta; se me ocurrió que lo mejor sería tortilla de puerros. Los huevos los tenía, pero me faltaban los puerros. Me fui, pues, a casa del maestro. Sé de cierto que tienen puerros, pero ya sabes lo avara que es la mujer. Le pedí que me prestase unos pocos. «¿Prestar? -me respondió-. No tenemos nada en el huerto, ni una mala manzana podrida. Ni una manzana podemos prestar». "Pues ahora yo puedo prestarle diez, ¡qué digo! todo un saco. ¡qué gusto, padrecito!". Y le dio otro beso.
-Magnífico -dijeron los ingleses-. ¡Siempre para abajo y siempre contenta! Esto no se paga con dinero.
Y pagaron el quintal de monedas de oro al campesino, que recibía besos en vez de puñadas.
Sí, señor, siempre se sale ganando cuando la mujer no se cansa de declarar que el padre entiende en todo, y que lo que hace, bien hecho está.
Ésta es la historia que oí de niño. Ahora tú la sabes también, y no lo olvides: lo que el padre hace, bien hecho está.
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