Las célebres aventuras de Mandeville, que no fueron sino fruto de imaginación, aumentaron en los europeos la ansiedad por conocer las maravillosas tierras del Preste Juan de las Indias, y todos, o una buena mayoría, creyeron que eran ni más ni menos como os acabo de contar. La cosa no era para echar en el olvido y así doctos e ignorantes se dieron a soñar con los tesoros del oriental y en la manera de poder llegar hasta sus dominios, costara lo que costase. En el fondo la historia tenía algo de verdad.
Las grandes ciudades de que os hablé, la preciosa Venecia y la ilustre Génova, que tenían en sus manos el monopolio de comercio con las tierras de Oriente ofrecían en sus mercados telas tan ricas, piedras tan preciosas, perfumes tan exquisitos y especias tan raras, que sólo podían venir de la tierra de los castillos de pedrería de que hablaba Mandeville. En aquella época -corría el siglo XV- ninguno se contentaba con lo poco o mucho que tenía y quería más riquezas. En su tierra no las encontraba, luego tenía que ir a buscarlas a las tierras desconocidas.
La ambición animó a muchos atrevidos, duchos en el arte de marear, que así se llamaba entonces la profesión de los navegantes, a lanzarse por mares desconocidos en busca de tesoros. El pueblo que más se distinguió entonces por sus excursiones fue el de Portugal. En su capital primero, y luego en Sagres, promontorio situado al sur del reino, se dieron cita los más notables marinos de toda Europa, llamados por un príncipe, Enrique el Navegante, que quería ser el primero en llegar a las tierras de las especias. Decidme, lectorcitos, si vosotros no haríais lo imaginable para alcanzar tan precioso botín!
Eso hicieron los portugueses. En frágiles carabelas que eran impulsadas por el viento se lanzaron hacia las desconocidas costas africanas, camino que ellos creían ser el verdadero para llegar al reino de las riquezas. No estaban en un error; por allí se podía ir. Y poco a poco fueron avanzando hasta llegar a lo que llamaron Cabo Verde, donde establecieron una fortaleza para defenderse de los invasores. Al desembarcar a tierra encontraron muchos negros, hallazgo que les hizo llenarse de alegría. Donde hay negros, hay oro, se decían entusiasmados. ¿Por qué pensaban esto? Escuchad.
Químicos, nigromantes y físicos no descansaban ni de día ni de noche. Los hornos de sus laboratorios estaban siempre prendidos; en sus retortas echaban y echaban sustancias de las que resultaría el oro, que tanto ambicionaban. El fracaso naturalmente fue definitivo. En vano trabajaron, en vano estudiaron. El oro no se podía fabricar. Bien sabéis que es un mineral que sólo se encuentra en las entrañas de la tierra y que a veces es arrastrado en forma de pequeños granos, por algunos ríos. ¿Qué pensaban ellos que fuera el oro, para alegrarse de haber encontrado negros?
El oro, según esta gente del siglo XV, no era otra cosa sino rayos de sol, que al penetrar en las tierras se convertían en piedra; luego, donde hubiera gente con piel negra, tenía necesariamente que haber oro, toda vez que la piel se ponía así, con la poderosa influencia del sol. Suerte tuvieron los portugueses navegantes, pues confirmaron sus suposiciones acerca del áureo metal, al encontrar, en tierras africanas grandes yacimientos del preciado mineral que tantas desgracias y tantos bienes ha traído a la humanidad. Todo el mundo vivió desde entonces convencido de que el oro era simples rayos de sol, y que, sin duda alguna, se había llegado a los dominios del célebre Preste Juan, que había quitado el sueño a más de cuatro.
Al lado de estos aventureros, hubo un grupo de hombres, pequeño en realidad, a quien no hacía mucha gracia eso de los rayos del sol hecho oro, y de que no hubiese más camino para llegar a la India, distinto del encontrado por los portugueses. Entre aquellos hubo uno, Pablo, el Físico, que echando mano de obras antiguas, escritas hacía quién sabe cuántos siglos, en las que se decía, que más allá de Portugal, había una poderosa isla, llamada la Atlántida, desaparecida por un terrible cataclismo y que vino a ser reemplazada por un mar tan terrible, que le bautizaron con el nombre de Tenebroso y en el cual, se pensó más tarde, era imposible que hubiera tierras donde habitasen hombres, salvados quizás de tan temido suceso. Aprendió también Toscanelli, que tal era el apellido del físico, que cosas tan nuevas enseñaba, que la tierra no era plana, sino esférica y por consiguiente navegando por el mar Tenebroso, se llegaría más rápidamente a las tierras tan ambicionadas.
No se redujo Pablo a esos estudios. Se dio a levantar cartas goegráficas para demostrar la verdad de sus conocimientos y una de ellas la envió a un experto marinero que se apellidaba Colón, el cual hubo de sacar mucho fruto. Encontró al estudiar la carta de su amigo, que tenía mucha razón y desde ese momento se propuso llevar a cabo la temeraria empresa de lanzarse por el mar Tenebroso en busca del camino más corto para llegar a las Indias.