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Ceix y Alcíone

Ceix, hijo de la Estrella vespertina y de la ninfa Filo, asus­tado por ciertas predicciones siniestras, resolvió cruzar el mar y trasladarse a Claros, en Asia Menor, donde había un famoso oráculo de Apolo. Su ñel esposa Alcíone, hija del dios de los vientos Éolo, y con la cual le unía un amor entrañable, trató con quejas y tiernos reproches, de disuadirle de su propósito, o siquiera de llevarla consigo en tan peligroso viaje. A pesar de que las palabras y lágrimas de su compañera le conmovieron hasta lo más hondo del corazón, él no cedió sin embargo y procuró infundirle ánimo a fuerza de consuelos.

—Cierto que se nos hará difícil la separación —decíale—, pero te juro por mi radiante padre que si el destino quiere devolverme a la patria, estaré de regreso antes de que la luna se haya renovado por dos veces.

Acto seguido mandó varar su barco y tomar todas las disposiciones para el viaje. Al despedirse, Alcíone no pudo contener su indecible dolor:

— ¡Adiós! —dijo, cayendo desmayada en la orilla.

El tierno esposo hubiese querido demorarse, pero ya los mozos de la tripulación comenzaban a mover los remos y a hacer saltar espuma de las olas; no pudo, pues, dilatar la partida por más tiempo y saltó a bordo. Cuando Alcíone alzó los húmedos ojos, vio a su esposo amado que, de pie en la popa, le enviaba con la mano los últimos adioses. Ella, respondiéndole de igual modo, fue siguiendo con la mirada el barco que se alejaba veloz, hasta que la blanca vela se esfumó en el horizonte. Entonces regresó ella a su casa solitaria y, arrojándose llorando en el lecho, dio suelta a sus cuitas por el marido ausente.

Entretanto, los expedicionarios iban entrándose en alta mar; empezó a soplar una suave brisa, dejáronse los remos y el viento favorable hinchó las velas. Habían superado ya la mitad de la travesía y el barco se hallaba a igual distancia de las dos opues­tas orillas, cuando, hacia el atardecer, llegaron del Sur las primeras ráfagas del terrible Euro, coronando las olas de blanca espuma. Levantóse una furiosa tempestad:

— ¡Bajad las vergas, aprisa! —gritó el timonel—, ¡atad fuertemente las velas a las pértigas!

Pero sus voces se ahogaban en el estrépito de la tormenta y en el mugido de las olas. Cada cual se apresuraba a hacer lo que creía más acertado: uno recogía un remo, otros cierran las escotillas; acá se arriaban las velas, acullá se achicaba el agua que un golpe de mar echara en el barco. Y en medio de esta confusión crecía la furia de los vientos que levantaban las olas hasta el cielo. Desanimado, el patrón de la nave permanecía inmóvil, reconociendo que ignoraba la situación y lo que debía ordenar o prohibir.

Negros nubarrones velan el éter y desciende la noche oscura, iluminada sólo por el rayo que rasga el espacio. Retumba ince­sante el trueno y las olas se elevan cada vez más anegando el barco en sus saladas aguas. La tripulación grita, ya los maderos empiezan a ceder y una ola gigantesca invade el seno de la nave. La desesperación se apodera de la mayoría de los hom­bres : uno llora, otro ha quedado como petrificado; tal envidia a los felices que encuentran una tumba en tierra firme; esotro invoca a los dioses, levantando en vano los brazos al cielo invi­sible; aquél piensa en los seres amados que dejó en casa, el padre anciano, la tierna esposa, los lozanos hijos. Ceix piensa únicamente en Alcíone, sólo su nombre se escapa una y otra vez de sus labios. Sin embargo, por mucho que su corazón suspire por ella, ¡cuan contento está de que se halle lejos! ¡Ah, cómo quisiera volver el rostro hacia la patria orilla, extender, moribundo, las manos hacia la tierra donde la amada mora! pero entre las tinieblas impenetrables de la noche, no sabe de qué lado ha de volverse. De pronto, el astillado mástil se derrumba, rompiendo el timón en su caída. Orgullosa de su botín, elévase la ola victoriosa y la nave se sepulta en los abismos del mar. Muchos de los marinos son arrastrados por el remolino y desaparecen para no volver ya con vida. Ceix sujeta una mísera tabla con la misma mano que en otro tiempo empuyó el cetro.

—¡Alcíone! —grita, sintiendo paralizársele los brazos—; ¡Alcíone! —suspira al cerrarse las olas sobre su cabeza—; Alcíone! —murmura por vez postrera la boca del moribundo.

Su padre celestial, que no pudo retirarse del firmamento, cubrióse el rostro con las opacas nubes para no tener que contemplar la muerte del hijo querido.

Mientras, Alcíone, ajena a toda aquella tragedia, iba contando los días y las noches que faltaban aún por transcurrir antes del regreso del marido idolatrado; ya disponía los vestidos que uno y otro habrían de ponerse; ni tampoco se olvidaba de ofrecer sacrificios a los dioses, particularmente a Hera, rogándoles que le devolviesen sano y salvo al esposo querido. Hera, que la mi­raba con tristeza, dijo a Iris, la mensajera de los dioses:

—Corre a la corte del dios del sueño y pídele que envíe a Alcíone una visión, bajo forma del difunto Ceix, que le anuncie su verdadero destino.

Inmediatamente ciñó Iris su túnica de mil colores y, desli­zándose por el radiante arco, descendió rauda hasta las pétreas moradas del dios. Lejos, en el borde occidental del disco terres­tre, hay una montaña con una amplia y profunda gruta; allí reside el dios del sueño. Nunca penetran en ella los rayos de Helios; una espesa niebla sube del suelo y lo envuelve todo en la penumbra. Ningún sonido, ni un ladrido de perro ni una voz humana interrumpen el eterno silencio; sólo un manso riachuelo fluye con somnífero murmullo junto a la entrada de la caverna y en sus orillas crecen infinitas hierbas aromáticas, de las cuales la Noche extrae soporíferos jugos. No hay en aquella habitación puerta alguna que rechine; expedita está la entrada. En mitad del antro, un lecho de ébano aparece cubierto con tupidas colchas, en las cuales reposa el dios, relajados los miembros por un dulce abandono, y en su torno yacen, bajo mil formas distintas, los sueños, sus hijos.

Al entrar Iris en la gruta, el brillo de sus vestiduras iluminaron de pronto toda la mansión. El dios del sueño abrió con esfuerzo los ojos, volvió a cerrarlos una y otra vez y, moviendo la cabeza como bajo los efectos del vino, sacudióse al fin y se incorporó sobre un brazo:

—¿Qué embajada me traes, resplandeciente Iris? —preguntó.

Diligente transmitió la divina mensajera su encargo y se volvió en seguida al Olimpo, incapaz de soportar por más tiempo las fragancias embriagantes que impregnaban toda la caverna. El sueño escogió entre mil hijos a Morfeo para llevar a cabo la orden divina, puesto que éste era particularmente hábil en re­medar el porte, la voz, la figura y el rostro de los humanos. El viejo dejóse caer de nuevo en el lecho, envolviéndose la cabeza en las blandas almohadas, mientras Morfeo, con sus alas silen­ciosas, emprendía el vuelo a través de la noche e iba a posarse sobre la cama donde dormía Alcíone. Adoptando la figura del ahogado, pálido como la muerte, desnudo, la barba y el cabello chorreantes, bañadas de lágrimas las mejillas, dijo así:

—¿Conoces aún a tu Ceix, pobre mujer mía, o es que la muerte ha transformado mis rasgos? Mírame y me reconocerás. Pero, ¡ay!, en lugar de tu esposo no verás sino su sombra. He muerto, querida. Mi cadáver flota en el Mar Egeo, donde la tempestad hizo pedazos nuestra nave. Así, pues, ponte ropas de luto y dedícame tus lágrimas, para que no haya de vagar por los tristes infiernos sin que alguien me llore.

Temblando alargó ella en sueños los brazos; un sollozo salido de su propio pecho la despertó:

—¡Oh quédate! ¿Por qué te vas? —exclamó, dirigiéndose a la ilusoria imagen que se esfumaba—. ¡Déjame ir contigo!

Pero cuando, poco a poco, cobró plena conciencia de las cosas, golpeándose la cabeza con las manos, arrancóse en rubio cabello ensortijado, rasgóse las vestiduras y prorrumpió en gritos de infinito dolor.

Así llegó la mañana. Entonces Alcíone se dirigió a la playa para visitar el lugar donde diera a su esposo amado el último adiós. Mientras con ojos llorosos miraba la azul lontananza, de repente de entre las olas, a gran distancia de la orilla, surgió algo parecido a un cuerpo humano. Las ondas lo fueron aproxi­mando progresivamente y a medida que se acercaba iban borrán­dose los pensamientos de la mujer. Ya, ya llegaba flotando a tierra:

—¡Es él! —grita la infeliz, tendiendo las manos en dirección del cadáver del adorado esposo—: ¿Es, pues, así como vuelves a mí, desventurado? ¡Ea, acógeme entonces, yo voy a ti!

Y va a lanzarse a las olas, cuando he aquí que unas alas la levantan en el aire y ella, gimiendo dolorosamente, las agita como el ave, a ras de las aguas, para posarse sollozando sobre el pecho del marido muerto. Y, ¿no se diría que él siente la proximidad de la leal esposa? Sí, ciertamente; los dioses com­pasivos transforman su figura y le infunden nueva vida. Troca­dos en alciones, los esposos se conservan fieles al tierno amor que les nuiera, y ya en adelante vivirán en indisoluble matri­monio. A mediados de invierno se dan todos los años siete días bonancibles, en que no sopla ni un hálito de viento, y es entonces cuando Alcíone se está inmóvil, incubando los huevos en su nido que flota sobre la tersa superficie del mar; pues su padre Éolo encierra en aquella época a los vientos y depara a sus nietos una protectora calma.

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