La de la izquierda era una niña gordita y alegre, se distraía con todo y jalaba de la mano de su madre dando brincos y agachándose para recoger catarinas del pasto. La otra, de ojos hinchados y húmedos, caminaba pesadamente; a ella sí le dolió haber dejado su antiguo hogar, sus antiguos amigos. Esta niña era esbelta, de cara rojiza y manos grandes y flacas.
La señora Althaus planeaba cambiar los muebles así como las gruesas cortinas verdes –tan sucias que parecían ser grises –por unas elegantes y caras de color rosa, pero a las niñas les gustaron tanto esas cortinas verdes que convencieron a su madre de no cambiarlas… pero seguramente tendría que lavarlas. “No” decían las niñas, pero a esta petición la señora Althaus no accedió.
Un corto vestido negro vestía la señora Althaus, un vestido que permitía admirar sus flacas piernas. Era joven, muy joven, y bonita, aparentaba apenas unos treinta años, pero la verdad es que acababa de cumplir cuarenta y dos.
Las niñas corrían alegres descubriendo su nuevo hogar… tan amplio, tanto espacio para jugar, y para pelear como tan acostumbrado lo tenían. Claudia Cristina, la mayor, soltó su larga cabellera dorada y se sentó en medio de un cuarto vacío, bajo una lámpara. No había cortinas en este cuarto y la luz solar era tan fuerte que lastimaba los ojos.
-¿Te pasa algo?- Le preguntó su hermana que regresó, pues había seguido su carrera.
-No sólo me cansé. Mira, no hay cortinas en este cuarto.
-… Voy a decirle a Mamá para que no tire las nuevas; aquí servirán.
-Qué triste se ve este cuarto sin muebles y sin cortinas –dijo Claudia Cristina para sí mientras su hermana corría hasta donde su madre daba instrucciones a los cargadores que introducían los muebles a la mansión.
Dalia era el nombre de la menor. Doce y ocho años tenían.
Terrible noche pasaron. Las niñas compartieron una ancha cama, pero Dalia, a pesar de haber tomado la mudanza de una manera tan alegre, sufrió toda la noche. –“Extraño la lámpara, no puedo dormir sin luz.” “Estas cobijas no son las que me gustan.” “¡Muévete!” “Cómo quisiera volver a dormir sola.” “¿Por qué no duermes con Mamá?”- tan paciente era Claudia Cristina –o ten dormida estaba- que nada le contestó.
El día siguiente terminaron de meter a la mansión todas sus pertenencias… Esta noche cada niña dormiría en su respectiva cama. Tantos muebles trajeron los camiones que no les alcanzó la tarde anterior para introducirlos. Tan grande era el nuevo hogar.
Cuando Claudia Cristina se levantó en la mañana lo primero que vio fue a su hermana frente a un grande espejo con marco de madera oscura… vanidosa, admirándose luciendo un vestido rojo. -¡Quítate mi vestido! –Le grito furiosa -¡vas a ensuciármelo!- Dalia corrió alegre perseguida por su hermana. Aunque Dalia era menos delgada y de piernas más cortas, corría más rápido que Claudia Cristina. Corrieron alrededor de la alcoba. Dalia evitaba brillantemente todos los obstáculos, mientras Claudia Cristina tropezaba con muñecas, piezas de ajedrea, un estuche de maquillaje… ¿Un estuche de maquillaje? Claudia Cristina se detuvo… -Le diré a Mamá- amenazó a Dalia, que también se detuvo al ver que su hermana había dejado de perseguirle. –Le voy a decir que tomaste su maquillaje y mi vestido nuevo.
-Ese maquillaje no es de mamá; aquí amaneció hoy, como el espejo.
Es cierto, ese espejo anoche no estaba en la alcoba, pensó Claudia Cristina, seguramente Mamá lo trajo.
Dalia, a pesar de nunca haberlo hecho antes, se maquilló impresionantemente bien. Se pintó la boca de un color rosa claro, se puso chupetes, se enchinó las pestañas y se pintó los ojos de morado, además de polvearse su blanco rostro. Hacía ya tiempo que se había levantado, y lucía tan bonita, tan curiosa.
Pero su madre se ofendió, la baño al descubrirla. Ella reía divertida ante el enojo de su madre.
Mas le aguardaba en la alcoba que compartía con su hermana una desagradable sorpresa. Claudia Cristina en un ataque de ira al pensar en Dalia usando un vestido que ni siquiera ella misma había estrenado, un vestido suyo, que sólo ella debía usar; sólo ella y nadie más, rompió el espejo ante el cual hace un momento Dalia se había arreglado. Dalia, que llegaba sonriente y mojada cargando con sus dos manos el vestido de su hermana cuidadosamente doblado para entregárselo, se enojó tanto…
-Rompiste mi espejo.
-No era tuyo.
-¿Y? no era tuyo tampoco.
-De cualquier manera a Mamá no le gustó.
Ese vestido rojo; ese vestido significaba mucho para Claudia Cristina, y deseaba, con su imaginación de niña, estrenarlo el día que su madre ofreciera una fiesta para amigos, familiares, y quizá vecinos, en esa enorme mansión. Fiesta que difícilmente llegaría.
El día que lo compraron, ese lunes de enero, ese frío décimo día del nuevo año; el cumpleaños de Dalia, su octavo invierno. Le regalaron a Dalia un vestido y unas zapatillas de tacón bajo, y ante la envidia de Claudia Cristina, la señora Althaus tuvo que comprarle algo a ella también y le regaló ese vestido rojo que la niña deseó tanto. La señora Althaus creyó que no había sido más que un capricho, pues pasaron los meses y Claudia Cristina no se ponía el vestido. Dalia había ya roto su vestido y ensuciado sus zapatillas tanto que su madre las había ya botado. No tiró el vestido porque le guardó algún oscuro valor sentimental, de esos que nadie entiende más que las señoras solas.
Ese vestido rojo, largo y elegante, que Claudia Cristina acariciaba cada noche ilusionándose con ser una esbelta quinceañera ¡y cuánto más bonito sería su vestido de quinceañera!
Todo eso no le importó a Dalia, que recordando ese par de horas que pasó frente al espejo, su espejo, con las manos y el alma desnudas, rompió el vestido rojo de Caudia Cristina.
Se los daré a leer a los niños, a ver cuál es su opinión.Saludos.